doda escribió:
Talleyrand supo por primera vez de la existencia de Dorothea von Biron en el verano de 1807, cuando pasteleaba con Nesselrode y Czartoryski la paz de Tilsit (antes de despeñársela a Hardenberg). Una noche de relajada sobremesa con los dos (el fenomenal éxito de Talleyrand como diplomático se apoyaba no poco en que, fueran cuales fueran las circunstancias, se las apañaba para que su presencia y su conversación fueran siempre una fuente de bienestar para sus presas), Czartoryski (un príncipe polaco que por entonces hacía de ministro de asuntos exteriores del Zar Alexander, el cual era notorio que prefería rodearse de diplomáticos y militares que fueran cualquier cosa menos rusos) le describió la penosa fuga de Berlín de la familia real prusiana (la reina, sus hijos y las mujeres en general, pues los hombres, en su mayoría militares, se ocupaban en ser masacrados por la Grande Armée), y también de la nobleza, hacia la Prusia Oriental, pues los franceses se les venían encima y lo último que les apetecía era ser apresados. Le describió, con abundantes detalles, lo muy penosa que fue la marcha de la Reina Luise, en un carruaje abierto, con sus muchos hijos, barrida por el frío y la lluvia de la Kurische Nehrung, a un punto tal que debió detenerse en una cabaña cerca de Königsberg porque veía que se moría (de hecho nunca se recuperó de lo mal que lo pasó, al punto de que falleció tres años después, a sus 34). Talleyrand escuchaba con atención aunque sin interés; la reina Luisa, a la que consideraba una insensata, le daba igual. Su atención se incrementó al escuchar una anécdota que Czartoryski explicaba como ilustración del coraje de algunas prusianas (a él, como polaco, no le gustaban mucho, pero en aquellos momentos formaban en el mismo bando), centrada en el caso de una princesa-niña, 13 recién cumplidos, que se había quedado aislada en Friedrichfelde, un palacio situado a unos 12 km del centro de Berlín (hoy es media hora en el S-Bahn; se conserva estupendamente). La servidumbre había huído, salvo su doncella-dueña, que por su parte estaba aterrorizada. La joven princesa no se arredró. Dedicó una noche a desmontar los diamantes de las joyas de su madre -la duquesa de Courlande- y a coserlos bien disimulados en sus enaguas y en sus refajos (bastante innecesarios, pues era una niña delgadísima, pero todo valía), y tras eso cargó dos pistolas, enganchó dos caballos a una calesa ligera, hizo subir en ella a su espantada doncella-dueña y emprendió, por su cuenta, el camino de Königsberg (trescientos y pico km, pero no de autobahn, sino de país en guerra y crudo clima báltico, al cual, por fortuna, estaba muy acostumbrada). A lo largo de varios días avanzó en zig-zag, esquivando indistintamente a los húsares del general Exelmans, que avanzaban, y a los ulanos Towarzics, que se retiraban (no lo sabía a ciencia cierta, pero intuía que los primeros eran preferibles), llegando días después, por mera casualidad, a la choza donde se había refugiado la reina Luise. La encontró rodeada de sus llorosas doncellas y de los aterrorizados príncipes (el mayor tenía 11 años), decidiendo de inmediato que ahí no podía seguir. La ayudó a subir al carruaje, empuñó los mandos (sinceramente, no sé cómo diablos se tripula una carreta; disculpad la imprecisión) y siguió adelante, con el admirado Prinz Wilhelm sentado a su lado, a la sazón de 10 años (con el tiempo mandaría la caballería del I Armeekorps que barrería la columna de Reille en Waterloo, y con más tiempo aún acabaría con Napoleón III en Sedán y sería coronado Kaiser Willem I von Deutschland; el y su mujer, Augusta von Preussen, mientras vivió la princesa fueron sus más fervientes amigos), sinceramente admirado de lo bien puestos que los tenía su lejana prima por la rama Von Medem.
Al llegar ahí a Talleyrand se le había disparado algo más que una profunda curiosidad. A la sazón padecía un sobrino y heredero de carácter tan débil que con seguridad no llegaría lejos. Por si fuera poco estaba tieso, pues de su emigrado padre no recibiría prácticamente nada. Una princesa tan fantásticamente resuelta, valerosa y decidida, de la edad adecuada, de magnífica família (sabía quienes eran los duques de Courlande) y además tan forrada como acto seguido Nesselrode explicó (la tal princesa, de nombre Dorothea, había recibido en herencia el formidable palacio Kurland de Berlín, sede de la embajada rusa, y el enorme señorío de Wartenburg, a lo cual la duquesa, en concepto de dote, añadiría como mínimo un segundo señorío, el de Günthersdorf, éste en Silesia). No necesitaba oír más.
Me encanta esta parte de la historia, doda. La forma en que Dorothee cruzó una Prusia asolada por la guerra en dirección a Mittau en Curlandia, arrastrando consigo a la temblorosa Mlle Hoffmann, su gobernanta, refleja que la chiquilla podía sacar a la luz un temple excepcional. Por cierto, el pintoresco abate Piattoli, preceptor de Dorothee, ya sabes que jugó durante un tiempo con el proyecto de casar a la chica a la que él llamaba cariñosamente Dorka con otro ex pupilo suyo, el príncipe polaco Adam Czartoryski. Dorothee se entusiasmó con Adam Czartorisky del
modo en que sólo puede hacerlo una adolescente; él era atractivo, carismático y con una aureola romántica que causaba bastante efecto. Cuando Czartorisky se dejó caer por Mittau en 1807, Dorothee se creyó absolutamente enamorada de Adam. Pero él no estaba por la labor de cumplirle las ilusiones a Piattoli. La madre de Adam, la princesa Czartoryska, née Izabela Fleming, pensaba que su brillante hijo debía emparejarse mejor. Efectivamente, a su debido tiempo, Adam se casaría con la polaca Anna Sapieha. Yo siempre he tenido la idea de que Izabela Fleming princesa Czartoryska no sólo prefería una princesa polaca para Adam; aparte, Dorothee estaba en cierto
modo marcada por el hecho de que muchos polacos conocían el viejo rumor según el cual era una hija ilegítima del aristócrata polaco Alexander Batowski...
Por otro lado, Alexander Batowski ayudó a Anna Dorothea von Medem a romperle en pedazos a Dorothee cualquier ilusión sentimental en torno a Adam Czartorisky.