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Marquesa y espíaEl rastro de la marquesa comenzaba en África, poco antes del desastre de Annual. Para los iniciados era una espía de corto recorrido, u n exótico enlace entre el general Silvestre, el alto mando francés y el cabecilla rebelde Abd el Krim. En determinada época se hizo amante del temido cabecilla rifeño y confidente de los otros dos bandos. El romance terminó repentinamente el día en que creyó percibir una inquietud desacostumbrada su alrededor y supuso que había sido descubierta. Como siempre, pensó aprisa. Esperó la ocasión, logró saltar la cerca del campamento y, una vez más, logró pasarse al otro lado sin descomponerse la figura. Allí, en el cuartel general español, los escépticos murmuraban sobre sus pretensiones de Mata-Hari, pero nadie podía negarle que era una mujer bellísima ni suponer que hubiese algún disimulo en su comportamiento; los botones dorados y la pasamanería de los uniformes ejercían una irresistible fascinación sobre ella. Protegida por el brillo de sus joyas de familia y por sus aires masculinos, en el límite de la virilidad que podía consentirse en una marquesa, iba y venía de corrillo en corrillo, hacía viajes imprevistos, hablaba en voz baja al oído de los generales, diplomáticos y escuchas, enviaba crónicas de guerra a los periódicos de Madrid y discutía de política con los comisionados en la bruma de los salones de fumar. Se da por cierto que fue allí donde conoció al prometedor Francisco Franco, un joven comandante que se transfiguraba rápidamente en general. Si algo no iba bien, recurría a su antiguo principio de supervivencia; “Yo resuelvo mis problemas en el bidé”, solía decir, con una media sonrisa. Años más tarde, las guerras habían terminado y Margarita Ruiz de Lihory reaparecía en la Península. Las habladurías continuaban persiguiéndola, si bien ella no parecía sentirse mu afectada; se había casado con un americano llamado Richard Shelly, tenía cuatro hijos, tres mansiones y varias manías que muchos comenzaban a interpretar más como un signo de grandeza que de extravagancia. Una de ellas era us veneración por los animales. No obstante, su ambiente había cambiado en a posguerra. Vivía permanentemente rodeada por un ejército de perros, gatos y fugitivos. De su pasado esplendor conservaba el importante patrimonio familiar, las rentas mensuales de unos cuantos pisos alquilados, la platería de su ajuar, cientos de recortes de periódicos y el recuerdo de algunos de sus momentos estelares; cuando miraba la tarjeta-catálogo de su exposición de pinturas en Boston no podía reprimir un gesto de orgullo; en el medallón sepia de la portada seguía mostrando una aureola evidente de gran duquesa. Ahora, al final de los años cuarenta, tenía un nuevo amante, el abogado catalán José María Bassols, y repartía su tiempo entre sus misterios, sus chihuahuas y su casas. O más exactamente, entre la casona de la calle Mayor, número 58, de Albacete, las residencias del paseo de Gracia, 110, de Barcelona, y de la calle Princesa, 72, de Madrid, y sus fincas de Pozuelo y Ciudad Lineal. Al parecer, su leyenda comenzaba a disolverse en el tedio de la guerra fría. El extraño casoA última hora del 19 de enero de 1954, su hija Margot Shelly Ruiz de Lihory moría de una inflamación pulmonar en la casa de Princesa. Había contraído la enfermedad algún tiempo antes en Albacete, donde vivía discretamente de su sueldo de mecanógrafa de la Delegación provincial del Instituto de Previsión. El 21 de enero, el certificado de defunción entraba en las oficinas del Registro Civil de Universidad. El funcionario se sentó a la máquina. “Número 88… Se inscribe la defunción de doña María Margarita Shelly y Ruiz de Lihory, natural de Valencia, de 36 años de edad, domiciliada en la calle Princesa, 72, de profesión sus labores, hija de Ricardo y Margarita, de estado soltera. Falleció en su domicilio el día 19 de enero de 1954 a las dieciocho horas, a consecuencia de un edema pulmonar, y su cadáver habrá de recibir sepultura en el cementerio de San Isidro…”. El día 30, Luis Shelly, uno de los tres hermanos de Margot, se presentaba en el juzgado de guardia para hacer una extraña denuncia: tenía sospechas de que su madre había mutilado el cadáver de su hermana. Convendría investigar. El juez dio el visto bueno y extendió un mandamiento de registro del piso de la calle Princesa. En aquel momento, Margarita Ruiz de Lihory mantenía en sus tres fincas de Madrid diecisiete perros, tres gatos, dos tórtolas y doce canarios. Y no se opuso en absoluto al registro. En un alucinante viaje de dos horas de duración, los policías se adentraron en una confusa atmósfera en la que los objetos de plata se perdían entre puntillas, cuadros, títulos, forros de damasco, lámparas y bordes claveteados. Las bandejas, los cubiertos, los jarrones y las soperas parecían resguardar los portarretratos personales. Se diría que todas aquellas cosas habían sido utilizadas y dispuestas por alguien que pretendíaera retener otro mundo y otra época. Finalmente, llegaron a lo que parecía ser el último reducto de la casa, a la habitación de la baronesa. En uno de los ángulos superiores del armario brillaba la luz plástica de una vasija redonda. Se trataba de una lechera. Dentro, sumergida en una solución de alcohol, había una mano de mujer. Era una mano derecha. Como primera medida, los funcionarios detuvieron a Margarita Ruiz de Lihory y a José María Bassols y retuvieron hasta el día siguiente a l a doncella y al mayordomo. El día 4, por decisión del juez, era exhumado el cadáver de Margot Shelly. Alguien le había amputado una mano y parte de la lengua y le había extirpado los ojos. Aquel era un hecho atípico, un suceso sin precedentes en a crónica negra española. Sobrecogidas, sin puntos de referencia, las gentes se limitaron a miar con asombro, a esperar en silencio las explicaciones. El informe pericial no se haría esperar. Margot Shelly había enfermado en Albacete. El proceso se agravó rápidamente. Según todos los testimonios, la baronesa, siempre distanciada de sus hijos, comenzó a demostrar un brusco interés por ella, y ordenó que, para un más adecuado tratamiento médico, fuera trasladada a Madrid. Semanas más tarde moría, y su defunción fue inscrita sin novedad en los libros de registro. Nada anormal. Pero los investigadores encontraron en seguida los puntos oscuros. La baronesa se había opuesto a que instalasen el cadáver de su hija en un ataúd. Ordenó que lo mantuviesen durante dos días consecutivos en la cama que ocupaba. Su amante y ella misma pernoctaron allí y obligaron a sus tres hijos a a la servidumbre a que permanecieran en el lugar más alejado de la casa. Al oscurecer se encerraban con llave y desaparecía detrás de la puerta hasta la mañana siguiente. Los forenses dictaminaron que las mutilaciones eran obra de un experto en Anatomía. Los policías encontraron un cuchillo en un costurero, dos sobres co mechones de pelo y vello y, en otras vasijas, perfectamente disecados y conservados, los órganos que faltaban.
_________________ "Buscad la Belleza, es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo" (R. Trecet)
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