En el gabinete de las maravillas de la Biblioteca Nacional.
Varada en un extremo del Paseo de Recoletos, la Biblioteca Nacional parece el testamento de otro tiempo. La impulsó Felipe V en 1711, tras el plan que le presentó Pedro Robinet, su confesor. No tuvo sede definitiva hasta 1896. Y desde entonces no se ha detenido. Acumula más de 32 millones de documentos (libros, revistas, mapas, dibujos, grabados, fotografías, manuscritos, partituras, soportes audiovisuales, registros sonoros, folletos....). Los originales, dispuestos en fila, se extenderían hasta 800 kilómetros. La institución, que dirige Ana Santos Aramburo, tiene desde 1993 un depósito en Alcalá de Henares para el que ya está proyectada la séptima torre
modular de almacenamiento. La Biblioteca Nacional es un templo laberíntico que conserva por dentro la alquimia de la erudición y la curiosidad, del asombro y del silencio. Un invernadero con luz cenital que podría ser un cultivo donde existen ejemplares de casi todas las semillas del mundo.
"Más de 300 años después de la creación de esta institución, tenemos que adaptarnos a un entorno digital. Es el mayor reto que tiene la Biblioteca. En un momento de dificultades presupuestarias estamos obligados a hacer más con menos", apunta la directora. "La digitalización de las colecciones propias empezó en 2008, gracias al patrocinio de Telefónica, y ya tenemos a disposición del usuario más de 35 millones de páginas a través de la Biblioteca Digital Hispánica y de la Hemeroteca Digital. Hemos firmado un convenio con Red.es para seguir digitalizando nuestras colecciones masivamente".
En la sala del patronato, que preside el poeta Luis Alberto de Cuenca, hay dos retratos: el de Felipe V y el de Isabel de Farnesio. Forran la sala las librerías que pertenecieron a Godoy custodiando aún su biblioteca. "Esta biblioteca se ha convertido en un museo más del eje Prado-Recoletos", dice De Cuenca. "Antes era un espacio para eruditos y hoy es un punto de encuentro para todo el mundo. Ésta es una biblioteca de último recurso, para aquellos que buscan aquello que las demás bibliotecas no le han podido facilitar". La escalinata de acceso tiene un trasiego ministerial. Y por dentro, en las mesas de consulta y lectura se dispersan numerosos investigadores y lectores formando un pálido rebaño de gente concentrada acumulando palabras que aquí dentro nunca se pronuncian para no romper el patrón oro del silencio. Un silencio que, aquí, es una forma de pensamiento. Una abstracción que constituye parte de la mucosa del edificio.
Caminar por la panza de la Biblioteca Nacional es como hacerlo por la más compleja de las ciudades. Sótanos, plantas nobles, cámaras acorazadas que mantienen una temperatura constante de 22º y una humedad relativa del 50%, estanterías alumbradas con una luz de horchata en el Depósito General de la octava planta con anaqueles diseñados por un discípulo de Eiffel. Y todos los libros ordenados escrupulosamente por tamaño. Siempre por tamaño. Hay espacios abiertos al usuario y territorios vetados sólo a los investigadores o conservadores. De los 400 trabajadores de la casa, pocos sabrían moverse por todas las estancias con cierta seguridad. Los espacios, cerrados salvo para unos pocos, son muchos. EL MUNDO ha entrado en algunos de ellos a la luz de sus piezas o ejemplares. El único códice manuscrito del Cantar de Mio Cid es el 14 puntas de la colección. Se conserva en una cámara acorazada a la que pueden entrar menos de 10 personas. Y a partir de ahí, se acumulan miles de excepciones.
Javier Docampo dirige el Departamento de Manuscritos, Incunables y Raros. Tiene seis almohadones sobre una mesa. En cada uno reposa, con una culebra de cuentas de plomo sobre la página abierta, seis libros extraordinarios. El Breviario de Isabel la Católica, libro de rezos de 1492. El códice Madrid 1, de Leonardo da Vinci, que fue propiedad de Juan de Espina. "Esta es la primera vez que lo tengo en la mano", dice Docampo. Con este manuscrito hubo una mala signatura de archivo y se perdió durante más de un siglo. El Apocalipsis de Durero, del siglo XV, donde por primera vez se reproducen de forma masiva obras de un gran artista. Después muestra la edición príncipe del Quijote y un manuscrito de Poeta en Nueva York escrito a lápiz. Es un paseo por cinco siglos de historia del libro, del grabado, de la literatura.
El departamento de Cartografía es un espectáculo. Acoge una colección de atlas de los siglos XVI y XVII con algunas de las obras de los mejores cartógrafos del momento, con talleres en Amberes y Ámsterdam. Carmen García dirige este espacio. Algunos de los primeros mapamundi
modernos están aquí. Igual que un pañuelo de seda donde estaban impresas las rutas de escape por si los soldados británicos eran capturados en la Segunda Guerra Mundial. Podrían ser meses de ruta por estos rincones y talleres que, a veces, no parecen estar en el mismo edificio que por fuera se ve. En el área de Bellas Artes conservan grabados de Rembrandt, de Goya, de Picasso. Y originales de cómic como El hombre de piedra. Y una caprichosa colección de etiquetas de hotel. Igual que en el archivo de fotografía conviven los primeros daguerrotipos en cristal con fotografías de Capa, de Centelles, de Tina Modotti, de Luis Torrents. O el álbum fotográfico de Calvache sobre el bombardeo de Guernica.
Millones de piezas fastuosas que no se ven, pero que están. En cajas, en anaqueles, en espacios de seguridad. La Biblioteca Nacional tiene un fondo y altura casi insólitos. Si no fuese por el trabajo de acercamiento al público que obsesiona a Ana Santos Aramburo y su equipo, este edificio podría pasar por la sede de una sociedad secreta que acumulase buena parte de la sabiduría del mundo, incluso de los placeres que se instalan en el límite de la imaginación.
Esta casa sigue en pie porque la sostienen principalmente los libros y sus misteriosas corrientes. Y por la gente que los preserva. Y por los que imaginan exposiciones para compartirlos. Y por los que van a verlas. Y a leer. Y a consultar. Y a disfrutar. "Estamos hablando de una gran masa de información", dice la directora. "Aquí hay parte del conocimiento esencial que nos lleva a generar más conocimiento sobre nuestra realidad, nuestro pasado y nuestra cultura".
http://www.elmundo.es/cultura/literatur ... b4624.html
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La expresión suprema de la belleza es la sencillez.
Alberto Durero.