JOSÉ LUIS GÓMEZ URDÁÑEZ - Catedrático de Historia Moderna - Universidad de La Rioja
Al llegar a España en 1759, Carlos III encontró las arcas llenas, prestigiada la monarquía -sobre todo por el mantenimiento de la paz, empeño de su hermanastro Fernando VI- y sólidos los pilares de la
moderna política, que consistía en el suave despotismo contenido en la fórmula "ministros que proponen y rey que decide", aplicada con éxito por el ministro Ricardo Wall. Nada podía satisfacer más a un rey tan escrupuloso, orgulloso de cumplir con un deber que creía mandato divino, como era Carlos III.
Pero el mundo estaba en guerra. La paz de Utrecht solo había sido una tregua (como la de Aquisgrán), pues la contienda de principios del siglo en torno a la sucesión española se reproducía periódicamente entre las potencias continentales que se disputaban la hegemonía de Europa, como eran España, Francia e Inglaterra, la aspirante a dominar los mares y, por ello, a acabar con el "lago español". La guerra de 1762 fue un desastre, pues se perdió La Habana, mientras el ejército español de tierra, mandado por el conde de Aranda, se empantanó en la frontera portuguesa. Para tranquilidad del rey, la paz de París de 1763 obligó a los ingleses a devolver La Habana, pero en el entorno político de la domus regia se notó mucho el cambio de estrategia, que reveló la dependencia de Francia contenida en el Tercer Pacto de Familia, firmado por Jerónimo Grimaldi y Étienne de Choiseul en 1761, y que acarreó la caída de Wall y el ascenso de Grimaldi a la Secretaría de Estado.
Para los Grandes de España, que siempre atizaron la xenofobia, era difícil de digerir que los italianos dominaran al rey. Al ministro de todo, Esquilache, que vino de Nápoles con Carlos III, se sumaba ahora el abate Grimaldi. El conde de Aranda aguantó, pues se consideraba amigo del hábil abate, pero eso no evitó que Esquilache, a la sazón ministro de Hacienda y también de Guerra tras la caída de Wall, encontrara la manera de descabezar a los nobles descontentos echando al conde de Aranda de Madrid y nombrándolo capitán general de Valencia, mientras entre Choiseul y Grimaldi celebraban tener al otro gran conspirador, el duque de Alba, en sus dominios de Piedrahita. En suma, el primer gobierno de Carlos III iba a ser como los anteriores: un gobierno sin Grandes de España y, como añadiría el propio Aranda, con su conocida soberbia patriótica, de extranjeros, de "sármatas, que no saben pronunciar bien cuerno, cebolla y ajo".
Marqués de Esquilache (1699-1785). Comenzó a trabajar para Carlos III como inspector de aduanas en Nápoles. En España, ocupó la Secretaría de Guerra.
Pero no era solo el descontento de los políticos españoles lo que podía observar el rey. El pueblo, y sobre todo el pueblo de Madrid, acusaba la esterilidad de los tiempos, expresión recurrente que no servía ahora para ocultar el aumento de precios -no solo del pan- y la especulación de los ricos. Madrid se estaba llenando de pobres. "¿Cuántos tenemos?", se preguntaba el joven fiscal conde de Campomanes. Y él mismo se respondía: "Se podría decir que todo el país lo es". Aunque los pasquines decían que a Esquilache eso no le preocupaba, el ministro comprendía perfectamente el riesgo y por eso hizo llevar trigo a la capital, mientras Campomanes pensaba en actuar contra los acaparadores liberalizando los precios. El plan, que siempre solía funcionar, no resultó esta vez y, al fin, el Domingo de Ramos de 1766, estalló el Motín de Esquilache en Madrid.
Descontento y pobrezaLa disculpa fueron los recortes de capas y sombreros, que eran la segunda parte del plan de Esquilache para evitar la delincuencia en la capital, pero Campomanes, el sinuoso Manuel de Roda y el general Aranda, mandado llamar para pacificar militarmente Madrid, vieron poderosas manos detrás de la conspiración. Comenzaron dirigiendo el castigo contra los partidarios de Ensenada, que fue desterrado como su amigo Esquilache; luego, el abate Miguel Antonio de la Gándara y el marqués de Valdeflores fueron a prisión.
La medida logró contentar a los Grandes, pues evitó que se siguiera hablando de su participación como instigadores. Pero más tarde encontraron en la culpabilidad del brazo jesuítico la gran baza política que robustecería definitivamente a la monarquía (y les aseguraría en sus cargos). El rey expulsó a la Compañía, como habían hecho ya los monarcas de Portugal y Francia, para mostrar al mundo su rotundo poder, mientras los triunfadores del motín -Aranda, Campomanes y Pablo de Olavide, la Trinca, como los llamaba la gente- sabían que esa era la manera de que el soberano secundara sus planes, que no eran otros que los de reforzar el Estado y robustecer sus instituciones (incluido el ejército), terminando así con cualquier veleidad opositora, solo permitida al terco conde de Aranda, que al final acabó "echado" de nuevo de Madrid y destinado a la embajada de París en 1773.
Grabado de la expulsión de los jesuitas por orden de su Majestad Católica, 1767
Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, el nuevo gobierno tuvo el camino abierto, con la firma del monarca, para "reformar". Las reformas fueron dirigidas por los ministros, incluyendo entre ellos a Campomanes y Aranda, fiscal y presidente del Consejo de Castilla, el órgano jurídico que permitía ahora vencer los obstáculos tradicionales con más seguridad. Pero en 1773, el "equipo ilustrado" comenzó a mostrar diferencias, que fueron creciendo hasta 1775, cuando el desastre de Argel provocó una grave crisis de gobierno. La derrota de España ante las escasas fuerzas argelinas se tomó como una advertencia divina: el rey estaba protegiendo a ministros "flacos" -así los llamaba el fiscal Carrasco-, inclinados a todo lo malo, como Campomanes, Aranda y, sobre todo, Olavide.
El libertinaje era motivo de escándalo en Madrid y en La Carolina, donde el superintendente Olavide pretendía llevar a la práctica la idea más ilustrada del siglo: repoblar aquellos desiertos de Sierra Morena con colonos que disfrutarían de un "fuero de población" ilustrado. La reforma agraria, las políticas de fomento económico, la política regalista frente a la Iglesia, las reformas de la clerecía, la baja nobleza y las universidades o la creación de las Sociedades de Amigos del País fueron los otros engranajes de la acción política diseñados por Campomanes que completaron el programa reformista hasta el final del reinado.
Conde de Aranda (1719-1798). Fiscal y presidente del Consejo de Castilla tras el Motín de Esquilache, conspiró contra Grimaldi ofreciendo sus servicios al príncipe de Asturias, hijo del monarca y futuro Carlos IV.
Sin embargo, la derrota militar sufrida en 1775 y la posterior parálisis política de un gobierno sin nervio irritaron de nuevo al conde de Aranda, que desde su embajada en París no cesó de instigar a sus parciales del partido aragonés contra el ministro Grimaldi, a quien culpaba del fracaso por encubrir al que mandó la expedición, el extranjero Alejandro O'Reilly. En su afán de echar de España "a esa ladilla" -así llamaba el arandista Nicolás de Azara a Grimaldi-, Aranda conspiró en el mismísimo cuarto del príncipe, manteniendo correspondencia con el futuro Carlos IV y su esposa María Luisa, proponiéndose para ser la "A que rija" (es decir, el general que gobierne). Esto causó un enorme disgusto al ahora padre antes que rey, Carlos III, que a su vez estaba soportando, además, otro trance si cabe más duro: la decisión de expulsar de la Corte a su hermano don Luis, casarle con una infanzona y decretar que sus hijos no llevaran el apellido Borbón.
Tanto se alteraron los ánimos en la Corte, de nuevo inundada de pasquines como en 1766, que Grimaldi presentó la dimisión y preparó con el monarca su futuro, que sería espléndido, pues se iba de España con el título de duque, con dinero, nombrado embajador en Roma y, sobre todo, habiéndose vengado del conde de Aranda. Como no pudo con él -pues Carlos III nunca hubiera autorizado una humillación contra un Grande de España-, dirigió el castigo contra el plebeyo Olavide, la hechura más querida del conde aragonés. De acuerdo con quienes también querían ver hundido al autoritario conde, el primero Ensenada -no tan mudo en su destierro de Medina como se pensaba- y, por supuesto, el acérrimo ensenadista Ventura Figueroa, sucesor de Aranda en el Consejo, se procedió a lanzar a la Inquisición contra el peruano con el fin de hacer un escarmiento. El rey dio su consentimiento a todo lo que se hizo contra Olavide, incluida la sentencia de 1778 y sus dos años de prisión secreta. Y el efecto fue, como se esperaba, espectacular. Hasta Federico de Prusia se asombró del cambio del rey de España, aunque ya en esas fechas ni Voltaire era tan reverenciado, ni las luces brillaban en París con la misma intensidad.
El ascenso del "cagatintas"Aranda, que una vez más se había hecho ilusiones de volver a España para gobernar al lado del rey, vio con amargura cómo el murciano José Moñino, conde de Floridablanca, sucedía a Grimaldi. De esta forma, como decían los arandistas, otro "cagatintas", otro abogado de poca monta al que había que darle una capa de noble para que no desentonara, como a tantos otros antes, comenzaba dócilmente su ministerio y su relación familiar con el rey, que siempre le estaría agradecido por haber logrado, como embajador en Roma, la extinción de la orden jesuita por el papa en 1773, lo que tranquilizó completamente la conciencia de Carlos III.
Con más técnica jurídica que sus antecesores, actuó como un verdadero primer ministro, presidiendo por vez primera un Consejo de Ministros en la historia de España, y acabó de dar el tono emprendedor al reinado, redondeando la fama que empezaba a tener, en vida, Carlos III. Si el rey había achacado a Esquilache tener el "mal de la piedra", por las numerosas obras públicas que impulsaba, ahora disfrutaba con Floridablanca de la inauguración de las más emblemáticas de su reinado, desde la Puerta de Alcalá o el Jardín Botánico al Museo del Prado, los símbolos que darían al rey el calificativo de "el mejor alcalde de Madrid".
Aunque tildado de conservador, Floridablanca fue el impulsor de las grandes reformas sociales que permiten valorar al soberano por encima de los demás monarcas de la dinastía Borbón: la declaración de la honradez de las profesiones; la dulcificación de la política antigitana, así como la de otros marginados como chuetas, agotes y vaqueiros; la limitación de la jurisdicción inquisitorial ante delitos de costumbres, que serían juzgados por tribunales ordinarios. En fin, la
moderación en todo, con la complicidad de una Iglesia ilustrada colaboradora, dominan ahora la política del murciano, al que acompaña el experimentado baztanés Miguel de Múzquiz en Hacienda, creador junto con Francisco Cabarrús del primer banco nacional de San Carlos, un formidable intento de movilizar capitales y favorecer las inversiones privadas, que acabó sufriendo las consecuencias de la deuda provocada por la última guerra carolina, la de 1779-83 contra Inglaterra por la independencia de los Estados Unidos.
Floridablanca (1728-1808). El sucesor de Grimaldi puede ser considerado como jefe del primer Consejo de Ministros de la Historia de España.
El reinado se encaminaba a su fin. El rey, viejo, viudo desde el año siguiente de llegar a España, entregado a su ministro y a su confesor, el padre Eleta, sabiéndose sucedido por un hijo y una nuera en quienes no confiaba, dejó en herencia al prudente Floridablanca al frente de una España mejorada, pero que distaba de tener solucionados sus problemas estructurales. Sin embargo, nada hacía presagiar lo que iba a ocurrir meses después del 14 de diciembre de 1788, fecha de la muerte de un rey entonces querido y respetado. Posiblemente, años más tarde, los ministros se preguntarían qué hubiera pensado Carlos III al conocer lo que estaba ocurriendo en la Francia revolucionaria y regicida, al ver hundirse el viejo mundo que él, mejor que nadie, había conocido en su plenitud.