El gigantesco burdel medieval que atrajo a miles de viajeros a España durante tres siglos.
Jaime II prohibió a las «mujeres públicas» ejercer su profesión en las calles de Valencia en 1321 y creó un prostíbulo que, a la postre, se convirtió en el más grande de Europa. Decenas de sus clientes (una buena parte extranjeros) dejaron por escrito la buena impresión que les causaron sus meretrices.
Un mal necesario mediante el que controlar los impulsos más primarios de jóvenes ansiosos y evitar que ejercieran la violencia contra las «mujeres honradas» (como eran conocidas por entonces las damas que no vendían su cuerpo por dinero). Esta era la función principal que tenían los prostíbulos para aquella primitiva España previa a los Reyes Católicos. Una idea que ya había expuesto mucho antes San Agustín mediante una sencilla -y cruel- comparación: «Quita las cloacas en el palacio y lo llenarás de hedor; quita las prostitutas del mundo y lo llenarás de sodomía». Quizá por ello ciudades destacadas fundaron sus propias mancebías a partir del siglo XIII. Aunque también por la necesidad de apartar a las meretrices de las calles más concurridas y ubicarlas en zonas menos transitadas.
Sevilla, Barcelona... Las urbes que fundaron prostíbulos dentro de sus muros durante la Edad Media fueron muchas. Sin embargo, hubo una cuyo lupanar llegó a ser conocido en toda Europa durante los más de tres siglos que estuvo activo: Valencia. Y es que, además de contar con un tamaño considerable (agrupó -según algunas fuentes- hasta dos centenares de meretrices en sus mejores años) solía recibir los halagos de las decenas y decenas de clientes que atravesaban cada día su puerta. Este continua clientela convirtió a la mancebía (proyectada originariamente por el rey Jaime II en 1325) en una de las mayores atracciones de la ciudad. Así fue hasta que cerró sus puertas entre 1651 (cuando se ordenó a las mujeres abandonar el lugar) y 1671 (año en que la última meretriz salió del lupanar).
El origen de la prostitución legalizada hay que buscarlo a mediados del siglo XIV. Al menos, así lo afirma el historiador Eduardo Muñoz Saavedra en su dossier «Ciudad y prostitución en España en los siglos XIV y XV». En dicha obra señala que la medida «respondió, en parte, a la necesidad de controlar un oficio condenado moralmente por el conjunto de la sociedad medieval y sus instituciones». Pero no fue la única causa. El español explica también que los burdeles se crearon para «encerrar en el interior a las mujeres de vida airada apartándolas de la “comunidad sagrada”».
Una idea que corrobora, por ejemplo, una ordenanza murciana de 1444 (año en que la urbe fundó su mancebía): «[mandamos] que todas las malas mujeres rameras […] salgan de la ciudad de entre las buenas mujeres e se vayan al burdel».
Con todo, lo que llevó a estamentos como el religioso a aceptar la prostitución fue la necesidad de controlar los impulsos de los jóvenes más alocados. Así lo determinan autores como la historiadora Noelia Rangel López en su dossier «Moras, jóvenes y prostitutas: acerca de la prostitución valenciana a finales de la Edad Media»: «Si bien eran denigradas por su trabajo a causa del tabú del sexo, a diferencia de otros grupos marginados eran consideradas como un “mal necesario”». Para la experta española las meretrices ejercían un rol social al «canalizar la violencia sexual» para que no se ejerciese contra las mujeres honradas. «Por todo ello no debe extrañar que, desde mediados del siglo XIV, de la mano del afán regulador de los municipios, se empiece un proceso de institucionalización de la prostitución», completa.
Bajo estas premisas nació la prostitución pública (llamada así por ser legal, y no por estar sufragada por el Estado) en torno a la figura del burdel. Mes va, año viene, diferentes ciudades inauguraron sus mancebías tras expulsar de las calles y tabernas a las prostitutas. Así abrieron las puertas lupanares como el de Sevilla en 1337, el de Murcia en 1444 o el de Barcelona en 1448.
Con todo, esta legalización demonizó también a otras muchas meretrices que se negaron a dejar sus antiguas zonas de trabajo, aquellas que llevaban a cabo su labor de forma externa a la ley. «La prostitución clandestina era la prostitución ilegal, la que queda al margen de la ley, y por lo tanto la única perseguida y castigada por la justicia. Generalmente el castigo era una sanción pecuniaria, y en caso de que esta no pudiera pagarse […] la pena se pagaba con azotes», añade la experta. Sobre estos mimbres se elevaría el prostíbulo más grande de Europa: el inaugurado en Valencia.
El origen del gigantesco burdel hay que hallarlo en la reconquista de la urbe. Según afirman José Ignacio Fortea, Juan Eloy Gelabert y Tomás Antonio Mantecón en su libro «Furor et rabies: violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna», fue en aquellos años en los que «ganada la capital al Islam y ocupada por los cristianos, las prostitutas se instalaron en Valencia, como podía hacerlo un tabernero, un zapatero o cualquier profesional». Las meretrices ejercieron su labor en calles, posadas y hostales hasta el siglo XIV. Concretamente hasta 1321, en palabras del historiador del XIX Manuel Carboneres. Ese fue el año en el que el rey Jaime II hizo público un documento considerado, a día de hoy, como uno de los primeros testimonios de la existencia de este lupanar. En el texto, el monarca afirmaba «que ninguna mujer pecadora se atreva a bailar fuera del lugar que ya tiene habilitado para estar».
Esta fecha, no obstante, es la menos popular entre los historiadores. La mayoría de los autores afirman que la primera referencia al burdel se dio cuatro años después. Uno de ellos es Vicente Graullera, quien determina en su popular dossier «Los hostaleros del burdel de Valencia» que «Jaime II ordenó en 1325 que las mujeres públicas se abstuvieran de ejercer su profesión en las calles de la ciudad, debiendo mantenerse en un lugar destinado para ellas».
Más allá de estas pequeñas diferencias temporales, lo que está claro es que a principios del siglo XIV ya se había habilitado un burdel para las prostitutas de la zona fuera de las murallas de la urbe. Concretamente, cerca de «las partidas ó barrios, como diríamos ahora, de Roteros, Moreria y la Pobla», en palabras de Carboneres.
La siguiente referencia al burdel está más clara. Se dio en 1356 cuando, tras la ampliación de las murallas de la ciudad, el prostíbulo se ganó un hueco dentro de Valencia. La noticia fue bien recibida por las trabajadoras, pero no gustó ni un ápice a las autoridades de la urbe. «Con el tiempo la ciudad fue aumentando su población y las nuevas edificaciones se fueron aproximando al área del burdel, lo que hizo necesario procurar un mayor aislamiento del mismo», añade Graullera. ¿Cuál fue la solución para separar aquel recinto de la población? Levantar un muro alrededor de la mancebía y dejar solo una entrada para acceder a la misma. Por si fuera poco, también se cegaron las calles ubicadas en las cercanías y se estableció un guardia en la puerta con potestad para quitar las armas a los clientes.
Poco a poco, el burdel de Valencia fue adquiriendo unas características propias que le diferenciaban del resto de edificios similares. «Era bastante singular respecto a los restantes barrios. Ubicado intramuros pero alejado del centro urbano, próximo a la morería y al espacio destinado a ciertas actividades gremiales consideradas insalubres […]. Ajeno a cuanto le rodeaba, disponía de su propio ambiente», añaden los autores de «Furor et rabies: violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna».
A nivel práctico, estaba organizado como una pequeña comunidad dirigida por un Regente. Y así se mantuvo durante más de tres siglos. Años en los que terminó siendo conocido como uno de los prostíbulos más grandes de toda la Europa medieval.
Durante los siglos que estuvo activo, el burdel de Valencia vio pasar decenas de mujeres públicas (como eran conocidas las prostitutas). A día de hoy es difícil establecer cuál fue el número máximo de meretrices que albergó el prostíbulo entre sus muros, aunque la mayoría de autores coinciden en que vivió sus mejores momentos a finales del siglo XV. En este sentido, un viajero afirmó en 1501 que contó «entre 200 y 300» trabajadoras asentadas en el lupanar. Las cifras parecen exageradas, pues la mayoría de los registros hacen referencia a la presencia de hasta un centenar.
Lo que sí está claro es que no provenían únicamente de dicha urbe. «La mayoría procedían de otros reinos o localidades, quizá para eludir problemas personales o familiares», determinan los autores de la obra colectiva. Tal era la cantidad de ciudades de las que llegaban, que nuestras protagonistas eran conocidas por su lugar de procedencia («la aragonesa» o «la de Murcia» son dos ejemplos de ello).
Otro tanto sucedía con las religiones que profesaban las prostitutas, como bien señala Rangel: «El acceso al burdel era libre tanto para ciudadanos como para extranjeros cristianos, sin embargo, judíos y musulmanes tenían prohibido mantener contacto físico con cristianos». En el burdel de Valencia, las relaciones entre diferentes religiones estaban prohibidas.
Podría parecer por el considerable número de prostitutas que las mujeres tan solo debían llegar al burdel y ponerse a trabajar, pero nada más lejos de la realidad. Por el contrario, toda aquella dama que quisiera vender su cuerpo debía solicitar una licencia al Justicia Criminal (un cargo foral) y sumar más de 20 primaveras a sus espaldas. La molestia, con todo, les resultaba provechosa a nivel económico pues (con el paso de los años) las meretrices ubicadas en este lupanar llegaron a cobrar hasta el doble que el resto de sus compañeras.
A nivel práctico, las prostitutas trabajaban durante una buena parte del día. «Su horario no estaba sujeto a normas concretas, aunque en algunas épocas sufriera limitaciones atendiendo a las circunstancias del momento. La hora de mayor movimiento era el atardecer del día, cuando, terminados los trabajos, crecía la afluencia de clientes en busca de un rato de expansión», añade Graullera. Por descontado, y tal y como señalan los autores de «Furor et rabies: violencia, conflicto y marginación en la Edad Moderna», también influían en sus turnos eventos masivos como ferias o mercados, los cuales solían atraer a cientos de viajeros hasta Valencia.
El burdel de Valencia permanecía abierto durante casi todo el año. Tan sólo había unas pocas excepciones en las que cerraba sus puertas, y la mayoría se correspondían con fiestas religiosas. Las más destacadas eran las jornadas de Semana Santa. Durante aquellos días las mujeres públicas dejaban a un lado el trabajo y eran internadas en algún centro religioso. Los días que pasaban de retiro espiritual obligatorio eran sufragados por la misma ciudad.
«El día antes de la festividad las mujeres eran reunidas en el burdel, para conducirlas ordenadamente al lugar de retiro, que era generalmente el Convento de las Arrepentidas de San Gregorio. Una vez allí se les impedía salir a la calle», añade Graullera en su obra.
Aquellas jornadas eran más que curiosas. Y es que, mediante continuas charlas y oraciones se buscaba que las prostitutas renunciaran a su trabajo y volviesen al recto camino del Señor. Los conferenciantes les ofrecían incluso ayuda para encontrar marido y les prometían otorgarles una gran dote si pasaban por el altar (dinero que pagaba también la ciudad). A pesar de que eran muy pocas las que dejaban la prostitución, el retiro espiritual provocaba severos dolores de cabeza entre los rufianes (los «chulos» de la época). Estos trataban por todos los medios de boicotearlos para no perder su fuente de ingresos.
Además de Semana Santa (y de otras fiestas de similar importancia como las de «la virginidad de María»), las autoridades prohibían a las prostitutas trabajar antes de la misa de los domingos. Saltarse esta norma era algo sumamente grave. Años más tarde la ley se hizo todavía más severa. «Los Jurados de Valencia acordaron la imposición de una sanción de 20 sueldos a las mujeres del burdel, por el simple hecho de almorzar antes de oír misa en los días festivos», añade el experto español.
Intramuros el burdel no era un edificio como tal, sino que estaba formado por varias calles alrededor de las cuales se levantaban diferentes hostales (unos 15 en las mejores épocas del lupanar) y multitud de casas. Las prostitutas que recibían la licencia del Justicia Criminal podían alquilar una habitación en la hospedería o, directamente, una de las viviendas. En ambos casos sus caseros eran los llamados hostaleros, los mandamases en la sombra de la mancebía. «Cada mujer cuidaba de su casita con esmero, blanqueando su fachada, poniendo flores y arreglándola según su gusto», completan los autores de la obra colectiva.
Disponer de una de estas casitas era la mejor opción para las prostitutas, pues les permitía tener una mayor autonomía y alejarse un poco de las miradas de los hostaleros. «Se trataba de casas pequeñas, en su mayoría de un solo piso, las cuales al decir de quienes las visitaron presentaban un aspecto muy limpio y cuidado. Sus fachadas estaban adornadas frecuentemente con flores enredadas y arbustos aromáticos. Solían disponer de un patio trasero donde, además de mantener algún cultivo, podían reunirse en las cálidas noches de verano en animadas tertulias», añade Graullera.
Haber arrendado una vivienda permitía a las meretrices trabajar de una curiosa forma: «A las mujeres se las podía ver sentadas en la puerta esperando la llegada de clientes o charlando desenfadadamente con los hombres», completan los autores de la obra. Alrededor de las urbanizaciones (si es que se las puede llamar así) bullía todo. Las chicas se relacionaban con sus futuros clientes, disfrutaban de un momento de asueto, presumían de sus joyas nuevas y, llegado el momento, atendían a los hombres.
Con todo, las prostitutas que alquilaban estas casas seguían dependiendo de los hostaleros, los verdaderos caciques del burdel de Valencia.
Estos mandamases se encargaban de contratar a las meretrices; pactar con ellas un sueldo; interceder ante el Justicia Criminal para que las nuevas trabajadoras recibieran la licencia de mujeres públicas y atender a las damas en el día a día (especialmente cuando se ponían enfermas y no podían vender su cuerpo). Por si fuera poco, también hacían de prestamistas y dejaban dinero a las chicas para que adquirieran desde joyas, hasta vestidos. Ninguna de ellas podía abandonar el lupanar hasta que liquidara todas sus deudas. En la práctica las tenían atrapadas.
En este sentido, una buena parte de los viajeros que visitaron el burdel de Valencia coincidieron en que las casas estaban muy bien cuidadas y tenían un aspecto muy agradable. «También resaltan la sensación de las prostitutas, alejadas de toda sordidez», añaden los expertos españoles en su obra.
La bebida y el jolgorio eran unos ingredientes perfectos para favorecer las relaciones sexuales. Sin embargo, solían derivar también en todo tipo de trifulcas entre clientes. Era entonces cuando entraban en acción los guardias del burdel. La medida más eficaz para evitar estas controversias consistía en prohibir la entrada a todo aquel que causase problemas. Así lo atestigua la sentencia del Justicia Criminal de 1553 sobre un alborotador llamado Miguel Joan Scals al que se le exigió permanecer alejado del lupanar «sot pena de correr la ciutat ab açots y de vint y cinch dies de presó».
Por desgracia, tampoco era raro que los rufianes ejerciesen la justicia a su antojo cuando las damnificadas eran «sus chicas». Eso fue lo que ocurrió en 1562 después de que un joven llamado Martí Aussias acudiese al burdel y se negase a pagar los servios de una prostituta. En principio fue expulsado, pero tuvo la problemática idea de regresar la jornada siguiente. «Serían las ocho de la tarde cuando, sin saber de donde le venía, recibió un fuerte golpe en la cabeza», explican Fortea, Eloy y Mantecón en su libro. Aunque logró huir, se llevó un buen susto y un tremendo puñetazo.
Estos no eran los únicos problemas que se daban en el lupanar. Además eran habituales los robos a prostitutas, pues las joyas y los vestidos eran bienes muy golosos para los pícaros. Con todo, el que únicamente hubiera una salida en el burdel facilitaba la rápida identificación de los criminales, así como su captura. En este caso, así como en el resto, la figura que se ocupaba de aplicar la ley era el Regente. Un personaje que, además, controlaba que la prohibición de introducir armas se cumpliera e informaba al Justicia Criminal de las sanciones contra los culpables.
El burdel de Valencia funcionó a pleno rendimiento durante décadas. Sin embargo, a mediados del siglo XVI empezó una lenta pero inexorable decadencia que culminó en 1651. El mismo año en el que Fray Pedro de Urbina (Arzobispo y Virrey de la ciudad) ordenó que las mujeres de malvivir abandonaran su trabajo y pasaran «a servir, o estar en sus casas» so pena de ser expulsadas de la ciudad en un plazo de diez días. Al religioso le costó algo más de lo que pensaba acabar con las meretrices, pues no fue hasta 1671 cuando las pocas que quedaban fueron retiradas a un convento.
Así recoge Carboneres este momento en su minuciosa obra sobre el burdel. «El de Valencia, que según parece estaba protegido por personas de gran influencia, fue de los burdeles que mas se resistieron; ya le habían abandonado sus habituales inquilinas, con su cortejo de Celestinas, a quienes las autoridades obligaron a buscar otro refugio, y todavía resistían en dicho local siete mujeres, fundandose en que no tenían sitio en donde albergarse. En esta ocasión el jesuita valenciano P. Catalá diligenció que dichas mujeres fuesen conducidas al monasterio de San Gregorio de esta ciudad, en donde pasó él mismo á convertirlas, lo que consiguió con tan gran éxito, que según asegura el bibliógrafo Rodríguez, que pudo ser testigo de estos sucesos, aquellas siete pecadoras se convirtieron en siete ángeles».
El autor decimonónico señala, con todo, que no fue una buena idea clausurar el burdel, pues provocó que las mujeres se «desparramaran» por las calles: «¡En los pocos días que estuvieron en Madrid las tropas del archiduque Carlos, el rival de Felipe V, dejaron en los hospitales mas de 2.000 hombres ata cados del mal venéreo! ¡Prueba grande de que no basta quitar un vicio por medio de un decreto, cuando, como el presente, está fundado en nuestra flaca naturaleza!».
http://www.abc.es/historia/abci-gigante ... ticia.html