El Zar Alexander se había llegado a Viena en calidad de soberano y emperador, no para participar personalmente en las conferencias y reuniones donde se negociarían los asuntos que habían dado lugar al Congreso. En eso hizo lo mismo que su anfitrión el Kaiser Franz y que el rey de Prusia Friedrich-Wilhelm III. Los restantes jefes de estado principales (el regente de Inglaterra y los reyes de Portugal, Suecia, España y Francia) se habían quedado en sus palacios, tan ricamente. El Zar designó un equipo negociador presidido por uno de sus hombres de confianza (no era ruso; para ser hombre de confianza del Zar de Todas las Rusias era preciso no ser ruso, él sabría por qué), el conde ucraniano Andrey Razumovsky, que es este de aquí:
Este hombre vivía en Viena, en calidad de embajador del Zar (Alexander y los anteriores), desde tiempo inmemorial, al punto que a efectos sociales era un vienés más. Andaba por los 62, era inmensamente rico y adoraba la buena vida. Era también un magnífico mecenas de las artes (el principal patrocinador de Beethoven, por ejemplo), al punto que en un fabuloso palacio que se había hecho construir en las afueras de Viena albergaba una espléndida colección de pintura y escultura. Era el palacio ideal para organizar, en homenaje a su jefe y señor, la cena, recepción y baile de nochevieja de 1814 a 1815, aunque según la planeaba cayó en la cuenta de que su palacio era excesivamente frío para la
moda femenina imperante en el congreso, cuyas bellezas más afamadas estaban del todo a favor de aparecer en los salones tan desnudas como les fuera posible. Resolvió el problema instalando un sistema de calefacción provisional de gran eficacia, como pudo apreciarse hasta bien entrada la madrugada (de tan escotadas como iban, a la rusa princesa de Bagration, aka Andrómeda von Russland, se le salió un pecho al emprender una mazurka, en lo que pronto fue imitada por casi todas las demás, empezando por la también princesa Narishkin (era polaca, no rusa) y seguida a pocos cuerpos por la terrible Aurora Marassé (creo recordar que era rumana), que a la sazón tenía embobado al rey Christian IV de Dinamarca; en general, de las celebridades femeninas presentes en la fiesta las únicas a las que no les pasó tan celebrada cosa fueron la condesa Zichy (dueña del mejor escote de Viena y que había vuelto loquito perdido al rey Friedrich-Wilhelm de Prusia; si no le ocurrió fue porque mantener en su lugar sus muy voluminosos dones requería de una camuflada ingeniería estructural incompatible con conceder la libertad a los oprimidos), la condesa de Périgord, empeñada siempre en ir contra corriente, y su hermana la duquesa de Sagan, en su caso por no haber venido, ya que al no querer coincidir con su casi recién plantado amante el kanzler Metternich (y su osa hormiguera) se había quedado tan contenta en su ala derecha del palacio Palm, en la apasionada compañía del príncipe Alfred von Windisch-Grätz, el cual, acompañado de su poderoso armamento, había conseguido un permiso de su disciplinado regimiento. El baile de Razumovsky tuvo un curioso final, hora y pico después de que la fiesta hubiera concluido y los invitados marcharan a la churrería de San Ginés (o su equivalente vienés), ya que la calefacción provisional se transformó en un incendio descomunal, liquidando no ya el palacio, sino sus fantásticas colecciones. Eso supuso un disgusto importante para el conde Razumovsky, así como un pequeño problema de salud (se quedó ciego un par de meses), con lo cual hubo de pedir al Zar que le relevase al frente de sus plenipotenciarios, para ser sustituido por el griego Kapodistrias, lo cual fue un gran alegría para Talleyrand, ya que mientras Razumovsky era un hombre riquísimo el otro estaba tirando a tieso, al punto que desde hacía tiempo formaba en la nutrida nómina del príncipe de Bénévent. Con aquel nombramiento inesperado, evaluaba horas después acompañado de su sobrina y concubina, la correlación de fuerzas en la mesa del kanzler Metternich pasaba del 6 a 1 de mes y poco antes a una ligera ventaja global, quedando como sigue:
Lord Castlereagh, enteramente a favor de que Francia se incorporase al grupo de Potencias de Primera Categoría, pasando de éste de 4 a 5 miembros.
El príncipe Hardenberg (Prusia), enteramente en contra.
El conde Kadodistrias (Rusia), en dame tiempo con mi jefe que ya me las apañaré.
El joven conde Palmela (Portugal; es este de aquí abajo), en lo que diga Castleregh pero me ayudas en el asunto de la esclavitud.
El kanzler Metternich (Austria) estaba decidido, como siempre, a ser un leal servidor de los acontecimientos (pura escuela Mazarino).
El conde Löwenhielm (Suecia) se debatía entre dos aguas, pues si bien las simpatías de su gobierno estaban con los ingleses (cuestiones de minería y comerciales en general), el Zar había prometido a su rey, el antiguo mariscal francés Bernadotte, que si le respaldaba en Viena le traspasaría Noruega, hasta entonces en poder de los débiles daneses. El nombramiento de Kapodistrias, había analizado no mucho después de suceder el tal con quien tan amablemente redondeaba sus ingresos, iría en favor de aceptar a Francia en las reuniones reservadas, pues si el Zar a través de Kapodistrias dejaba de oponerse, lo que parecía probable, él haría lo mismo un segundo después. Este de aquí es Löwenhielm, por cierto:
Don Pedro Gómez de Labrador no había tardado en alinearse con Talleyrand. Era un verso suelto dentro del encantador poema del congreso. Hospedado en el semirruinoso palacio Pfalf, con un mínimo servicio (andaba fatal de presupuesto, y además no era hombre de fortuna personal), antipático, adusto e incapaz de comprender el significado de la palabra "diplomacia", pues para empezar no tenía nada de diplomático; era un simple jurista de convicciones absolutistas, y además de los peores, aunque respaldado no sólo por Fernando VII, sino por el inútil total, si bien excelente pecador, del duque de San Carlos, el que había sido secretario de Estado y del Despacho de Su Católica Majestad desde el golpe de mayo de 1814 hasta que por recomendación-imposición del embajador inglés, Sir Henry Wellesley (hermano del duque de Wellington), Don Fernando le reemplazara en noviembre del mismo año por un diplomático de los de verdad, Pedro Cevallos, aunque demasiado tarde para poder sustituir al inútil de Labrador por alguien un poquito menos imbécil. La fama de tonto del marqués de Labrador, si bien era considerable en España, ascendió a universal gracias a Wellington, que hacia la primavera de 1815 le crucificaría con un solemne "es el tipo más estúpido con el que jamás me haya cruzado", aunque aún faltaba para eso. A finales de 1814, apenas cuatro meses después de que comenzara el congreso, había conseguido el asombroso privilegio de no ser invitado a ninguna recepción, cena o baile, y no sólo porque jamás organizaba él nada, sino porque sus altivos
modales (me recuerdan mucho a los del Sr Arias Cañete, sobre todo a la hora de tratar a las mujeres; en su momento fue notorio un encontronazo suyo con la impaciente y despiadada duquesa de Sagan, la cual rara vez tenía el intelecto para ruidos, del cual el pobre marqués salió malamente descalabrado, aunque sin llegar a darse cuenta) eran del todo incompatibles con la general armonía y exquisita cortesía con que se obsequiaban los unos a los otros, por mucho que horas antes, en las reuniones oficiales, se cosieran a navajazos.
Este de aquí es Labrador, aunque pintado veintitantos años después (por Antonio López); en 1815 era relativamente joven y no mal parecido, aunque desoladoramente bajito, como el buen español de su tiempo que a fin de cuentas era:
Labrador no sabía muy bien a qué había ido a Viena (ni Don Fernando ni San Carlos le habían instruido en nada), ya que España, por lo visto, se había dado por satisfecha tras la guerra de la independencia cobrando de Francia la indemnización de nada, recibiendo los territorios de tampoco y sin propósito de incorporarse a la entente centroeuropea (Rusia, Austria, Prusia e Inglaterra) que amenazaba con controlar Europa por los siglos de los siglos. El único encargo que traía era el de conseguir a toda costa que Inglaterra no acabara con el muy beneficioso negocio español de la esclavitud. Debe aquí tenerse en cuenta que hacia 1815 Inglaterra se había declarado en contra total de la lacra de la esclavitud, en lo cual le secundaba Francia (le daba igual, porque ya no tenía colonias, pero se trataba de congraciarse con el empecinado enemigo inglés). Las demás potencias europeas pasaban del asunto con plausible indiferencia, pero no así Portugal, ni tampoco España, las cuales pretendían a toda costa mantener viva la esclavitud, aunque por diferentes razones. Portugal era, ante todo, una potencia exportadora de "mano de obra no voluntaria" (es notoria la destreza con que los portugueses de por entonces manejaban los piadosismos); de los alrededores de las misiones en Angola y Mozambique salían hacia los USA, cada año, varias docenas de miles de ejemplares (el sistema portugués era sencillo: se fundaba una misión, los padres blancos se ganaban a la gente, al tiempo identificaban a los mejores ejemplares, pasaban la información y en su momento llegaban los negreros con las redes; a eso quizá se deba que en los países que otrora fueron de misión ahora el evangelio más aceptado, a la hora de tratar con misioneros, sea el del padre Kalashnikov). Los negreros, que disponían de sus propios barcos, los llevaban a las costas de los USA; allí los almacenaban (constituyendo las bases del concepto "buffer" tan querido de ciertas gentes) a la espera de que subiera la demanda algodonera, y así avanzaba el mundo. Los ingleses querían abolir la esclavitud, no se sabe bien si por encomiables razones de humanidad o si por meter un dedo en el ojo a sus viejas colonias, aunque tampoco querían enemistarse con su aliado secular, de
modo que acabaron pactando con Palmela un acuerdo según el cual los barcos negreros portugueses no podrían aventurarse más al norte de un determinado paralelo (el de Mauritania, me parece recordar), a cambio de perdonarles un préstamo de 600.000 libras concedido en los tiempos en que Junot saqueaba Lisboa y que Portugal de ningún
modo estaba en condiciones de pagar. Así pues, todos contentos. La hipocresía, qué haría la noble raza humana sin ella, triunfaba una vez más.
El caso de España era distinto. Al ser la nación más católica del orbe era también (o casualmente; no lo sé, la verdad) la más esclavista (España no abolió la esclavitud de manera oficial hasta finales del siglo XIX), porque necesitaba mucha mano de obra gratuita en sus colonias del Caribe (así se explica hoy el aspecto de la mayor parte de la población de por allá, tan afroamericana ella), y para los terratenientes criollos sería catastrófico empezar a pagar salarios a los que con un poquito de arroz y algunas patatas iban tirando. A eso se debía que de ningún
modo Labrador estaba dispuesto a aceptar que el Congreso, impulsado por Inglaterra, impusiera nada a la orgullosísima España, pese a las muchas compensaciones que Castleregh y los demás ofrecían a cambio. Así se había quedado de solo y despreciado el pobre Labrador, lo que Talleyrand aprovechó con gran maestría. No le sobornó con dinero (no hacía falta, de
modo que prefirió guardarlo para seducir a otros que merecieran más la pena), sino con lisonjas. El otro era tan bobo que se las creía todas, y la que más le agrandó la moral fue que, a propuesta de Talleyrand, fuera nombrado presidente del comité encargado de regular el grave asunto de la prelación (el orden que habrían de seguir las potencias cuando llegara el asunto de firmar los tratados a que darían lugar las resoluciones del congreso), con lo cual Labrador, agradecido ad nauseam, pasó a ni siquiera pensarse qué debía votar cuando llegara el momento de hacerlo: siempre, siempre, lo que hiciera Talleyrand.
Este de aquí es una de las infinitas copias del cuadro que pintó Isabey (un retratista-miniaturista francés que Talleyrand se había traído en su séquito); lo suyo no era el "gran formato", aunque con esta obra dio en el clavo. Lo empezó a pintar en octubre y lo había casi terminado a primeros de febrero, pero entonces fue cuando llegó Wellington para reemplazar a Castlereagh; a Isabey no le quedó otra que ensanchar un poquito la tela, de
modo que así pudiéramos admirarnos con el magnífico perfil del duque de Wellington, bien aposentado en el extremo izquierdo, como un Enrique Collar de su tiempo (visça l'Atleti!).
Os propongo un juego: a ver quien consigue situar en el cuadro a los ocho jefes de legación.