Voy a contaros un cuento (bueno, en realidad lo cuenta don Rodrigo Jiménez de Rada allá por 1240) que en su mayor parte es fábula pero que algo de verdad tiene de fondo. Es una historia que versa sobre la vida social de las joyas. Sí, las joyas tienen vida social, porque estos objetos recorrieron el mundo medieval en las alforjas de sus propietarios, les acompañaron toda su vida y cambiaron de manos en saqueos, negociaciones políticas o reconciliaciones. Fueron objeto de comercio y consumo, reflejan deseos y gustos de las sociedades y tuvieron diferente valor para ellos, muchos fueron testigos de la vida de las mujeres y contuvieron su memoria, totalmente olvidada por las crónicas del momento (redactadas por varones que además eran monjes que despreciaban a nuestro género
) La Historia de la Edad Media ha sido escrita a base de documentación, catedrales y monasterios de piedra y de obras de arte custodiadas en museos. Solamente en los últimos tiempos los medievalistas se han dado cuenta del valor testimonial contenido en el largo y accidentado camino de pequeños objetos que parecen insignificantes.
Érase una vez el rey de Francia Luis VII, quien os será familiar por ser el primer marido de Leonor de Aquitania, que se había casado en segundas nupcias en 1154 con Constanza de Castilla, hija de Alfonso VII de León y Castilla, y de Berenguela de Barcelona.
Como todos sabemos Alfonso VII es famoso, entre otras cosas, por su cantidad de hijos habidos de esposas y amantes varias (por lo menos una docena con al menos cuatro mujeres diferentes, que sepamos) En las cortes europeas se cotilleaba a menudo sobre la prodigalidad del rey con sus favores
y algunas personas aviesas empezaron a murmurar en los oídos del rey de Francia que su esposa no era hija legítima, sino habida con una concubina del más bajo nivel. A Luis, a quien Leonor apodaba el monje por lo serio, soso y tieso que era
, ni puñetera gracia le hizo y decidió peregrinar a Santiago de Compostela y de paso comprobar con su suegro las habladurías.
El Emperador le salió al encuentro en Burgos, con noble séquito de caballeros, al punto de que el rey de Francia quedó impresionado con el despliegue de solemnidad y fuerza de las tropas reales. Lo acompañó a Santiago y de vuelta ofreció una fiesta en Burgos, donde reunió ilustres cortes llenas de magnificencia que dejaron una vez más sin habla al francés. A la fiesta acudió como segundo invitado de honor Ramón, conde de Barcelona, con amplio y solemne cortejo. Entonces el Emperador, señalando a su cuñado dijo:
De Berenguela, la hermana de éste, tuve una hija que os entregué como esposa; que vean vuestros ojos la verdad si alguien os ha insinuado que ella no es de noble cuna y yo carezco de gloria. A lo que Luis, vívamente conmovido, respondió:
Bendito sea Dios por haberme hecho merecedor de tener por esposa a la hija de tal señor y hermana de tal príncipe. El Emperador ofreció a su yerno infinidad de regalos valiosos pero él sólo quiso aceptar una esmeralda.
Y llegamos al momento del brilli-brilli. Guiándose por el buen juicio cualquiera podría pensar que la historia anterior es más falsa que un euro de chocolate pero algo, algo en ella, debe ser cierto. Porque la esmeralda... existe
y su vida social es conocida desde el primer dueño.
Voilà la protagonista, podéis rendirle homenaje en el Museo de Historia Natural de París.
Jiménez de Rada, el arzobispo de Toledo que estudió en París 50 años después de los hechos de la historia, la vio en su destino final: el tesoro de la abadía de San Denis. ¿Cómo llegó allí?
Según Jiménez la esmeralda había pertenecido a Zafadola, rey de la taifa independiente de Zaragoza y vasallo por entonces de Alfonso VII a quien se la ofreció como presente. El Emperador se la dio a Luis que se la dio a Suger, abad de San Denis. Un siglo después San Luis de Francia (Luis IX) compró a Balduino II de Constantinopla varias reliquias del martirio de Cristo que incluían lo de siempre: espinas de la corona, parte de la cruz, hierro de la lanza, la esponja, etc para las que se construyó esa maravilla que es la Sainte-Chapelle de París. La Santa Corona fue creada para albergar algunas de las espinas, magnífica pieza de oro y piedras preciosas que, como símbolo de la monarquía francesa, fue desmontada y fundida durante la Revolución. Por suerte aparece en varias obras de arte y dibujos.
La esmeralda cuadrada aparece a la izquierda, en el centro de la flor de lis principal. Justo debajo veréis lo que parece un pedazo de rubí en cabujón. No lo es, es una espinela (otros dicen granate sirio) de unos 278 quilates según Suger y que regaló Luis VII, quien lo había heredado de su bisabuela Ana de Kiev, esposa de Enrique I de Francia. Ese está desaparecido.
Así que ya veis lo viajeras que pueden llegar a ser las joyas. La familia real de Zaragoza sabía mucho de eso y el padre de Zafadola, llamado Abdelmalik ibn Mustain Imad al-Dawla, también tiene su propia historia. Recordaréis en la página 20 de este mismo foro que hablamos de la Jarra de Leonor de Aquitania.
Citar:
De la Persia Sasánida a una abadía del centro de Francia ¿cómo llegó? Lo sabemos por el mismo Suger, que mandó componer un tratado entre 1144 y 1148 sobre las obras realizadas durante su mandato. Cuenta como Leonor, recién desposada, le había entregado la jarra de cristal de roca a Luis. Éste lo entregó a Suger que lo hizo montar en oro, plata y piedras preciosas y mandó grabar la inscripción:
La esposa Leonor entregó este recipiente al rey Luis. Mitadolo a su abuelo, el rey a mi y Suger a los santos.
Una vida social fasciante la de este vaso... Mitadolo es la latinización hecha por Suger del título Imad al-Dawla ("sostén de la Dinastía"). Es decir, que Mitadolo es como Suger llamó al primer propietario de este vaso que conocemos: el padre de Zafadola y rey de Zaragoza Abdelmalik.
Si seguimos la inscripción dice que se la entregó a su abuelo (de Leonor), es decir, a Guillermo IX de Aquitania el Trovador. Resulta que Abdelmalik no estuvo muy conforme cuando los almorávides entraron en la Península Ibérica y se alió con Alfonso I el Batallador de Aragón para combatir a los recién llegados en la batalla de Cutanda, cerca de Calamocha, en Teruel, allá por el 1120. Al lado de este par de reyes combatía el duque Guillermo, aliado del monarca aragonés. El Trovador y Abdelmalik se cayeron bien y se hicieron regalos como buenos amigos que fueron, entre ellos la valiosa jarra de cristal de roca que acabó en la corte de Poitiers. Unos dos años después, Guillermo se la regala al bebé Leonor con motivo de su bautizo, ésta a su marido poco después de su boda en 1137 y el rey de Francia a Suger.
Una pieza oriental que llegó a manos de un rey de Zaragoza sin que sepamos como, que pasó dos generaciones en la familia ducal aquitana y que contribuyó a la fama de su linaje recordando las hazañas del abuelo trovador que combatía musulmanes en tierras hispanas, pasó por las manos de un rey de Francia y acabó convertida en recipiente litúrgico en una de las iglesias más poderosas de la cristiandad, panteón de los reyes galos, para terminar el viaje en las vitrinas del Louvre
No es una mala vida social la que llevó