A pesar de sus setecientos años de existencia, Le Rocher («la Roca»), como denominan al Principado de Mónaco en algunos libros de geografía y en toda la Riviera francesa, ha pasado inadvertido durante mucho tiempo. Sin embargo, su puerto natural ha sido tradicionalmente refugio para navegantes, piratas y muchos barcos procedentes de Oriente. La multitudinaria boda de Rainiero y Grace Kelly, el 19 de abril de 1956, ayudó, sobre todo en Estados Unidos, a situar a Mónaco en el mapamundi.
Cuentan que la propia madre de Grace, la señora Kelly, creyó que su futuro yerno era el rey de Marruecos. Anécdotas aparte, la realidad es que muy pocos tenían constancia de la existencia de Mónaco, dos kilómetros cuadrados entre Niza y Menton, al sur del paralelo 44. Un pequeñísimo estado del sur de Europa, reservado a unos pocos turistas ricos. La boda de Rainiero era la ocasión perfecta para darse a conocer.
La palabra Mónaco proviene de Monoikos, que significa «el que vive solo», en el lenguaje de una tribu ligur que se estableció en aquella costa quinientos años antes de Cristo.
Más tarde formó parte de las posesiones de Roma, que bautizó el lugar como Portus Herculis Monoeci. El territorio fue evangelizado cien años después de la muerte de Cristo.
A principios del siglo iv, en Córcega, una joven virginal que respondía al nombre de Devota sufría, como el resto de sus paisanos, el terrible yugo del ocupante romano en la persona de Barbarus, un gobernador cruel a las órdenes de Diocleciano, que hacía honor a su nombre persiguiendo a los cristianos con saña. La joven fue hecha prisionera, torturada y sufrió los más atroces martirios sin renegar de su fe cristiana.
Un alma caritativa se encargó de depositar sus restos en una barca que partía hacia África, para que allí pudiera recibir sepultura. En el viaje, durante una fuerte tempestad que estaba a punto de hacer naufragar la embarcación, una paloma salió volando de la boca de Devota. El tormentoso cielo se serenó y la lancha pudo llegar a la costa. Pero no era tierra africana, sino las playas de la Roca. El cuerpo de la futura santa fue recogido por los cristianos del lugar el 27 de febrero de 312.
Mónaco festeja desde entonces la fiesta de su santa, a la que agradece vivir bajo su protección. Cada vez que la Roca sufría la amenaza de los invasores, las reliquias de santa Devota, expuestas sobre las murallas, echaban atrás a los asaltantes.
Esta hermosa e ingenua leyenda es parte importante de la cultura de Mónaco. Cada final de febrero, Rainiero, sus hijos y sus yernos, desde Philippe Junot hasta Ernesto de Hannover y Daniel Ducruet, han peregrinado, eso sí, en lujosos automóviles, desde palacio hasta la vecina iglesia que alberga los restos de la santa. Rainiero siempre se empeñó en mantener las tradiciones más antiguas del Principado, aunque algunas parecieran realmente una representación teatral.
Entre los numerosos invasores que sucedieron a la dominación romana, estuvieron piratas y sarracenos. En el año 975 el conde de Provenza acabó con los últimos e incontrolados ocupantes.
En 1191 Génova se apoderó de la Roca. La familia Grimaldi, genoveses ricos que además de comerciantes eran guerreros reputados, entró a formar parte de la historia del Principado en 1297; los primeros tomaron partido por los güelfos, aliados del Papa, frente a los gibelinos, ligados al emperador romano-germánico. Al estar en el bando perdedor, los Grimaldi, como otras familias genovesas, tuvieron que dejar la ciudad y se exiliaron a tierras vecinas.
Francesco Grimaldi, conocido como «el Malicioso», fue el primero de la familia que tomó posesión de Mónaco; conquistó por sorpresa la Roca el 8 de enero de 1297, disfrazado de monje franciscano. Gracias a los hábitos pudo traspasar los muros de la fortaleza sin problemas, haciendo honor a su astucia legendaria.
Como testimonio de aquella hazaña, dos monjes armados forman parte del blasón de la familia. Los Grimaldi perdieron la plaza cuatro años después, pero treinta años más tarde la recuperó Carlos I, considerado el verdadero fundador del Principado.
En 1489 Juan II obtuvo del rey de Francia y del duque de Saboya el reconocimiento de que su territorio era soberano. Cinco años después, Luis XII declaró que «Mónaco sólo es un feudo de Dios y de la espada», aunque pocos años más tarde el Principado cambió la protección de Francia por la de la España de Carlos V. Un error grave: los españoles no pagaban sus deudas y abusaban de los bienes de los monegascos, una situación que tensó las relaciones entre los dos estados y acabó mal.
De 1524 a 1641 la Roca se convirtió en protectorado español por un tratado impuesto. En la última fecha, Honorato Grimaldi, el primero que ostentó el título de príncipe, asaltó la fortaleza durante la noche con cien de sus hombres e hizo prisioneros a los españoles. David había vencido a Goliat.
Después de quitarse de encima el yugo español, Mónaco se dio cuenta de que no podía sobrevivir en solitario y pidió ayuda a su vecino francés. Fue una relación que facilitó una boda de lo más conveniente para la familia: los Grimaldi emparentaron con una familia francesa al casarse Luis, hijo de Honorato, con Carlota de Gramont, que tenía fama de libertina y sensual. Los vicios y virtudes, y también los nombres de pila, que se repiten a través de los siglos, serán una constante en la saga de los Grimaldi.
Por el tratado con Francia, la Roca ganó el marquesado de Baux y el ducado de Valentinois, el primer título nobiliario que recibió Rainiero Grimaldi de su padre el príncipe Luis.
Bajo la protección francesa, Mónaco ha vivido siempre mucho mejor que con el resto de sus vecinos europeos. A los tres años de celebrarse la boda de Luis Grimaldi y Carlota Catalina de Gramont, el rey Luis XIV, prendado de los encantos de Carlota y parece que correspondido por ella, autorizó a los futuros soberanos de la Roca a que acuñaran su propia moneda.
Carlota nunca llevó bien vivir lejos de la corte y los salones de Versalles, de
modo que acabó fugándose de la fortaleza para regresar a París, donde continuó su relación con el Rey Sol.
Después de perder a su esposa, Luis Grimaldi empezó una relación con Hortensia Mancini, duquesa de Mazarino, amante del rey de Inglaterra y por lo visto, según testimonios documentados de la época, amante también de Carlota Catalina. Todo quedaba en familia.
En 1701 la Roca vivió su primera crisis sucesoria: Antonio I, el heredero de Luis, se casó con María de Lorena, pero el matrimonio no tuvo más que una hija tras otra, algo que llenó de preocupación a toda la familia.
Luisa Hipólita, a la que llamaban Coco, ocupó el trono, un hecho poco habitual en aquella Europa donde las mujeres sólo servían para dar herederos o ser las amantes de los poderosos.
Coco, delicada de salud, murió de varicela sin haber cumplido siquiera un año de reinado. Su hijo mayor, Honorato III, que sólo tenía catorce años, estaba poco preparado para asumir el poder, que delegó en un pariente suyo, el caballero Grimaldi, hijo bastardo del abuelo Antonio I. Al joven heredero le gustaba más vivir en París que en la Roca. Y en la capital francesa murió sesenta y cuatro años más tarde. Falleció en el Hotel Matignon, el palacete donde residía desde hacía mucho tiempo. Matignon es hoy la residencia oficial del primer ministro francés.
El final más o menos apacible que había tenido Honorato III en el palacio de Matignon no pudo borrar los sufrimientos que padeció durante la Revolución francesa, de los que salió indemne; no así una de sus nueras, Françoise-Thérèse de Choiseul-Stainville, que murió guillotinada. Bajo el período del Terror, el Principado fue anexionado a la República, que confiscó la fortuna y todos los bienes de los Grimaldi.
El gobierno revolucionario de París no se conformó con el expolio y le encargó al abate Henri Gregoire, un fraile que predicaba el fin de la esclavitud, que viajara a los señoríos de Mónaco, Menton y Roquebrune, feudos hasta entonces de los Grimaldi y parte del territorio de Mónaco hasta 1861.
El cura predicaba las nuevas medidas sociales de la Revolución, que, según contaba por doquier, buscaban el bienestar de los trabajadores de la región. El fraile llegó a impartir órdenes y prohibiciones, como que los panaderos no siguieran levantándose al amanecer para hacer la masa de los panes. Cuentan las crónicas de la época que, para su sorpresa, a los panaderos no les hizo ninguna gracia que viniera un curilla de París a decirles cómo tenían que hacer su trabajo.
En su labor de apostolado revolucionario, el fraile convirtió el palacio de los Grimaldi en un albergue de mendigos; así, las grandes salas doradas del recinto parecían pocilgas pestilentes, donde cada uno campaba a su antojo.
Los derechos y las prerrogativas de los príncipes fueron restaurados en 1814 por el Tratado de París. Pero hasta 1861 Mónaco no recuperó su total y definitiva independencia, aunque se vio obligado a ceder a Francia el 80% de su territorio —Menton y Roquebrune— por el tratado que el nuevo soberano firmó con el gobierno galo. Entregaba sus tierras fértiles y se quedaba sólo con un peñasco, la Roca. El territorio se redujo desde entonces a dos kilómetros cuadrados.
Era la época de Carlos III (1856-1889), tatarabuelo de Rainiero, un príncipe que se había propuesto sacar a su país de la crisis y convertirlo en uno de los estados más prósperos de Europa. Pero Carlos III no quería bajo ningún concepto que Mónaco acabara anexionado a Italia, ya que después de la Revolución vivía bajo protectorado de Cerdeña, así que firmó en 1861 el acuerdo con Francia, por el que Mónaco era declarado estado independiente y París se comprometía a proteger la pequeña nación. El papa León XIII decidió también que la Iglesia estuviera presente en el nacimiento de esta nueva era y promovió una diócesis en Montecarlo.
Resuelto el problema de la soberanía y la seguridad, se imponía sacar adelante la economía. Carlos tenía un plan aparentemente disparatado pero que se reveló de gran eficacia: Mónaco sería el gran centro europeo del juego. No bastaba crear un lugar de vacaciones convencional, a semejanza de los que ya existían en las Riviera italiana y francesa. Había que inventar algo más poderoso que atrajera a la gente más pudiente de Europa, un casino. No era casualidad que Carlos hubiera ideado su plan teniendo en cuenta que los casinos de juego eran ilegales en Francia e Italia.
El casino, en la Europa victoriana, representaba perfectamente el ocio saludable y con clase. En aquella época toda la aristocracia viajera y la burguesía adinerada pasaba largas temporadas en las orillas del lago de Como, en Biarritz, en localidades de la costa vasco-francesa que también estaban de
moda, o en Deauville. El atractivo de estas zonas de glamour y descanso eran el mar o las aguas medicinales, pero faltaba algún ingrediente más, como el vértigo de ganar o perder una fortuna y un pequeño toque canalla y transgresor. El nuevo Montecarlo iba a ofrecer todo eso y mucho más.
El Casino pertenecía a la Société des Bains de Mer, el 70% de la cual pertenece al estado monegasco, que también gestiona la mayoría de los hoteles y restaurantes de lujo del Principado. La maquinaria más hábil de Europa para ganar dinero se ponía en marcha, aunque durante algunos años la aristocracia y los ricos de Europa no se sintieron atraídos por el nuevo reclamo de ocio que se inauguraba en la Roca. La idea era buena, pero en la práctica algo fallaba.
Entonces Carlos III, aconsejado por su madre Carolina, contrató en 1863 los servicios de François Blanc, un tipo famoso en toda Europa por haber sido el creador de casinos de éxito en Alemania, como los de Hamburgo o Baden Baden. Blanc llevó a Montecarlo su nuevo
modelo de ruleta europea, que incluye también el cero, a diferencia de la que al parecer fue inventada por el genial matemático Pascal casi doscientos años antes.
El espléndido Casino de estilo ecléctico se inauguró en 1863 y está firmado por Charles Garnier, el arquitecto de la ópera de París. Su gran escalinata de mármol, sus arañas de cristal y sus salas decoradas con todo lujo y minuciosidad colocaban a Mónaco definitivamente en el punto de mira de todos los jugadores de Europa.
Blanc se había hecho famoso con la ruleta, un juego que le había encumbrado. Se había hecho multimillonario, pero también tenía la mala imagen de personaje con pocos escrúpulos. Lo cierto es que este individuo no era el culpable de que la gente se jugara las pestañas en el Casino y luego se pegara un tiro por haber arruinado su vida y la de su familia, pero al final cargaba con esta aureola de tipo amoral y ambicioso. Incluso cuando se abrió el Casino, Blanc hizo que se prohibiera la venta de armas en el Principado. Los ludópatas empezaron entonces a quitarse la vida arrojándose al mar desde el acantilado.
El Casino, que tenía estrictas pautas de cortesía y buenas maneras, lanzó a Montecarlo a la fama internacional. El Principado se convirtió en un país tan rico que el soberano decidió en 1869 suprimir los impuestos a los monegascos, un privilegio que perdura.
El príncipe Alberto I sucedió a su padre en 1889. Su reinado, hasta 1922, fue la confirmación de esta nueva era de prosperidad económica. Fundó el famoso Museo Oceanográfico, tan alabado por los estudiosos marinos de todo el mundo, como Jacques-Yves Cousteau, que incluso fue nombrado por el príncipe Rainiero director de este instituto en 1957. Creó también el Museo de Antropología Prehistórica y fue el impulsor del exquisito Jardín Exótico.
Era un hombre de progreso ligado a las artes y a las ciencias y abierto a la
modernidad, que recibió con los brazos abiertos al famoso aeronauta brasileño Santos Dumont, de visita en Montecarlo para experimentar con sus globos dirigibles en el cielo de la Roca.
Pacifista convencido, Alberto I fue el fundador del Instituto Internacional de la Paz y precursor de la Sociedad de Naciones, la antecesora de la ONU.
Este hombre, partidario de leyes justas y de que se aplicaran de forma honesta, fue junto con Émile Zola y Clemenceau un ardiente defensor del capitán Dreyfus, víctima de un terrible juicio político. En el fondo le juzgaban sólo por el hecho de ser judío. La tremenda arbitrariedad del proceso dividió a la sociedad francesa.
Rainiero III heredó las mejores cualidades de este bisabuelo singular.
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