En Berlín y en Postdam solían referirse a ella, en tono claramente desdeñoso o abiertamente corrosivo, denominándola
"die Engländerin" -la inglesa-. No dejaba de resultar tremendamente irónico, porque la princesa Victoria Adelaide Mary Louisa, apodada en su temprana infancia Pussy y después conocida por el diminutivo de Vicky, poseía una base genética claramente teutónica. Aunque hubiese nacido en Bucks, Buckingham Palace, en pleno corazón de Londres. Aunque hubiese vivido en Gran Bretaña sus primeros diecisiete años. El caso es que, si uno se tomaba la molestia de repasar sus ancestros, saltaba a la luz su ascendencia germana. El padre, en orígen, había sido el príncipe Franz Albrecht August Karl Emanuel von Sachsen-Coburg und Gotha, miembro de una rama de la casa de Wettin que gobernaba un
Doppelherzogtum -un doble ducado- sajón. Luego, claro, en el Reino Unido le conocerían por una versión diferente de su segundo nombre de pila: Albert. Pero había sido un "buen alemán de Coburgo" y en el fondo se pasaría la vida entera actuando como un "buen alemán de Coburgo". Su esposa, Victoria, la reina titular, era a la vez su prima carnal por mor de la madre, Viktoria von Sachsen-Coburg. El padre de Victoria había sido un príncipe inglés...del linaje hannoveriano. Los abuelos paternos de Victoria habían sido el rey loco George III, cuya madre había empezado la carrera de la vida siendo una princesa Augusta von Sachsen-Gotha, y la prolífica a la par que sensatísima Charlotte de Mecklemburg-Strelitz. Con esos antecedentes inmediatos, resultaba natural que el alemán fuese el idioma doméstico de la reina Victoria y su consorte Albert, pero también que la hija primogénita de ambos, Vicky, considerase tan normal expresarse en alemán como expresarse en inglés.
Pero en Berlín y en Postdam la motejaban, con sorna,
"die Engländerin". Y Vicky, ciertamente, tenía a gala el ser inglesa, porque no olvidaba ni por un instante que su madre era la reina de Inglaterra. El joven y muy atractivo príncipe prusiano Fritz, que la había cortejado con auténtico fervor romántico, se había dado perfecta cuenta de ello al inicio de su noviazgo. No en vano, Fritz había "contratado" un tutor británico, Mr. Perry, quien tres tardes a la semana se reunía con un alumno decidido a que su inglés fuese mejor que excelente y a asimilar también amplias nociones de los usos y costumbres ingleses. Fritz admiraba sinceramente la evolución social y política de Inglaterra. El liberalismo inglés le atraía poderosamente, al igual que, en una etapa inicial, atraía a sus propios padres, el príncipe Wilhelm, heredero del trono de Prusia, y la princesa Augusta, nacida princesa de Sachsen-Weimar. Augusta se había criado en una corte tan vivificante en el plano cultural, que cuando la conoció la reina Victoria de Inglaterra allá por el año 1846, ésta se había compadecido profundamente de que aquella mujer tuviese que hacer vida en la corte de los Hohenzollern. Augusta, en opinión de Victoria, era demasiado esclarecida y liberal como para poder sentirse medianamente satisfecha en la atmósfera profundamente rancia que tanto complacía a los prusianos.
En cualquier caso...a principios del año 1858, el suegro de Vicky, Wilhelm, se había convertido en el regente de Prusia. El hermano mayor de Wilhelm, el rey Friedrich Wilhelm IV, se encontraba absolutamente incapacitado, física y mentalmente, después de haber sufrido una fulminante apoplejía en 1857. Permanecía aislado del mundo, cuidado con absoluta devoción por su esposa bávara, Elisabeth Ludovika, Elisa para la familia, de quien no había tenido ningún hijo que pudiese sucederle. Wilhelm, el heredero, al "ascender" a la categoría de regente, llegó al puesto cargado de buenas intenciones de corte claramente liberal. No en vano, con el aliento de su esposa Augusta, una de sus primeras decisiones sería designar como presidente del consejo de ministros a un pariente, el príncipe Karl Anton von Hohenzollern-Sigmaringen, abiertamente liberal. Pero esos movimientos de Wilhelm y Augusta hicieron que los Junkers prusianos, notablemente conservadores cuando no absolutamente reaccionarios, cerrasen filas en torno a uno de ellos que podía presumir de tener una voluntad de hierro: Otto von Bismarck. Se estaba abonando el terreno para una cancillería prusiana gobernada por un Bismarck decidico a que ni un leve atisbo de liberalismo "a la inglesa" flotase en el aire de Berlín.
Los que miraban con obvia antipatía ese inicial liberalismo de Wilhelm y Augusta, lógicamente con ceño más fruncido observaban al hijo de estos, Fritz, aquel príncipe tan apuesto y de carácter tan afable que parecía fascinado por su esposa extranjera, "die Engländerin".
Las cosas no eran nada fáciles para Vicky en Berlín. No obstante, se trataba de una muchacha de poderoso instinto maternal, que se mostró exultante de felicidad cuando se le confirmó que esperaba un hijo de su -muy feliz- matrimonio con Fritz. Allá en Inglaterra, la madre de Vicky, la reina Victoria, se horrorizó al enterarse de que la chica tendría que conocer "tan rápido después de la boda..." el lado oscuro, por no decir abiertamente siniestro, del matrimonio: el embarazo con su consiguiente parto. Victoria siempre había aborrecido aquella parte de la vida de casada. Pero Vicky era diferente: estaba eufórica porque íba a traer al mundo un retoño, aunque fuese un retoño destinado a mayor gloria de la casa de Hohenzollern. Sabía que el deseo general era que pariese un varón, no una fémina. Un varón sería recibido con ciento una salvas de cañón y numerosos festejos nocturnos en Berlín. Una fémina sería recibida con treinta salvas de cañón...y una discretísima complacencia. En el fondo, eso debía chocarle bastante a Vicky. A fín de cuentas, su madre era una reina por sí misma, por derecho propio.
A medida que avanzaba la gestación de Vicky, en Victoria se incrementaba la preocupación acerca de la asistencia que recibiría su hija durante "el trance del alumbramiento". Por decirlo en pocas palabras, Victoria no se fiaba ni pizca de los médicos y comadronas prusianos, a quienes consideraba demasiado constreñidos en su actividad por los viejos procedimientos y con escasa predisposición a tomar iniciativas novedosas incluso si las cosas venían mal dadas. La soberana, en el uso de su poderosa voluntad, determinó enviar a Postdam su médico personal, el doctor Clarke; el médico partero doctor Martin y la comadrona Mrs. Innocent. Vicky, informada de esas decisiones de Victoria, sintió una profunda aprensión. Era lo bastante sensitiva como para darse cuenta de que en la corte prusiana se agrandaría la brecha en torno a su persona, porque nadie vería con benevolencia ese gesto de la reina Victoria. Se lo tomarían a la tremenda: a sus ojos, sería una nueva muestra de que aquellas inglesas bajitas (a la reina Victoria le ofendía terriblemente que los prusianos criticasen la escasa estatura de Vicky, dado que su hija era más alta que ella..."¡y yo no soy una enana!") les juzgaban primitivos o cuando menos atrasados en el aspecto médico, incapaces de resolver un parto sin que se les echase a perder la madre, la criatura o ambos.
El parto, en sí mismo, fue tremendo. Para Vicky, los prodromos del alumbramiento en sí se iniciaron muy pronto, a primeras horas del día 26 de enero de 1859. Justamente el día anterior, el 25 de enero de 1859, se había cumplido un año de la boda de Fritz y Vicky, celebrada en la capilla real del palacio de Saint James. A lo largo del día 26 los dolores fueron arreciando, de
modo que la noche del 26 al 27 representó una tortura para Vicky. Sin embargo, al estrenarse el 27, la criatura aún no había nacido y la parturienta se debilitaba peligrosamente a cada minuto que pasaba. Los facultativos prusianos que habían "copado el espacio" en torno a Vicky, sin permitir el acceso de los colegas llegados de Inglaterra por designio de la reina Victoria, aceptaron, finalmente, que entrase en escena el doctor Martin. Martin se encontró en una dificilísima tesitura. El alumbramiento se había estancado, no progresaba; la madre estaba al límite de sus fuerzas y no se sabía cómo se hallaría el retoño Hohenzollern; la mejor alternativa, o quizá la alternativa menos mala, le pareció el uso de fórceps. Pero los fórceps, que cumplieron su cometido de extraer a un varón prácticamente exánime al que costó una hora reanimar, dejaron secuelas endelebles en aquel cuerpecito. El niño había llegado al mundo con un brazo inerte, completamente atrofiado por el daño sufrido en un conjunto de nervios; para siempre, ese bracito izquierdo estropeado sería unos quince centímetros más corto que el brazo derecho. Padecía lo que, en términos médicos, recibe el nombre de parálisis de Erb–Duchenne. La propia Vicky quedó para el arrastre después de semejante ordalía. Pasaron varios días antes de que el doctor Martin acreditase que la princesa estaba fuera de peligro.