Al aportar cada uno de nosotros lo que buenamente se nos ocurra, que por lo general coincidirá con lo que dominemos mejor, conseguiremos crear un mosaico de Talleyrand, de sus coetáneos y sus descendientes mucho más rico e interesante de lo que resultaría de contar su historia de un
modo lineal y ordenado, lo que haría cualquiera de las biografías que la mayoría de nosotros tenemos a nuestro alcance. Será, en cierto
modo, como si entre todos escribiéramos una de esas novelas
modernas donde todo parece estar desordenado y explicado de un
modo errático, para sólo al final comprender que sí, que parten del desorden más absoluto para concluir en un caos total, aunque la mar de divertido. Dado que el propósito de este hilo es, ante todo, divertirnos al tiempo de compartir conocimientos con los demás, bienvenido sea todo lo que nos apetezca explicar, en el orden que nos venga a la cabeza.
El Talleyrand que llega a Viena a finales de septiembre de 1814 es un tipo en su más absoluta plenitud intelectual y que no se ha desgastado demasiado en lo físico. Tiene 60 tacos muy bien llevados (cosa normal, por cierto; al quedar exento de las atrocidades habituales que castigan a los hombres, como hacer deporte, guerrear y el resto de las tonterías propias de los machos, a la edad en que los deportistas y los guerreros están para los leones a él daba gloria verle). Viene derecho desde París (bien, no me asombraría que se hubiera detenido algunos días en algún balneario; era un hombre muy poco partidario de pasarlo mal, a lo cual se debía que agradeciera infinito unos cuantos días en lugares tales como el Hotel Pupp, el de Carlsbad; el camino a Viena desde París, en el verano de 1814, no forzosamente debía seguir la ruta más corta, y dado, por si fuera poco, que viajaba en agradable y encantadora compañía sería de lo más normal que se hubiera desviado un poquito, y así acabar de sacudirse la fatiga intelectual de haber reportado, durante seis inacabables meses, a un completo imbécil, Monsieur de Blacas, a la sazón Presidente del Conseil Privé, que así llamaba el asno de Louis XVIII a su consejo de ministros; era, ése, un consejo de ministros donde Talleyrand, en vez de presidirlo, como habría sido lo natural de haber contado Louis con un cerebro y no con una verruga gigante, hacía de ministro de Asuntos Exteriores a las órdenes, ya lo dije, de un inútil total).
A pesar del handicap de tener un jefe tonto de capirote Talleyrand había sabido pastelear la Paz de París (la que hoy llamamos Primera Paz de París; es que año y medio después hubo otra, pero ya llegaremos a eso) de forma que Francia debiera pagar una factura relativamente irrisoria por haber atormentado al continente durante 25 largos años. Apenas devolvió territorio alguno, ni obra de arte alguna, las compensaciones económicas fueron asaz tolerables e incluso el Corso se llevó un 45 días por año ciertamente envidiable, una isla entera para él solo donde los ingenuos suponían que se limitaría a disfrutar de la vida y engordar por momentos. Eso lo consiguió gracias no sólo a conocer al dedillo la realidad de Francia y la de los políticos y guerreros franceses (un magnífico ejemplo fue la limpieza con la que sobornó al jefe de la retaguardia de Bonaparte, el mariscal Marmont, duque de Ragusa, para que dejase a su jefe con las miserias posteriores al aire, de forma que al otro pobre no le quedara otra que suicidarse; así, de paso, entre los dos inventaron un delicioso neologismo francés, "ragusard", que viene a definir la traición más divertida y abyecta, la que se perpetra contra uno al que se le debe todo, por la espalda, sin avisar y sin que él otro pueda siquiera imaginar que el más leal de los suyos se ha propuesto cargárselo no contra treinta monedas, sino contra varios sacos de Napoleones, los de 40 francos a mayor abundamiento).
Tras la paz de París, y una vez asentado en el trono el que para desgracia de Francia no atraparon en Varennes, Talleyrand hizo balance de la situación. Tenía un empleo magnífico y muy bien pagado, disfrutaba de dos casas fenomenales (el Hôtel Talleyrand, el de la Rue de St Florentin con la Rue de Rivoli, que había comprado por dos gordas a un noble español cuyo nombre no recuerdo ahora -marqués de Almenara, o algo así, pero no estoy seguro- y que toda su vida se caracterizó por apostar al mal caballo, y el colosal château de Valençay, pagado por Bonaparte pero puesto a nombre de un ministro de asuntos exteriores cuya inteligencia era la única que respetaba entre los que le rodeaban; Valençay, eso sí, estaba por entonces devastado, tras haber padecido durante cinco largos años la presencia de Fernando VII, sus indeseables hermano y tío, su insoportable séquito y, lo peor de todo, la esposa ninfómana de Monsieur de Talleyrand).
Tenía un jefe idiota, sí, pero ¿quién está libre de eso? Algo así le repetía la más influyente de sus amantes, la Duquesa Anna-Dorothea de Courlande, que aunque ya no era un niña se conservaba lo bastante bien como para que yacer con ella no fuera un ponerse de cilicio. Anna-Dorothea deseaba estabilizarse en París y, llegado el caso, hasta formalizar una relación con el hombre más interesante de Francia si no del continente. Que por entonces siguiera formalmente casado con la golfa de Catherine Worlee-Grand no sería impedimento, ya que Talleyrand, al ser obispo y además excomulgado, tenía recursos legales suficientes para convencer a su amiguete el Papa Pio VII, quien años antes le había concedido el título y la sinecura del Principado de Bénévent, de que le pusiese a cero el contador a fin de que así pudiera contraer matrimonio con la pasablemente bella, formidablemente adinerada e intelectualmente más que notable Duquesa de Courlande, o de Kurland, como insistían en llamarla sus tres hijas mayores, aprovechando que tras cinco años de ignorarla habían vuelto a dirigirle la palabra.
El problema para la duquesa sería que Talleyrand, aficionado a matar muchos pájaros de un solo tiro, había puesto sus ojos desde hacía un tiempo en la cuarta y putativa hija de la duquesa, su sobrina política (de él) Dorothée de Talleyrand-Périgord, a la cual habían casado entre los dos, el año 1809, contra el primogénito de Archambault, Duque de Talleyrand. Archambault era tres años menor que su hermano Charles-Maurice, pero al haber nacido éste con el remo de babor seriamente averiado el mayorazgo pasó al segundón, quedando el desposeído primogénito arrumbado a la vida religiosa. A eso se debía que su niño mayor, Edmond de Talleyrand Périgord, a la sazón conde de Périgord (uno de los títulos medianos de la familia) y aide-de-camp del mariscal Berthier, se casara en abril de 1809 contra la nada dulce Dorothea-Dorothée, por entonces una escuálida colección de huesarrancos (nada que ver con el gusto más establecido; en aquellos tiempos, a las que desplazaban menos de 65 kilos en canal ni se las miraba), antipática, seca y todavía enamorada de un treintón guapísimo, el príncipe polaco Adam Czartoryski (o algo así; disculpad, pero el polaco no es lo mío), que había pasado de ella como pasaría de una vomitona de su gato. Dorothée von Biron, Prinzessin von Kurland y nacida en Berlin, en el precioso palacio de Friedrichsfelde (os aconsejo que no os lo perdáis; lo acaban de restaurar y da gloria verlo), era una princesa prusiana con todos los estigmas (mucho más que sus hermanas, nacidas todas ellas en Letonia y que, de ser algo en particular, serían vienesas). Sin embargo, su extrema delgadez y la penosa falta de formas que mostraba cuando se casó a los 16 contra Edmond de Talleyrand-Périgord se había transformado cinco años después, tras tres partos (le vivían dos de las bestezuelas que parió), en una hembra sensacional, en opinión del Corso dueña del mejor escote de París (se asomaba a él con frecuencia, pues Dorothée era la única de las damas de corte de Maria Luisa, antes Maria Ludovika, con la que a ésta se le consentía hablar en alemán; se cuenta que Bonaparte, por entonces algo disgustado con Talleyrand y por extensión con toda su familia, estaba prendadito de Dorothée, al punto de tenderle de su propia mano piezas de fruta cuando comían todos juntos en Les Tuileries; no se conocen más detalles, aunque considerando como se las gastaba el corso no me asombraría que llegase algo más lejos, pero esa sería otra historia).
Tallyrand se las había compuesto para librarse de su jefe a base de convencerle del
modo más artero de que debía ser él quien encabezara la legación francesa en el inminente Congreso de Naciones convocado en Viena para comenzar en octubre de aquel 1814. Sería una ocasión decisiva, pues en él se discutiría el futuro de Europa, y Francia, pese a salir no muy mal librada de la Paz de París, era por entonces la potencia apestada de Europa, con la que nadie pensaba contar a efectos de definir las fronteras y las alianzas para cuando menos el próximo cuarto de siglo. Talleyrand era consciente de lo mucho que se jugaba su país en general y él en particular en aquel congreso, de
modo que, no sin esfuerzo, se hizo no ya con el cargo, sino con una cuenta de gastos ilimitada, consciente como era de que allá, en Viena, debería elevar a la categoría de arte sublime algo en que por entonces era nada más que sumamente diestro: el soborno sin restricciones y sin contemplaciones. Para sobornar en gran estilo necesitaba una gran casa, un magnífico servicio y, sobre todo, una châtelaine de primera categoría. Con el palacio no tuvo problemas, ya que por una discreta fortuna se hizo con el formidable palacio Kaunitz (no sólo aún existe, sino que es el ministerio de algo; finanzas, o cosa parecida). Con el servicio, aún menos; lo encabezaría Antoine Câreme, el indiscutible masterchef de su tiempo y en buena parte responsable de los supremos éxitos diplomáticos de su jefe, con el que sostenía una ya larguísima asociación. En cuanto al puesto más delicado, el de castellana o châtelaine, la duquesa de Courlande daba por hecho que sería suyo. Para empezar, ya ejercía de tal en el hôtel de la Rue St Florentin, hablaba con toda soltura francés, alemán y ruso, y por
modales y atractivo personal-social serían muy pocas las europeas, incluyendo a las coronadas, que le podrían hacer sombra. La pobre mujer no podía siquiera imaginar que tenía la competencia en casa, su poderosa hija de 21 añitos Dorothée, de
modo que se quedó de muestra cuando, faltando días para salir hacia Carlsbad y Viena, su amante desde hacía cinco años (desde nada más abrir ella casa en París, tras la boda de su hija y emparentar con los Talleyrand) puso en su conocimiento que, de marchar con él a Viena, pues leches. Se llevaba a Dorothée, la cual a todas luces se mostraba encantada de la vida, no ya porque le fascinaba la idea de ser la châtelaine de su tío (por entonces, o eso se sospecha, no pasaba de ahí), sino por librarse de sus hijos (dos pequeñines a todas luces herederos del intelecto de su padre; dicho de otro
modo, bobos de solemnidad), los cuales quedarían al cuidado de un ejército de ayas a cual más amorosa, y de iniciar el camino al más rotundo éxito social, el que le correspondía por su cuna, por su fortuna, por su inteligencia, por su belleza y, sobre todo, por los 21 añitos que tenía. La condesa de Périgord que sale para Viena para ser la châtelaine del jefe de la legación francesa en el Congreso de Naciones no sólo es una mujer en su más absoluta plenitud, sino de promedio entre diez y veinte años más joven que sus competidoras principales, entre las que ya sabía destacarían sus tres hermanas: la Duquesa de Sagan (33), la Princesa Hohenzollern-Hechingen (32) y la Duquesa d'Acerenza (31).
To be continued, como en Person of Interest...