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Madre Fundadora |
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Registrado: 17 Feb 2008 20:47 Mensajes: 18576
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Esto que viene a continuación es un copy-paste de un artículo de JUAN BALANSÓ publicado en El Mundo Quede claro que está tan bien escrito por venir de mano de él
El destino quiso que una mañana de otoño de 1847, a doña Pepita se le antojara acercarse en faetón a Lhardy, la pastelería de moda en Madrid, para comprar bombones rellenos de licor, su especialidad. Por la calle Mayor, el carruaje se dirigió hacia la carrera de San Jerónimo. De repente, el andamio de una casa en construcción cedió, encabritando a los caballos del coche real, que emprendieron un desenfrenado galope a rienda suelta. La infanta, asustada, pidió auxilio y un hombre se lanzó, solo, forcejeando con los corceles hasta detenerlos. Los paseantes se arremolinaron en torno al carruaje, vitoreando al bragado, un joven de soberbia prestancia, a quien la rescatada alargó su mano derecha, mientras el osado no sólo acercó a ella sus labios, sino que la retuvo por un instante entre las suyas.
Así daba comienzo el calvario de la infanta Pepita. Fue un trastorno en toda regla. Primero, la infanta intentó quitarse a su salvador de la cabeza, hizo penitencia y rezó 50 rosarios y decenas de jaculatorias. Falló. Luego se confió a una camarista incondicional, que era la querida de un agente de la policía: «Deseo recompensar al corajudo señor por su bravura. Averiguad quién es, dónde vive y a qué se dedica». La azafata comprendió.
EL CUBANO GÜELL A los tres días llegó el informe: José Güell y Renté había nacido en La Habana en 1818. De ascendencia catalana, ejercía como periodista y poeta en El Heraldo, El Clamor Público y otros diarios madrileños poco conformistas. Vivía en un pequeño estudio de la calle de Toledo y en el barrio tenía fama de conquistador. Pepita, víctima de su pasión, sucumbió como una párvula a los encantos del cubano, el cual, «comprendiendo que era serio el sentimiento de Su Alteza, y que se le metía en casa la fortuna, sólo pensó en abrirle la puerta, que atrancó luego para que no se le escapara», testimonia una mala lengua de la época.
Cuando doña Pepita solicitó de la Reina la licencia para casarse con el poeta de ínfulas revolucionarias, a Isabel II casi le dio un pasmo. «Que lo encierren una temporada», clamó, «y tú aléjate de la corte inmediatamente. Te recluyes en el palacio de Valladolid en compañía de tu padre hasta que se te pase esta obsesión».
Los amores contrariados, ya se sabe, son los más inflamados. En junio de 1848 la pareja, que se había estado carteando en secreto, decidió fugarse, lo que a la sazón constituía el colmo del romanticismo. La fuga era, en realidad, extraña, porque la secuestrada iba acompañada por su padre, el Infante don Francisco de Paula, que lo único que quería era quitarse quebraderos de cabeza y volver a la capital. Padre e hija se alejaron del bracete para dar un paseo, según dijeron a su escolta. En un recodo del camino esperaba el cubano con un amigo cura y dos testigos. «Todos los empleados de la vigilancia han sido burlados», escribía a Madrid el desolado jefe de la policía.Isabel II exoneró a su prima de sus títulos y honores. Pepita pasó de infanta a señora de Güell en un parpadeo. Los huidos se refugiaron en Francia y tuvieron dos chicos. Isabel II, toda corazón, perdonó a la infiel cuando supo que el cubano la tenía arrumbada y zascandileaba con mujeres de toda condición, desde aristócratas hasta arrabaleras, deseosas de conocer y palpar al guapetón que había encandilado a una infanta. Pepita fue reintegrada en 1855 a su condición de alteza y sus hijos creados marqués de Valcarlos, el mayor, y marqués de Güell el pequeño. Güell, por su parte, llegó hasta el cargo de senador del Reino, no en vano era pariente de la Corona, ala protectora donde las haya, que entonces colocaba senadurías como hoy fundaciones; pero el fogoso idilio de Pepita con su Pepe nunca pudo reanudarse, asesinado por el desencanto y la voluble condición del galán.
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