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Don Jaime asoma más bien huido, bajo nostalgias de duque y tirando a errante de abanicoángel antonio herrera
Día 05/11/2011 - 07.47h
A Don Jaime de Marichalar lo sacaron un día, en Madrid, del Museo de Cera, en carretilla urgente, porque tocaba poner al día la alineación titular de la Casa Real. De
modo que sobraba el Duque de Lugo, que desde entonces como que nos falta. Son cosas que pasan si te separas de una Infanta. Imagino que en algún desván de medio olvido andará la réplica de Don Jaime, y eso supongo que no le dolerá a nuestro hombre ni poco ni mucho, porque la réplica era algo así como un cálculo de Jesulín de Ubrique, sólo que medio metro más alto y con buen traje.
Desde todo aquello, Don Jaime asoma más bien huido, bajo nostalgias de duque y tirando a errante de abanico. Y a eso iba yo. ¿Qué ha pasado con Don Jaime, qué le pasa a Don Jaime? Por un costado, el laboral, perdió la Presidencia de Axa, y por el otro, el personal, se acorazó en su tríplex del barrio de Salamanca, donde aún reside, y no en París, según dato de enterados que no se enteran. Siempre sostuvo prevención, ante la prensa, pero ahora todavía más, porque van sus hijos pegando el estirón, y a ver qué pasa cuando se vayan de copas a Pachá, donde trasnochan paparazzis. Se comprende que quiera la vida oculta, aunque no se oculte.
En Axa logró labor muy meritoria. Ahora sigue vinculado a las firmas de lujo del francés Bernat Arnault, el todopoderoso que mueve Loewe, Louis Vuitton o Möet & Chandon. Le ocupa y preocupa lo de los hijos, con los que ejerce de padre que se emplea a fondo. Por encima o por debajo de todo esto, yo le intuyo con capa de triste o tristón, aunque a veces no lleve capa.
Dandismo al protocolo
Con lo del divorcio, regresó al rango de particular, pero de particular dandy, que es como le conocimos, antes de que se casara con la Infanta Elena. Al protocolo le puso dandismo, que es como meter una discoteca en un palacio. A la Infanta Elena le cambió el armario, y los dos hacían
moda sin pensar en la
moda, que es lo difícil. En verano, nos pegaba el susto de ponerse pantalones de paramecios. En invierno lleva al cuello un catálogo entero de pashminas, ese trapo casi en desuso, como esas capas del Siglo de Oro que elige, yo creo que un poco por molestar a la afición ortodoxa y otro poco porque un duque con capa es todavía más duque, con título o aún mejor sin él. Se tutea con toreros, y tiene musas de amistad como Isabel Preysler o Nuria González.
En la Reina ha tenido siempre apego y hasta complacencia. Le conocí en una ferretería de herrajes de época. Suele dar las gracias en cartas de tinta esmeralda. De vez en cuando me da de comer en Viridiana, y ahí me enseña desde el orgullo la pulsera de oro que le regaló el Rey, casi antaño. La combina con ferralla hippie. Digo todo esto porque está siempre entre el oro de salón y la chuchería de rastafari, entre el patinete de travesura y la levita de museo. Y digo todo esto porque dudo mucho que le hayamos hecho justicia a este exótico, quedándonos sólo en glosas de sastrería, a menudo con mala leche de ocasión.
Es afrancesado, pero ama Sevilla. Tiene algo de snob escapado de su propio retrato al óleo. Con Marisa de Borbón, y otras, se monta finas giras de las pasarelas parisinas, pero no prueba los toblerones de los minibares, aunque sí tiene el vicio de perder de vez en cuando una pashmina en los hoteles fastuosos. Come con hambres de legionario, ignora el alcohol y va firme en la disciplina de rehabilitación de su enfermedad pasada. Hasta ha convertido la sutil cojera en un plus de distinción, como hacía Valle Inclán luciendo el brazo que no tenía. Ya usaba Don Jaime la elegancia de la lentitud, que ha llevado a la lentitud de la elegancia. Está triste, pero la tristeza le hace más alto. Regresa al pasado, pero con distinto futuro. Hasta le quitan del Museo de Cera, donde, en rigor, estuvo poco o nada. Se parecía y no se parecía nada a un cruce de torero y Valdano.