Sobre Talleyrand se ha escrito de todo y le han llamado de todo, de
modo que no tiene sentido que yo diga nada, salvo que casi todo el mundo está de acuerdo en que, incluso a los 60, era un hombre guapísimo.
De hecho, el único comentario femenino en contra de tal aserto es de Mary Shelley, que le trató en París en el verano de 1815 y le encontró repugnante, lo que por otra parte no me asombra. ¿Qué otra cosa, si no, podía esperarse de una escoba desteñida tan idiota como para parir 'Frankenstein' en un fin de semana? El château, propiedad del estado francés desde 1945, se conserva estupendamente, como edificio histórico y como museo dedicado a Talleyrand y a señaladas personas de su entorno. Una bastante señalada era su esposa legítima, antes de casarse Catherine Worlée-Grand. El cuadro que sigue lo pintó Madame Viguée-Lebrun, que si bien era incapaz de sacar a nadie feo con ella no tuvo que hacer esfuerzo alguno. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que era una belleza. Cruce de francés y danesa, nació y se crió en Ceilán (me parece). Prosperó a base de buenos matrimonios, y cada vez que enviudaba, o se divorciaba, redondeaba sus ingresos con su maestría de gran cocotte del Directorio. En un momento dado se lió con Talleyrand, que siempre la valoró en su justa proporción (es famosa la definición que hizo de su intelecto, comparándolo al de la rosa más hermosa de su jardín). Se dice que hasta tuvieron una hija del todo putativa, pues a partir de la promulgación del código napoleónico los hijos de madres solteras o de padres obispos no podían ser reconocidos.
Napoleón, que además de tirano era un sieso de la moral (todos los tiranos bajitos se parecen; pensad en el Caudillo, si no), le forzó a casarse con ella y así dejar de dar escándalo, con lo cual Catherine ascendió al empleo de châtelaine del ministro de asuntos exteriores, y por extensión de Valençay, trabajo para el cual estaba dotada sólo un pelín peor que Belén Esteban. Ahora, Talleyrand no se quejaba, pues sus meteduras de pata en los salones las compensaba con sus meteduras de cama en las habitaciones de los próximos a ser camelados. Así, por ejemplo, Talleyrand se hizo con el alma del Duque de San Carlos, Jefe de la Casa ex Real de Don Fernando de Borbón, ex Fernando VII de España, cuya foto coloco tras la otra.
Lo que sigo lo explico en honor de nuestros amigos no hispanos, pues los españoles, como no puede ser de otro modo, lo conocen al cien por cien de precisión. Sucedió que, allá por 1808, el ya Emperador Napoleón I se las apañó para que Fernando VII de España devolviera su corona a Carlos IV, también de España, y éste se la traspasara. La compensación económica para todos los participantes en el enjuague sería buena, aunque mejor lo era que no les aplicara la política que había puesto en juego con el Duc d'Enghien. El acuerdo incluía que Fernando y su entourage pasarían una temporada de duración indefinida en el Château de Valençay, en calidad de invitados del príncipe de Talleyrand-Périgord.
Un engorro (Talleyrand estaba en desacuerdo con la chapuza que había perpetrado su jefe y amo; pronosticaba que daría lugar a una guerra interminable, y es sabido que acertó), pero en 1808 si Napoleón decía que el Viernes Santo caía en martes, pues caía en martes. Así, la primera planta del château fue despejada en el acto, reservándose al completo para Fernando y su troupe, migrando Talleyrand y los suyos a la segunda.
Talleyrand no pasó muchos meses con Fernando; su conversación le hastiaba y su presencia le repugnaba (aunque le gustaba mucho como interpretaba, con la guitarra de seis cuerdas, las partituras de Gaspar Sanz, a su entender -y al mío- el más competente de los compositores nacidos en la muy sorda España), de
modo que, con la excusa de la boda de su sobrino y heredero con Dorothea von Biron, en Frankfurt-am-Main, se hizo humo y nunca más volvió, al menos en los cinco años que Fernando, su hermano Carlos María Isidro, un tío suyo y alrededor de una docena de cortesanos pasarían en Valençay. El que capitaneaba los cortesanos era el duque de San Carlos, el cual, como tantos y tantos españoles, era incapaz de controlar su mirada en presencia de un buen escote, y los de de la princesa de Talleyrand eran tan desmesurados como colosales. A la dama, que ya no era joven y andaba muy necesitaba, aquel español bajito y renegrido, aunque según se murmuraba casi tan bien armado como su señor, debió parecerle mejor que nada, de
modo que rara era la noche que no descendía los peldaños de la escalera de caracol en que acaba el ala sur del château. Los beneficios para Talleyrand eran dos, y le bastaban: (1) le mantenía tranquila la señora, de
modo que dejó de amenazar con reunirse con él en París, y (2), el apaciguamiento de San Carlos, que nunca se había visto en otra, contribuyó no poco a que Don Fernando se resignara igualmente y dedicase sus energías a bordar magníficos tapices, en compañía de su hermano y de su tío, que a su vez hacían lo mismo.
El Château de Valençay, ya os lo he dicho, es un museo de Talleyrand, aunque no se debe interpretar que se conserva tal y como lo habitó Talleyrand (salvo la sala de chanchullos, que sí es una reproducción fidedigna). El dormitorio de Talleyrand, por ejemplo, no lo es, ni podría serlo, porque Talleyrand cambiaba de mobiliario y decoración con explicable frecuencia. Lo que se conserva en este supuesto dormitorio (por cierto, que mi erudión no daba para saberlo; simplemente, la guía nos lo explicaba) es la cama donde dijo 'adiós, muy buenas' en su casa de la Rue Saint Florentin, algunas piezas de mobiliario que le eran muy queridas y que se llevó a Londres (o se trajo de allí) cuando fue embajador en St James de 1830 a 1834, algunas prendas de vestir, su famosa bota ortopédica y, de colofón, un busto desde donde parece mirarnos con expresión de 'y estos idiotas, ¿quién carallu serán?'
más de to be continued...
Sabbatical, te debo por lo menos un Louis Vuitton por haberme "soplado" que existía este temazo...
¡¡Me parto!! Me he tomado la libertad de quotar y de marcar en negrita los párrafos con los que me he reído hasta que casi casi se me ha desencajado la mandíbula. Creo que mis vecinos todavía se están preguntando qué fumo yo a eso de las ocho de la tarde de los miércoles, jajajaja. Es increíble, me parecía estar asistiendo a un carrusel de escenas prodigiosas en mi cerebro. No, no he visto un elefante rosa en el pasillo, pero os juro que he visto a Talleyrand enarcando una ceja y guiñándome un ojo, a Napoleón mirándome con cara de malditas las ganas que tengo de cenar con el gañán de Fernando y a Catherine sonriéndome con picardía.
Catherine, por cierto, es un personaje que me encanta, Doda. Generalmente, se la tenía por una aventurera, de cabecita llena de humo y ligera de cascos; la típica belleza insustancial, frívola, que se beneficaba de su talento para atraer a hombres poderosos y ricos, dispuestos a abonar la minuta de sus favores. Napoleón la despreciaba. Después de haber forzado la boda de Talleyrand con Catherine, la mujer pudo acceder por fín a las Tuilleries del brazo de su reciente marido. Napoleón la esperaba con ganas, quería pronunciar una de esas frasecitas suyas calculadas para dejar a quien las recibía en estado de shock:
-Espero que la buena conducta de la ciudadana Talleyrand llevará a que se olviden las indiscreciones de la señora Grand.-dijo.
Catherine no se amilanó. Aquella "petite sotte" observó con fingidísimo candor a Bonaparte y contestó en voz clara:
-En ese aspecto, no puedo hacer nada mejor que seguir el ejemplo de la ciudadana Bonaparte.
¡¡Bien por Catherine!! No sé si alguna otra se hubiese atrevido...Napoleón nunca lo olvidó, por supuesto. En las ocasiones en que se cruzaban sus caminos, la trataba con frialdad o con una evidente rudeza. Pero Catherine NO se había quedado callada. Y había sabido retrucarle a Napoleón, nada menos. Eso para mí rompe la imagen de pequeña coqueta estúpida. Tenía temple y coraje, o al menos audacia suficiente.
En fín, que no quiero extasiarme con Catherine, jajaja. Pero al menos formalmente, ella fue la chatelaine de Valençay antes de que asumiese el papel la duquesa de Dino