Lo primero es una mención
en una página amarillenta
de un volumen de Cantú,el segundo
de la edición de Gaspar-Roig
de 1854. Tengo
doce o trece años, y descanso
en una hamaca bajo los pinos
que rodean la casa de mi abuelo en el campo.
El ruido de las chicharras impregna una brisa cálida;
cerca, en la era, el sol de Agosto abrasa el barro
de los pajares. He tomado ese libro
de la biblioteca de la casa. Leo de pronto:
“Era una mezcla portentosa de virtudes y vicio”.
El estilo vanilocuente de Cantú
seguía narrando las razones de ese escándalo. A
mí aquellas palabras me crearon
un excelente Emperador que aunaba
esas dos experiencias que ya entonces
constituían lo que amo,
perseverar en lo que muchos llaman vicios
y en lo que yo llamo Cultura.
Seguramente en aquel colegio
donde intentaron abozalar mi inteligencia
habría escuchado el nombre de Adriano,
pero es a esa siesta venturosa
a la que debo que su imagen
anidara en mi vida.
Cinco años después, un desolado
paraje, junto al “Muro de los Pictos”,
esa muralla que él alzó
al furor escocés, casi en la desembocadura
del Tyne. Una neblina helada envuelve
el lugar; una voz agradable de mujer me indica: Son
fortificaciones de Adriano. Casi escucho
fragor de hierros en la niebla.
Hasta aquí llegó Roma, me digo con orgullo.
Dos años más tarde, es la VITA HADRIANI
de Spartiano. Prosa no memorable, pero sí
las hazañas que sueña.
Me conmueven la lucidez, ese coraje, la generosidad
de ese espíritu altísimo, y cómo me turbó
con el poema que conserva
y que en Gregorovius después encontraría
y en la versión de Pound: “Animula
Vagula, Blandula”. Era una noche
de Primavera, en Murcia; cálida, mágica.
Luego es Gibbon.
Llueve sobre París. 1965. Hace muy poco
dejé el apartamiento de la rue Marx Dormoy y ahora vivo
en una casita en Bry-sur-Marne. Llueve, hace frío; no
mucho, pero ya enciendo la chimenea
y da gusto leer a su amparo.
Abro DECLINE AND FALL. “No quedó -leo-
provincia del Imperio
que no honrase con su presencia”. Admiré -qué cercano-
a ese incansable viajero.
Después -el libro ardía en mis manos-
las memorias que a su nombre vincula
mi nunca bastante venerada Yourcenar.
Ah qué fiesta de los sentidos y la inteligencia.
No era una sombra de un mundo desaparecido,
sino alguien como yo, que podía
aconsejarme, hacerme ver qué absurdas
tantas de mis ilusiones, qué ociosos
este o aquel temor, qué acertadas
lealtades. Cómo latía en esas páginas
-Dion Casio no la “vio”- esa alma errante
que desde las arenas de Arabia y Mauritania
a Bretaña salvaje,
extendió “el arco del Imperio”,
desde el Danubio al Rhin,
pacificando Asia, poblando los dilatados horizontes
de sabias arquitecturas, leyes justas,
ese griego de corazón, Graeculum,
el primer Emperador con barba de filósofo.
Son, una noche, las tres cartas
que le debemos a Dositeo. Y -¿1980?- una relectura
lenta, paladeando cada palabra, cada pensamiento,
la hondura de su reflexión, de MÉMOIRES D’HADRIEN,
sentado en una sombra, en el Foro romano,
teniendo ante mis ojos los restos del inmenso
-cantan su belleza quienes jamás lo vieron-
templo de Roma y Venus.
Luego fue Itálica.
Con la luz andaluza que bruñía
los árboles y los despojos de la gloria.
Pasé mis manos por aquellas piedras.
Toqué el Imperio. Dejé que me invadiera
una dicha solemne. Comprendí.
La memoria de Adriano, esa memoria donde la pasión se funde
con el Arte, placeres, leyes, gestas
de la espada, ¿no es lo mismo
que los Silencios de la Maestranza? ¿El rostro de Adriano,
el orden de vivir que irradia, su sabiduría,
no lo he visto a veces en alguno que me topo
paseando junto al río, en ese puente
por el que bajará la Esperanza de Triana,
mientras me encamino a la grandeza
de los vinos y tapas del “Sol y Sombra”?
Y es en la Primavera
del 85, Villa Adriana, esas ruinas inefables
de lo que él nos regaló
como museo de reproducciones
de lo que había amado en este mundo,
el Liceo de Atenas, la Academia,
el Pórtico de los Colores, canopes que eran la memoria
del Egipto, estanques a la sombra de luminosas arboledas
donde las ninfas extendían sus mantos,
aves de lumbre, furia de los sentidos, y la alta Biblioteca
donde dejar volar los pensamientos. Allí, por esas sendas
Adriano paseó con otros seres escogidos
o bajo la noche al amor se entregaba
con hermosas mujeres y adolescentes como ángeles. Allí toqué
la piel de la cima del refinado espíritu
de un gran Jefe de Hombres. En su honor
-él los había escuchado en los largos atardeceres-
dije yo allí en voz alta versos de la ENEIDA,
de Homero, de Propercio,
de Safo. Dije
“Interea mediumAeneas iam classe tenebat
certus iter fluctusque atros Aquilone secabat
moenia respiciens, quae iam infelicis Elissae
conlucent flammis”, evoqué
las astucias de Ulises, el cuerpo
de esa virgen de rubios cabellos
del Libro II de las ELEGÍAS. . . Las palabras resonaban
sobre el silencio de las ruinas
como si fueran luz del sol.
Y ahora, una vez más,
esta tarde de bronce, junto al Arno,
vuelves a mí en la fotografía que las manos de una joven
sostienen, un Antinoo. La joven lo contempla conmovida.
Pienso que como pocos otros símbolos
de lo que amo, tu memoria
ha acompañado asiduamente
mi vida. ¿Cuántas veces
he pasado -hasta ya ni mirarlo-
ante esa Moles Hadriani, ese Sant’Angelo
que me lleva a SanPietro? Cuando ni miras algo,
es que ya está en tu sangre, tan tú como tu carne.
Como lo es el busto de las Termas,
o el asombroso del Vaticano, y cerca de él,
ese divino Antinoo como Baco, ese joven bitinio
cuya sensualidad, cuya belleza
-ah, haber podido ver el de Antoniano de Afrodisias-
incendiaron tu alma. Cuantísimas mañanas
lo primero que mis ojos han contemplado al despertar
ha sido el Panteón, por mi ventana sobre la placita;
y cuántas noches, la última
copa junto a la fuente
ha brindado por su belleza,
y ha brindado por ti.
Un gran maestro dijo que uno
se obliga a vivir porque de vez en cuando
vivir es extraordinario, es memorable.
Entre esos instantes
-Juan de la Cruz o pasear por Istanbul, Mozart, Velázquez,
Nabokov, Borges, Shakespeare, el mar,
eso que a veces hay en la mirada
de una mujer-,
pensar en lo que hiciste,
tu recuerdo de Emperador tan sabio y valeroso,
enriquece mi vida, anima
mi pensamiento. Bien podría
decirte lo mismo que hace años
ofrecí a Marco Aurelio en unos versos:
Te hubiera seguido con orgullo.
JOSÉ MARIA ÁLVAREZ
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