Debió celebrar por todo lo alto nuestro flamante regente la victoria ante el moro porque tuvo que guardar cama durante unos días como fruto de una calentura. Y es que no estaba ya el infante treintañero para muchos trotes, a tener en cuenta por la delicadeza de su salud. Repuesto, partió de Sevilla a la corte parando primero en el Monasterio de Guadalupe para orar y dar gracias por la victoria. La corte, por su parte, después de pasar carnavales en Tordesillas y la Pascua en Segovia volvía a instalarse en la capital del Pisuerga. Hasta allí llegaba el infante el 2 de abril de 1411 donde había mucho que tratar. Supo de los enfrentamientos fraternales entre nazaríes y meriníes por el control de plazas como Gibraltar de la misma manera que, esta vez con ánimos más benignos, llegaba desde Portugal una embajada de paz para poner fin a la brecha abierta entre ambos reinos desde el desastre castellano y gloria portuguesa de Aljubarrota. Poner fin a las hostilidades suponía la renuncia de los
Trastámaras a los derechos sobre Portugal, pero los asuntos de Aragón eran de tan suma importancia como para tener un frente abierto por las espaldas, así que se terminó cerrando una página más en la eterna historia amor-odio entre Portugal y Castilla.
La Reyna mandó llamar a los Procuradores de las ciudades e villas, e mandóles e rogóles que consintiesen que ella pudiese hacer merced al Infante su hermano de los dichos quarenta e cinco cuentos. E como todas las Comunidades destos reynos, e los más de los caballeros e perlados tuviesen grande amor al infante por ser el más humano e más gracioso a todos, e más franco de quantos Príncipes en España habían conoscido, todos tuvieron gran placer que el infante hubiese estos cuarenta e cinco cuentos. E así la Reyna ge los mandó dar, con los quales el Infante tuvo con qué pagar la gente que para su conquista le convenía. Idílico panorama el que nos presta la
Crónica del Rey. Efectivamente, de nuevo se reunían las cortes y de nuevo se pedía más dinero, cuarenta y cinco millones de nada. Claro que
gran placer..., pues miren, no. Como siempre era una partida de tira y afloja, casi un regateo, que terminaba ganando el príncipe de turno. El pacto fue que el dinero iba a financiar la guerra -y así se hicieron los procuradores jurar a los regentes- pero la guerra de verdad, la de Granada, no la guerra diplomática por la corona de Aragón que es para lo que verdaderamente se iba a emplear el dinero. Una vez más terminaban los regentes colándosela al reino. Pero es que el perjurio bien les valía la pena... Y se preguntarán ustedes lo condesciente que se ve a Doña Catalina con los
negocios de su cuñado... Y no es para menos, mandarlo a Aragón era lo mejor para quitárselo de encima. Inocente ella...
Con la hacienda llena se llevó a cabo la empresa política sucesoria. No obstante, alguna esperanza debió tener la reina Catalina -y no sin razón- puesto que acordó con su cuñado celebrar una junta de juristas -otra- para dilucidar sin ámbito de duda el candidato más legítimo presentado por Castilla: si el infante o el rey niño que, no olvidemos, era el hijo de su hermano mayor. Los letrados, unánimemente, se apostaron muy pragmáticos, pues el criterio que los motivó fue político y no jurídico ya que
en Aragón non obedesçerían por Rey al que era Rey de Castilla.
En seguida parte una embajada para Aragón con la propuesta sucesoria castellana. Esta candidatura venía a sumarse a otras cuatro, a saber: el conde Jaume II de Urgel, biznieto de Alfonso IV de Aragón, yerno de Pedro IV el Ceremonio y cuñado de Martín I el Humano al estar casado con la infanta Isabel de Aragón, tiastra de Don Fernando; Luis de Anjou, duque de Calabria e hijo del rey de Nápoles, yerno de Juan I de Aragón al estar casado con la infanta Violante de Aragón, prima de Don Fernando; Alfonso de Aragón, casi octogenario y duque de Gandía, nieto de Jaime II de Aragón, moriría antes de la elección final; y por último Fadrique de Aragón o de Luna, menor de edad e hijo natural de Martín de Sicilia y nieto de Martín I de Aragón. Mas, con todo, las verdaderas candidaturas eran las del regente de Castilla, Fernando
el de Antequera, y el del conde de Urgel.
Mientras tanto la corte se traslada hasta la villa segoviana de Ayllón, más cercana a la frontera aragonesa y, por tanto, de sus asuntos. Asimismo, la embajada castellana encabezada por el fiel obispo Rojas y por el justicia López de Stúñiga a Zaragoza para tratar con Antón de Luna -pariente de nuestro Álvaro- y el arzobispo de la ciudad, cabezas políticas de la crisis sucesoria. El asunto se antojaba complejo. Y eso que empieza bien porque ambos cabecillas se presentaban como partidarios de defender el
legitimismo, mas pronto se supo que el de Luna ya andaba en consersaciones muy avanzadas con el candidato Urgel. Fernando, con la gloria en la cabeza, saca musculitos y manda a mil quinientos hombres para reforzar a sus apoyos aragoneses. El ambiente en Zaragoza se hace muy tenso entre las dos facciones así que terminan interviniendo el papa Benedicto -otro Luna como sabemos- y el parlamento de Cataluña que, sensatamente, proponen una tregua de tres años mientras unas cortes en Calatayud zanjan la crisis sucesoria. El problema es que Antón de Luna, el partidario de Urgel, pierde los estribos y asesina al arzobispo. El escándalo fue mayúsculo y los partidarios de Fernando, con el aragonés Pedro de Urrea a la cabeza sostenido por las tropas castellanas, amenaza con defender la candidatura fernandina por las armas, o lo que es lo mismo, una guerra civil, una guerra de sucesión. Tampoco los regentes castellanos desde el otro lado de la frontera quedaron de brazos cruzados y enviaron cartas a grandes y diputados aragoneses pidiendo no apoyar una candidatura con las manos llenas de sangre en tiempos de treguas juradas. Antón de Luna tiene que salir por patas y refugiarse en el
castillo de Loarre.
Paralelamente la vida seguía en Ayllón. Se tuvo la visita del arzobispo don Pedro de Luna, para presumible alegría de nuestro Álvaro, o la más llamativa y trascendental de Vicente Ferrer,
eminente y laureado teólogo del orden de predicadores, de costumbres las más puras, de integérrima conciencia, perfecto y acabado modelo de moderación y dulzura en todas las épocas de su vida, lleno de modestia y benevolencia y de caridad..., del que también se decía que convertía con sus prédicas a moros y judíos, verdadero milagro proclamaban pero...
entre muchas notables cosas que este Santo Frayle amonestó en sus predicaciones, suplicó al Rey e la Reyna e al Infante que en todas las ciudades e villas de sus reynos mandasen apartar los judíos e los moros, porque de su continua conversación con los cristianos se seguían grandes daños ya que para el padre Ferrer
el sexto pecado es que non devemos sostener entre nosotros jodíos nin moros, nin consentir que ellos vendan cosa alguna que sea de comer a cristianos, nin consentir que sean çirujanos nin físicos, nin sean regidores de villas nin de lugares. E maldicho es el cavallero o señor o dueña que a jodío nin moro faze su almoxarife. Y debió haber buena comunión entre el célebre padre y los príncipes, puesto que sabemos del apoyo prestado por aquel
al de Antequera, el cual se mostraría como determinante, y, que al año siguiente mismo, la reina decretaba el
Ordenamiento sobre el ençerramiento de los judíos e de los moros. Poco después el infante acabó postrado de nuevo, otra vez de calenturas, partiendo la reina con sus hijos para el monasterio de San Pablo de Valladolid donde quedarían
en toda paz e sosiego. Allí, la regente administraría el reino al antojo de su amiga, Leonor López de Córdoba.
En Aragón se consiguió reunir cortes en Alcañiz bajo la protección de las huestes castellanas. Los diputados acordaron nombrar una comisión de nueve miembros, tres por cada reino, para tomar la decisión definitiva. Pero no fue del gusto de Jaume de Urgel que mandó tropas gasconas hasta Valencia donde tenía fuertes partidarios. El infante, ya recuperado tras dos meses encamado, envía desde Cuenca a sus milicias, enfrentándose en Murviedro, de donde los valencianos salieron gravemente derrotados.