Más o menos cuatro años después de la muerte de Justiniano, emperador de Oriente, en esta ciudad santa Amina trajo al mundo a un niño al que puso el nombre de Mohamed, pero que nosotros los occidentales llamaremos Mahoma, que quiere decir "el altamente alabado". Corría el año 569 y el niño nace huérfano, porque su padre apenas había tenido el tiempo justo de concebirlo. Tres días después de la boda emprende un viaje comercial y muere en Medina (sí, tres días, este hombre donde puso el ojo puso la semillita
) Dejó a su hijo un nombre respetado y un patrimonio
modesto: cinco camellos, un rebaño de cabras, una casucha de barro y una esclava que lo amamantó. Seis años después muere Amina y el niño es recogido por su abuelo Abd al-Muttalib, que le prodigó todos los cuidados menos una instrucción. La dinastía de los quraishíes no tenía mucha familiaridad con el alfabeto y Mahoma jamás aprendió a leer ni a escribir y utilizaba un amanuense, pero ello no le impidió componer el Corán.
No sabemos casi nada de su juventud. Según la tradición, a los 12 años formó parte por primera vez de una caravana con su tío Abu Talib, que lo llevó hasta Bosra donde probablemente oyó algo acerca del monoteísmo hebreo y del cristianismo.
Y aquí viene la parte del complejo de Mahoma. Bosra, en el sur de Siria, era desde antiguo una ciudad vital, cosmopolita, centro de rutas de caravanas, una próspera ciudad de 50.000 habitantes. Encerrados en sus gruesas murallas había un magnífico teatro romano del siglo II y edificios nabateos, romanos y bizantinos, incluida una catedral. Y Mahoma alucinó en colores... nunca en su corta vida había visto algo semejante y desde luego no existía nada siquera parecido de lejos en la desértica península arábiga. Y cuando le hablaron de la maravillosa Jerusalén (que no pisó jamás) se quedó extasiado al pensar que podían existir maravillas semejantes, y de hecho a Bosra volvió un par de veces y cada vez le gustó más aquella vida ciudadana, ordenada, sin luchas intestinas entre tribus, sin rivalidades ni venganzas que impidiesen desarrollarse a una civilización.
Pero, por desgracia para él, tenía que volver a Arabia. Aunque nunca olvidó Bosra, ni las maravillas que le habían contado de la capital cristiana. De hecho, eso era lo que él quería para su península, un orden, una vida civilizada, en una ciudad de pasmosa belleza, él quería una Jerusalén y tanto habló de ella a sus fieles, tanto la ensalzó y la puso de
modelo, que, tras su muerte y a pesar de no haberla pisado en vida, o quizá precisamente por esa razón, a su gente se le ocurrió decir que una vez muerto había ascendido al cielo desde Jerusalén, y dejado la huella de su pie en la roca bajo la llamada Cúpula de la Roca. Y así, sin venir a cuento, Jerusalén es la Ciudad Santa de las Tres Religiones y por esa razón llevamos siglos dándonos guantazos por su posesión. Que si Mahoma y sus seguidores se hubiesen conformado con su Meca y su Medina, ahora Jerusalén sería la Ciudad Santa de Dos Religiones y, a mi
modo de ver, es más fácil llegar a un acuerdo entre dos que entre tres. Sobre todo si esas dos, en teoría, luego la práctica a lo largo de la historia fue otra cosa, no tienen la Guerra Santa entre los fundamentos de su fe.
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La expresión suprema de la belleza es la sencillez.
Alberto Durero.