Descanse en paz un gran caballero.
Ojalá su entierro siga el maravilloso rito que tienen previsto los Habsburgo desde hace años y años.
El cortejo fúnebre se acerca al convento de los Capuchinos en Viena. En su cripta están enterrados los miembros de la dinastía. La puerta se encuentra cerrada. El Gran Mariscal de la Corte (vamos a seguir el caso del entierro de Francisco José en 1916) llama con tres golpes a la puerta.
El padre guardián del convento contesta: ¿quién es, quién demanda entrar?
En nombre del fallecido, el Gran Mariscal contesta:
Soy Francisco José, Emperador de Austria, Rey de Hungría. Bohemia, Dalmacia, Croacia, Eslavonia, Galitzia, Lodomeria e Iliria, Rey de Jerusalén. Archiduque de Austria, Gran Duque de Toscana y de Cracovia, Duque de Lorena, Bar, Salzburgo, Estiria, Carintia, Carniola, Krajina y Bukovina, Gran Príncipe de Transilvania, Príncipe Soberano de Siebenbürgen, Margrave de Moravia, Duque de la Alta y la Baja Silesia, Módena, Plasencia, Guastalla, Auschwitz, Zator, Teschen, Friul, Ragusa y Zara, Conde de Habsburgo, Tirol, Kyburg, Goritzia y Gradisca, Príncipe de Trento y Brixen, Margrave de la Alta y la Baja Lusacia y de Istria, Conde de Hohenems, Feldkirch, Bregenz y Sonnenberg, Señor de Trieste y Cattaro, Gran Voivoda de Serbia...
No lo conocemos -contesta el religioso-, ¿quién desea entrar?
Su Majestad Francisco José I, Emperador y Rey.
No lo conocemos -vuelve a responder el religioso-, ¿quién desea entrar?
El Gran Mariscal se pone de rodillas y bajando la cabeza responde:
Francisco José, un humilde pecador que implora la misericordia de Dios.
Finalmente, el padre dice: puede pasar.
