De los siete contrapartes de Talleyrand que se sentaban a la mesa, el más peligroso para él, por numerosas razones, era el representante de Inglaterra, Lord Castlereagh. Era un hombre mucho más joven, muy bien preparado, excelente parlamentario, inalterable, flemático, elegante y, en general, exquisitamente capaz de sacar de sus casillas a cualquiera, comenzando por el representante español, al que despreciaba tiernamente. Lord Castlereagh era el jefe del grupo parlamentario en la House of Lords, donde el premier de por entonces, Lord Liverpool, le echaba muchísimo de menos, pues esa cámara era una caterva levantisca, indisciplinada y muy contestataria, y él, además de lo muy liados que suelen estar los primeros ministros ingleses, era un pésimo parlamentario, malamente capaz de convencer con argumentos y muy dado a dejarse llevar por la ira y el disgusto, sobre todo cuando algún vizconde de medio pelo le plantaba cara. Eso daba lugar a que manifestara una creciente impaciencia por el desarrollo de los acontecimientos en Viena, en un congreso que a él le parecía no necesitaba más de un mes pero que, por lo que Castlereagh y otros le contaban, igual tenía para más allá del nisesabe.
La preocupación principal de Lord Liverpool, que había transmitido a Castlereagh, era que Inglaterra llevaba gastados del orden de setecientos cincuenta millones de libras en guerrear contra Francia (la de la Convención, la del Directorio y la de Napoleón), las cuales se convertían en mil millones tras sumar lo gastado en la guerra contra los USA de 1812 y que aún no se sabía cuándo acabaría. No todos aquellos millones se gastaron en armas, ejércitos y armadas, ya que la parte principal se había ido en subsidiar a potencias beligerantes, Rusia y Prusia principalmente, que sin el oro inglés habrían tenido que parlamentar con Boney, lo que habría sido fatal para los principios estratégicos británicos, los cuales partían, desde la guerra de los 100 Años, en que lo mejor para Europa sería una unión de naciones, lo cual sería lo peor que podría pasarle a Inglaterra, razón por la cual llevaba cuatro siglos alimentando el divide y vencerás a fuerza de oro, y también de cañonazos a falta de mejores argumentos. Liverpool y los tories en general esperaban que con la Paz de París llegaría la tan ansiada paz mundial, de todo punto necesaria para que regresara la normalidad y el comercio británico, especialmente tras haberse quedado "de facto" con la mayor parte del agonizante imperio ultramarino español, se desarrollara tan a lo grande como ellos esperaban, y lo primero y necesario para ello era que los idiotas reunidos en Viena acabasen de ponerse de acuerdo de una maldita vez, especialmente los que, como Rusia y Prusia, si conseguían que sus indígenas comieran casi todos los días era gracias a los subsidios británicos.
Este de aquí es Castlereagh, y el que le sigue, Liverpool:
(por si alguien no lo sabe, basta con hacer click en las fotos para que se desplieguen a pleno tamaño en una segunda página del navegador; de nada)
Los dos cuadros, en compañía de muchos otros más, cuelgan de las paredes de una sala especial, dedicada a los gobernantes británicos de los tiempos napoleónicos, de la National Portrait Gallery, un museo que por sí solo ya justifica un fin de semana de carísimos hoteles ingleses (salvo si el cónsul te hospeda a pan y cuchillo; en ese caso no te cuesta nada). Castlereagh, volviendo a él, tenía el firme propósito de evitar por todos los medios que Francia volviese a desempeñar un papel relevante en la Europa posnapoleónica, pero Talleyrand era mucho Talleyrand. Le atacó desde varios ángulos; el primero, la mera, lógica y brillantísima argumentación intelectual, a solas los dos o en compañía de seres no muy hostiles, aprovechando las infinitas coyunturas que brindaban los cotidianos bailes y las diarias cenas; el segundo, buscando apoyos entre los que nadaban entre dos aguas, donde destacaba Metternich a muchos codos por encima de los demás; el tercero, haciéndole ver que Francia era el contrapeso perfecto para el nuevo poder que venía del Este, el que formaba la entente Rusoprusiana (los rusos querían quedarse con Polonia, los prusianos con Sajonia, y si digo "quedarse" es porque ya habían desplegado allí sus tropas, no vayáis a pesar que lo de Ucrania y Crimea es un invento del siglo XXI, pues en el XIX ya se hacían así las cosas). Por último, si bien ésto pertenece al terreno de la murmuración, parece que se las apañó, o al menos lo intentó, para alegrarle las pajarillas de un
modo lógicamente discreto. Era notorio que a Viena le habían bastado dos semanas para transformarse en una especie de Sodoma del Danubio donde todos los placeres estaban permitidos, pero aún así los representantes ingleses (los de la legación; los de la embajada pensaban de otro
modo) se mantenían dentro de los parámetros de puritanismo extremo de un Lord Liverpool que seguía resistiéndose como un león a legalizar el whisky (además de la prostitución). En apariencia, para Castlereagh mantenerse incólume ante las abrumadoras tentaciones que se cernían sobre los de su casta no era difícil, pues se había traído con él a su esposa de casi veinte años; esposa sin hijos, cosa rara en aquel tiempo, y además un tanto excéntrica, sobre todo a la hora de dar cenas (la cocina de la legación británica pasaba por ser la más temible de toda Viena). Las lenguas vespertinas susurraban que las relaciones entre Lord y Lady Castlereagh no eran precisamente apasionadas, de lo que había tomado buen nota el muy perspicaz Talleyrand, el cual tenía un ojo portentoso para calibrar los apetitos particulares de cualquiera en quien posase su atención. Que aquello contribuyese al cambio de rumbo que comenzó a mostrar Lord Castlereagh a mediados de noviembre es algo que aún no ha sido demostrado, aunque los muy mal pensados opinan que algo pudo haber. Los secretos son una constante en la vida del en España muy denostado Lord Castlereagh (a mí, personalmente, me cae la mar de bien), lo cual concluyó en su aparatoso suicidio, siete u ocho años más tarde, cuando sin previo aviso se autodegolló con un abrecartas de plata no muy bien afilado; nunca se supo la razón, pero no tardó mucho en empezar a murmurarse que de ningún
modo deseaba encarar el destino que años después disfrutaría Mr Oscar Wilde.
El embajador inglés en Viena era Sir Charles Stewart, un notorio y guapísimo millonario, guerrero, diplomático y político, además de hermanastro de Lord Castlereagh, con el que no parece que compartiese afición alguna. Había ganado una buena fama militar combatiendo a las órdenes de Wellington en la guerra peninsular (la que nosotros llamamos de la Independencia), y tras eso se había dedicado a disfrutar de la vida con cargo al presupuesto británico de asuntos exteriores. En Viena se celebraba mucho su existencia, pues raro era el día que no daba un buen escándalo. El que más risas provocó fue un encontronazo con un cochero a la salida de un restaurante vienés, el cual se resolvió por KO a favor del cochero y en contra del muy borracho "Pumpernickel", el apodo con que le había crucificado alguna lengua femenina ciertamente viperina (se habla de Andrómeda von Russland, aunque bien pudo ser otra). El buen Stewart no participaba en el Congreso, aunque daba apoyo a su legación en toda clase de fiestas, bailes, cenas y saraos de todo tipo. Así dejaba pasar el tiempo, disfrutando de la vida mientras crecía, lógicamente despacio, la que había elegido para resolverle la vida una vez acabara de pulirse las herencias, Lady Frances Vane-Tempest, una heredera formidable a la sazón de 12 años y que cuando entrara en posesión de sus muchísimos millones sólamente la duquesa de Sagan podría hacerle sombra; bebía los vientos por Sir Charles ya desde antes que éste se quedara viudo (de una esposa tres años mayor que él con la que se casó demostrando lo bien que en Inglaterra se domina el noble arte del braguetazo), una pasión conocida de su padre (había dejado de oponerse a los deseos de su hija, por fortuna para Sir Charles, aunque no porque éste hubiera pasado a caerle mejor; sólo sucedía que se había muerto) y que espantaba al resto de sus parientes, pero Lady Frances tenía no sólo las ideas muy claras, sino una voluntad de hierro (se casaron en 1819 y estuvieron juntos los 35 años en que "Fighting Charlie" todavía viviría, en los que tuvieron tiempo de fabricar seis herederos), tan de hierro que Sir Charles, para consumar su proyecto, no tuvo más remedio que cambiarse de apellido al casarse y tomar el de su señora; ya véis, para nada era machista.
Este de aquí es Sir Charles; el cuadro también es de Sir Thomas Lawrence, y como los otros está en la National Portrait Gallery):
Si a primeros de octubre la correlación de fuerzas en presencia señalaba 7 a 1 en contra de Talleyrand, a finales de noviembre ya era cuatro iguales, pues tanto Castlereagh como Metternich habían cambiado de chaqueta. El cuarto, aunque por otra clase razones, fue nuestro impagable Marqués de Labrador, pero eso mejor lo dejamos para otro día.