Tumba de Mary von Vetsera en Heiligenkreutz.
Allá vamos...
Rudolf llevaba ya mucho tiempo coqueteando con la idea de la muerte, probablemente porque no veía ninguna salida al atolladero en el que se había convertido su vida. El príncipe Rudolf que tomó el camino hacia el pabellón de caza de Mayerling tenía apenas treinta años y cinco meses de edad. En cualquier hombre, se trata de una edad espléndida, en el punto álgido de una juventud que se va asentando como prólogo a una plena madurez. Pero ni siquiera necesitamos echar mano de los testimonios de los coetáneos, sino que basta con revisar las fotos, para darnos cuenta de que el pobre se había deteriorado extraordinariamente.
Rudolf había sido un niño de salud delicada, hipersensitivo y muy nervioso. Que le pusieran bajo la tutela de Gondrecourt, que debía "robustecerle" a cualquier precio, fue un terrible error. Para cuando Gondrecourt fue relevado, sustituído por el amable y cuidadoso Latour, el niño se recobró en gran medida, pero nunca completamente. Los traumas infantiles dejaron su huella. Puede que Latour le proporcionase una formación excelente, animándole a desarrollar al máximo su capacidad intelectual para que adquiriese una pasmosa amplitud de conocimientos: las ciencias naturales se convirtieron en su pasión y, de forma autodidacta, lo que tiene un mérito enorme, se transformó en un reputado ornitólogo. Pero incluso eso causaría graves problemas a Rudolf. Por un lado vió frustradas muchas de sus expectativas, como la de acudir a la Universidad (no le valió de nada invocar el ejemplo de su tío materno Karl Theodor, médico oftalmólogo, ni del príncipe heredero de Prusia, Wilhelm, alumno en la universidad de Bonn). Por otro lado, la educación de tinte burgués y profundamente liberal que brindó Latour a Rudolf hizo de éste un "outsider" en la corte vienesa, tradicional, conservadora, aristocrática, con un fuerte componente militar.
Rudolf nunca tuvo, encima, puntos de apoyo. Su padre mostraba una actitud distante en el plano emocional, combinada con una gran exigencia respecto a su único hijo varón y heredero. Su madre, a la que él idolatraba, estaba ausente por lo general y poco caso le hacía cuando se cruzaban, brevemente, sus caminos. De sus dos hermanas, Rudolf sólo estaba unido a una de ellas, Gisela. Pero Gisela se casó con dieciséis años, marchándose a vivir a Baviera. La boda de Rudolf con Stephanie podría haber supuesto una diferencia, de haber podido conciliar ambos sus caracteres, sus aspiraciones y sus expectativas. Pero Stephanie no tenía ni el menor parecido con el tipo de esposa que hubiese podido representar un baluarte afectivo y un respaldo claro para Rudolf.
Aún así, los problemas surgieron a medida que el príncipe se involucraba más y más en una lucha clandestina contra el orden establecido, mientras que, por otro lado, aumentaba la disipación en su vida privada. Las visitas a los burdeles le contagiaron una serie de enfermedades venéreas, que encima contagió a su esposa, dejándola incapaz de tener más hijos cuando resultaba tan necesario que los engendrasen porque hasta ese momento sólo habían logrado una niña -excluída, en virtud de su sexo, del orden de sucesión-. El tratamiento a base de mercurio que se empleaba con las enfermedades venéreas dejó a Rudolf hecho unos zorros. Se agudizó la inestabilidad, la tendencia a la depresión; para combatir los dolores le recetaban morfina, pero acabó convirtiéndose en morfinómano y cada vez bebía más. En resumen: hacia el año 1887, Rudolf era un tipo acabado, que sabía que tardaría años en suceder a su padre y poder acometer reformas que él consideraba urgentísimas, por lo que no veía una línea de acción a seguir excepto seguir rumiando su decepción y su amargura; que no tenía apenas relación con su familia immediata ni con su esposa; que dependía del alcohol y las drogas, lo que aumentaban el deterioro.
Nunca he creído que estuviese enamorado de Mary von Vetsera. Ella sí lo estaba de él, con esa clase de enamoramiento que roza la dependencia emocional no sólo hacia un hombre concreto, sino hacia una idea romántica que se sacraliza por completo. La pobre muchacha se sentía una privilegiada por haber logrado un lugar en la vida privada del príncipe heredero del trono imperial, un individuo tan complejo y por eso mismo tan atrayente a sus ojos. En cuanto a Rudolf, vió en la adoración sin límites de Mary una tabla a la que podía agarrarse. Ella le acompañaría incluso a la muerte, algo que habían declinado otras. Aunque parezca mentira, Rudolf había propuesto un pacto de suicidio a su mujer, Stephanie, según ella relataría en sus memorias. También lo había propuesto a su amante favorita, la cortesana Mizzi Caspar, quien, preocupadísima, había informado al jefe de la policia imperial. Ni Stephanie ni Mizzi estaban dispuestas a renunciar a sus vidas para amortiguar con sus presencias el miedo a la muerte de Rudolf. En cambio, Mary estuvo dispuesta.
No veo nada incoherente ni críptico en las cartas de Rudolf. Lo único para mí revelador es que no tuviese suficiente valor para escribir a la persona de la familia a quien quería y que le quería: su hermana Gisela. Rudolf no tenía suficiente entereza para dirigirse por última vez a Gisela. En cambio, se dirigió a Franz Joseph, a Elisabeth, a Valerie y a Stephanie. Las cartas siguen la misma pauta: él no es digno de vivir, por lo que debe morir, incluso a su pesar; así ellos se verán libres de su insoportable presencia, de la vergüenza que puede acarrearles. Es un mensaje coherente con la situación personal del heredero en esa época, dirigido a las personas que le habían lastimado y a las que, en cierto sentido, lastimaba a través de esa despedida escrita. En cambio, se evitó la carta que de verdad le hubiese obligado a vaciar sus sentimientos en el papel, la carta que nunca recibiría Gisela.