Y pre hablar de la residencia, deberíamos meterno de lleno en la familia (de) Alvear, que junto con los (de) Álzaga y los (de) Anchorena forman la triple A de las grandes familias terratenientes anche aristocracia local, la sola mención de estos apellidos en el imaginario social aún hace pensar en... bueno, no vamos a andar con eufemismos, mucho dinero.
Si bien hablar de nobleza o incluso baja nobleza en aquel ya fenecido virreinato del Río de la Plata (el más pobre de todos) era mucho decir, uno de nuestros historiadores más conocidos, Félix Luna, se permite las siguientes palabras: (...)
"Probablemente era la de Alvear una de las pocas familias argentinas que podía jactarse de una real aristocracia... un tronco de origen castellano, radicado hacia el siglo XVIII en Andalucía, linaje prolífico y de actuación lúcida". (sic)
Retrato de Don Diego de Alvear
Lo que sí es cierto es que el primer de Alvear en llegar a estos pagos -Don Diego Estanislao de Alvear y Ponce de León (1749-1830)- procedente de Montilla, una alegre población cordobesa, traía además de una fina estampa -rostro aguileño, grandes ojos rasgados y
modales corteses-, un título de marino y era experto en ciencias, sí, no era noble propiamente dicho pero para lo que era Buenos Ayres (sic), se podía decir que provenía de un linaje intachable que venía de lejos, sin ir más lejos, su abuelo, Diego de Alvear y Escalera, había adquirido en 1729 en Montilla, casas y fincas, para fundar bodegas.
Pero había una gran diferencia con otros compatriotas suyos. No había venido pues, Don Diego hasta el virreinato para "hacer la América" (sic), sino en calidad de enviado oficial del Reino: cuando llegó, en 1777, traía una misión específica, debía confirmar
in situ si los límites establecidos por el Tratado de Tordesillas para América coincidían con la teoría.
Don Diego iría un poco más allá de su fin inicial, se vinculó con las familias más conocidas de la sociedad colonial. Bailes, tertulias, visitas a las casas, cuenta Pedro Fernández Lalanne, en su obra "Los Alvear" (Emecé) que fue así como conoció a su futura esposa, María Josefa o "Pepa" Balbastro, con quién se casó el 2 de abril de 1782. Y con ella partió hacia las inhóspitas regiones del Río Grande y de las antiguas misiones para efectuar sus tareas de demarcación de límites.
Vivirían por allí, en plena selva, los (de) Alvear durante 18 largos años,, período en el cual Don Diego supo demostrar los alcances de su formación académica y un espíritu aventurero y pragmático de infrecuente solidez en la tarea que se le había encomendado. Terminado esto, ya a principios del siglo XIX, Don Diego y su familia, una prole numerosa, deciden regresar a España.
Lejos estaban de imaginar que la tragedia se cernía sobre ellos...
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"Ma fin est mon commencement,
et mon commencement ma fin".