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El siguiente artículo fue publicado en Blanco y Negro el día 23 de julio de 1922. La Quinta de Canillejas de los condes de Torre-Arias.POR MONTE-CRISTO En los primeros años de la Restauración, la sociedad madrileña, que había estado largo tiempo retraída de las fiestas mundanas y muchas de las más aristocráticas familias recluídas en las fincas provincianas o voluntariamente expatriadas, recobró su acostumbrada animación, a la que no dejaba de contribuir la presencia de un Monarca joven y simpático y de sus hermanas, las infantas.
Era entonces la sociedad mucho más restringida que ahora; habían de transcurrir muchos años hasta que la construcción de los grandes hoteles viniera a dar entrada en el “mundo que se divierte” a ese nuevo sector que hoy inunda los tes del Palace y las comidas del Ritz; más la larga clausura de los salones aristocráticos, debida a las circunstancias políticas, hacía decir a cierto cronista extranjero que enviaba interesantes crónicas a un importante diario parisiense, estudiando con bastante acierto e imparcialidad la vida social madrileña: “Le bals se font de plus en plus rares; et le temps viendrà bientôt ou la jeuneusse espagnole ne danserà plus que dans les ambaisades.”
Acogiéronse , pues, con gran entusiasmo en el llamado gran mundo la inauguración de las reuniones campestres en la “Quinta de Canillejas”, que en el vecino pueblo de este nombre servía de primaveral residencia a los marqueses de Bedmar, después de haber pertenecido a la casa de Villafranca.
Por aquel tiempo, el opulento marqués de Manzanedo, creado duque de Santoña para premiar sus servicios a la causa de la Restauración, daba la última mano a su espléndido palacio de la calle de las Huertas, esquina a la del Príncipe, que por vicisitudes de la suerte había de ser morada en días recientes del insigne y malogrado hombre público D. José Canalejas. ¡Triste sino el de aquel histórico palacio! La vieja duquesa de Santoña hubo de abandonarle, en el comienzo del derrumbamiento de su fortuna, para ir a acabar sus días en un modestísimo piso de alquiler, y el célebre orador demócrata, su sucesor en aquella casa, murió vilmente asesinado por la mano de un anarquista.
Los propietarios del famoso inmueble habían obsequiado con grandes fiestas a la sociedad madrileña y al mundo político. Por cierto que en vísperas de la inauguración, en el año 78, una mano criminal hizo colocar un petardo a las puertas mismas de la señorial morada, y en nada estuvo que la sociedad se retrajera; mas venció la curiosidad, y los duques de Santoña vieron su vanidad satisfecha, reuniendo en sus salones a la Real Familia y a los representantes más eximios de la rancia aristocracia. El lujo derrochado en el palacio hizo sensación, pues, como decía el célebre escritor que firmaba sus crónicas con el seudónimo de “Un lunático”, “aquello era la morada de un Creso”. Y si alguien quiere ver las soberbias arañas de bronce que iluminaban la gran sala de baile, no tiene más que darse una vuelta por el Rastro; allí, en el puesto del viejo Ricardo, hallará las monumentales lámparas que tantas bellezas y suntuosidades alumbraron. “Sic transit…”
Aunque me he desviado del principal asunto de esta crónica, que es lo que se refiere a “La Quinta”, no quiero dejar de contar a los lectores una anécdota ocurrida en el baile de los duques de Santoña al gran escritor D. Juan Valera. Era célebre, no sólo por su talento, sino también por sus distracciones, el autor de “Pepita Jiménez”, y no fue ciertamente de las más insignificantes la que le aconteció aquella noche: era una de las primeras fiestas a que asistía después de su reciente matrimonio con la bella Dolores Delavat, y, olvidándose de que se había casado, tornó solo a su casa, dejando sola a su señora en medio de la bulliciosa fiesta.
Mas volvamos a “La Quinta de Canillejas”, restaurada y alhajada con refinado gusto y tal como la conservan hoy sus actuales propietarios, los condes de Torre-Arias.
La marquesa y el marqués de Bedmar pasaban allí las primaveras, y semanalmente reunían a la sociedad aristocrática y al Cuerpo diplomático extranjero; los caminos estaban malos y escasamente alumbrados; júzquese por lo que es hoy lo que sería hace cuarenta años; un desastre. Los invitados poníanse de acuerdo para ir al mismo tiempo, en sus carruajes de caballos, tres o cuatro familias con objeto de protegerse y ayudarse las unas a las otras, todo lo cual daba mayor interés a la excursión, que revestía los caracteres de un accidentado viaje. Mas compensábales de las molestias el agrado y cordialidad del recibimiento, el fresco delicioso que en el extenso parque se disfrutaba, pues ya entonces era magnífica la arboleda, y en el mes de Mayo las lilas embalsamaban el ambiente. Juntábanse en aquellas reuniones beldades juveniles, destinadas a ocupar los primeros puestos en la sociedad aristocrática, tales las dos hermanas Fernanda y Casilda Salabert, hijas de los marqueses de la Torrecilla, que pocos años después llevaban, respectivamente, por sus matrimonios, los nombres de condesa de Villagonzalo y duquesa de Medinaceli. Con el gracejo habitual en nuestra sociedad se decía que a ambas ilustres hermanas habíalas correspondido “el premio gordo” y la “aproximación”, que en tal se consideraban entonces las dos bodas por ellas realizadas.
La prematura muerte de la Reina Mercedes, ocurrida en el mes de Junio de 1878, volvió a sumir en la tristeza la vida social madrileña; había rozado con sus alas de ángel el Trono de la católica Isabel, y dejó un dulce recuerdo, al que todos consagraron merecido tributo de duelo, y más que nadie, su augusto viudo, D. Alfonso XII, que durante mucho tiempo hubo de permanecer alejado de los salones.
El tiempo, que todo lo borra, y las conveniencias políticas y dinásticas que reclamaban un heredero del Trono, trajeron a España –y para bien de España, pues su actuación en momentos difíciles de nuestra historia bien claramente lo pusieron de manifiesto- a la joven archiduquesa de Austria doña María Cristina, y con motivo de las bodas reales, hubo en Madrid magníficas fiestas.
En “La Quinta” siguió recibiendo la marquesa de Bedmar –en el verano del 85 celebrábase allí el último baile, al que asistían D. Alfonso XII y doña María Cristina-, hasta que, a la muerte de aquella señora, adquirió la finca la marquesa de la Torrecilla, de quien la heredó la menor de sus hijas, la condesa de Torre-Arias.
Algunas mejoras se han realizado allí por sus actuales propietarios, entre ellas la gran puerta de entrada, formada por esbeltas columnas de piedra; el alumbrado eléctrico y otras, que la han convertido en una de las más bellas residencias de los alrededores de Madrid.
No falta en “La Quinta” la parte práctica, pues el conde de Torre-Arias, a semejanza de los grandes propietarios ingleses, no se limita en sus fincas a lo puramente decorativo o de recreo, sino que cuida con muy buen sentido de cuanto redunda en beneficio de la agricultura, planteando todos los adelantos de cultivos, maquinaria, etcétera, que su fortuna le permiten.
Así, en sus magníficas cuadras estableció parte de su vaguada. En un pabellón muy capaz instaló la lechería, en gran espacio abierto albergó las más raras especies de gallinas y aves de corral y le mereció también particular atención y cuidado la perrera.
Con elementos tales, “La Quinta de Canillejas” es actualmente, no sólo una soberbia y agradable finca de recreo que a las mismas puertas de Madrid brinda apacible y grato descanso, tras de las activas y enervantes jornadas cortesanas, sino una verdadera granja modelo, digna de ser visitada por los aficionados a la agricultura.
El cambio de las costumbres mundanas realizó la evolución consiguiente en “La Quinta”; se instalaron en sus espléndidos jardines los “courts” del “tennis”, “sport” indispensable a la juventud aristocrática de nuestro tiempo; se colocó el juego del “croquet”, grato a las personas mayores, y con estos y otros elementos, los condes de Torre-Arias congregaban a los jóvenes amigos de sus hijos a pasar las tardes en la ya histórica posesión. Los Reyes D. Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia asistieron a una de estas fiestas, y hace apenas nueve años las familias de Romanones y de Torre-Arias festejaban allí con suntuoso banquete la petición de mano de la bella condesita de Quintanilla para el conde de Velayos, primogénito del ex presidente del Consejo.
Desgraciadamente, la gloriosa muerte del hijo menor de los condes de Torre-Arias, el bizarro oficial de Caballería de Alcántara D. Narciso Pérez de Guzmán, ocurrida hace poco más de medio año en Marruecos, ha venido a sumir en hondo duelo a la noble familia. Cuantos recuerdan al apuesto joven tomando activa parte en todos los deportes, alegrando con su carácter abierto y festivo aquellas reuniones, sienten como propia la desgracia y comprenden –respetando el dolor de sus deudos- que permanezcan cerrados para toda fiesta los salones y jardines que fueron teatro de tan brillantes jiras.
“La Quinta de Canillejas” está, pues, llena de recuerdos; bajo sus frondas ha paseado sus alegráis o sus tristezas, sus esperanzas o sus decepciones casi todas las grandes figuras de la sociedad madrileña durante más de medio siglo, y al evocar ahora esos recuerdos sentimos cuánta verdad encierran estos desoladores versos del poeta: “¡Ay del que torna la cansada vista al triste resplandor de lo pasado!”
_________________ "Buscad la Belleza, es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo" (R. Trecet)
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