Podemos decir que estamos ante un ensayo novelado, pues la autora no ha escrito una novela histórica. De ningún
modo: va más allá. Será una novela histórica para muchos lectores porque ella ha sabido jugar con los diálogos, las emociones, los sentimientos, para irnos situando poco a poco en el complejo entramado que fue génesis, desarrollo y desenlace de la revolución rusa.
LEDDYS VALDÉS
Cristina Rosario Franco ha escrito una biografía sobre la Condesa Natasha Brasova, la esposa morganática del gran duque Miguel, hermano pequeño del último zar de Rusia, Nicolás II, y de hecho el propio Miguel zar por unas breves horas. La condesa Brasova fue un carácter de mujer repleto de claroscuros que son magníficamente descritos y detallados por la autora a lo largo del relato de 400 páginas y cinco años de trabajo. Nastasha es un personaje poco biografiado a pesar de pertenecer a la familia imperial rusa y, gustará o no, es una Romanov: ese nombre cuyo poder, tan esplendoroso como trágico, lleva encandilando durante casi ya un siglo a varias generaciones.
Escribir es una tarea difícil, y escribir sobre historia es doblemente arduo, porque la historia es una pasión, una disciplina y una necesidad para cualquier ser humano autónomamente pensante. Se necesita gran documentación, documentarse a fondo para recrear el pasado, mucha imaginación, conocimiento de la historia como proceso y no hecho aislado, pues no es solo el dato, son datos más conjunto, entornos y contextos que pueden ser varios, no uno solo. No trata esta tarea de una cuestión de aprendizaje en ningún taller de escritura, pues nada puede estructurar una verdadera pasión que conlleva mucha entrega y un alto grado de generosidad para conseguir convertir en metáforas aquello que no hemos vivido, que perteneció a otro, recuerdos y momentos ajenos en el tiempo. ¿Cómo saber si se logra? Cuando aquello que no vivimos puede ser trasladado y transmitido a quien nos lee para olvidarse de que, en últimas, no son más que páginas escritas por un mortal sobre otro. Convertir la vida ajena en metáforas literarias para transmitir con exactitud y verdad, es biografiar, y es lo que Cristina Rosario ha logrado en su Condesa Natasha Brasova.
Podemos decir que estamos ante un ensayo novelado, pues la autora no ha escrito una novela histórica. De ningún
modo: va más allá. Será una novela histórica para muchos lectores porque ella ha sabido jugar con los diálogos, las emociones, los sentimientos, para irnos situando poco a poco en el complejo entramado que fue génesis, desarrollo y desenlace de la revolución rusa. A mi juicio, es ello lo más resaltante de esta obra, algo que no había visto sobre la familia imperial rusa y la revolución de 1917, desde el tan conocido clásico de Robert Massie Nicolás y Alejandra, La noche roja de Speransky o el imperecedero Doctor Zhivago.
Es palmario que la Gran Guerra es para la autora, como para mucho de nosotros, el momento crucial donde se juega el destino de Europa y de Occidente —la II Guerra Mundial solo fue la lanza final sobre un corazón ya agonizante— y leerlo con ese conocimiento es estremecedor para un lector que se pueda meter en la piel de este ensayo con mayúscula de historia, pero también para la de cualquier persona que, lejos de conocimientos históricos, quiera acercarse en el plano humano a la vida de Nastasha Brosova, una hermosa mujer que nació entre algodones, frívola y pueril, a quien la vida puso delante de un gran duque de Rusia. Una mujer prohibida para un príncipe imperial ruso porque no poseía titulo nobiliario alguno, pese a pertenecer a la buena burguesía. Natasha no era de rango inferior, sencillamente no tenía rango alguno, y luchar por este amor le costó a ella y al gran duque Miguel mucho dolor, mucho desasosiego que, irónicamente, hubiera podido evitar mucha sangre sobre Rusia. Al terminar de leer el libro me dije: “Hubiera sido una buena emperatriz”. Quizás mucho dolor hubiera ahorrado a toda una nación, a todo un continente, si esta hermosa y elegante condesa Brasova hubiera estado en el trono de Rusia.
Claro que especular a toro pasado no tiene gracia ni virtud; lo importante hubiera sido que algunos en la corte rusa hubieran tenido la amplia visión de miras que nadie tuvo. Pero quizás era difícil tenerla mientras estaban envueltos en un hermoso huevo de Fabergé. Quizás era imposible vislumbrar más allá de resplandores de oro, esmaltes y piedras preciosas que encandilan hasta las inteligencias más preclaras, así que también entrar en disquisiciones porque el amor no podía vencer sobre un trono no procede en un simple artículo. El amor como la vida misma es efímero y pasajero, pero un trono no lo es. O no lo era, pues desafortunadamente hoy ya pocos lo entienden así. Mala señal de nuestra sociedad enferma de egoísmo y sin falta de perspectiva en el tiempo pasado o futuro que no sean las cuatro chorradas buenistas de los medios de comunicación y tres argumentillos de autoayuda reducidos a “Sea usted feliz. Se puede”. Quizás debido a esa clara visión de nuestra realidad actual la autora en un lenguaje sereno, delicado pero certero, no deja títere con cabeza y enumera uno a uno todos los defectos y errores de la Rusia zarista, así como condensa la fortaleza y profundidad del alma rusa desnudándola hasta llevarnos a un escenario de horror sin retorno que fue la revolución bolchevique en medio de las tragedias individuales de una familia de emperadores.
Cristina Rosario desanda el tiempo y lo deshace para hacernos entender con certeza manifiestamente clara, aunque no hay el menor tono panfletario o enfático en la obra, que el exceso de buenismo —ideales en definitiva un poco infrahumanos— puede, aun con las mejores intenciones, llevarnos de cabeza a un horror peor que el ya conocido. Por descontado, este libro es buena lectura para los tiempos que corren. A nivel informativo, es plenamente vigente, hoy tanto o más que hace cien años. Tal vez la autora peca en el uso abundante de galicismos, pero es comprensible porque trata de dar en todo momento una dimensión real, y los aristócratas rusos vivían y sentían en francés, hasta que llego la nieta de la reina Victoria de Inglaterra al trono ruso con su loco aburguesamiento, entre otras cosas peores y de sobra conocidas. Es evidente que comparto con la autora mi desagrado por la infeliz zarina Alejandra, no dejando de sentir la profunda compasión en el plano personal que sus circunstancias suscitaban.
Personalmente no definiría a Cristina Rosario como rusóloga o rusófila, pues no son términos que le hagan justicia: ella ha sabido interpretar el alma rusa, Dostoievsky está en su ser y basta leerla para darnos cuenta de que vida y muerte están presentes de forma real y cruel en la obra, tanto como lo estuvo en la vida de la familia imperial, en el pueblo ruso y, finalmente, cuando la muerte se lleva lo más querido de Natasha, lo poco que le quedaba: el hijo amado del gran amor de su vida, muerto en plena lozanía para el hundimiento e infortunio total de su progenitora
Solo me resta decir que la lectura de esta obra dio forma a un viejo sueño que he tenido siempre: haber conocidos rusos blancos en París, y esa escena tan bien lograda por la autora en que una Natasha en el ocaso de su vida y de su triste destino, a vueltas de todo dolor posible, rememora el pasado junto a otro exiliado me pareció vivida, propia, una especie de déjà vu. Los dos rusos blancos en París.