El viaje de Álvaro de Luna a Toledo puso de relieve el ascendiente que había alcanzado sobre el rey. Y, claro, estamos en un ambiente cortesano y, aunque la privilegiada posición del cañetero no dejaba de ser débil y prematura, era suficiente para levantar ciertas suspicacias, recelos y envidias. El rey Juan II, que en 1415 ya contaba con diez años, aunque ya no lejos de la mayoría de edad que entonces se declaraba a los catorce años seguía siendo un niño y era posible que el amor y cierta preferencia que mostraba hacia su maestresala pudiera mudar fruto de la inmadurez propia de la edad. Sin embargo, autores como Quintana ya vienen señalando que
una mitad de la Corte le obsequiaba y se postraba delante de su grandeza futura, mientras que la otra intentaba derribarle de aquel valimiento anticipado y trataba de separarle de palacio. A mí me resulta un tanto exagerado puesto que don Álvaro si bien gozaba ya de favores reales muy manifiestos, estos, sin embargo, no se materializaban en un poder político que ya pudiera preocupar a grandes y consejeros, yo lo englobaría más a bien a pequeñas intrigas palaciegas, y es que es evidente que en la carrera cortesana ya Álvaro tomaba cierta ventaja y dejaba atrás a otros aspirantes con la rivalidad que eso podía conllevar.
Las envidias no sólo van a quedar en el terreno palaciego, y es que la alcoba también va a tener algo que decir:
las dueñas e las doncellas de la Reyna, e todas las grandes señoras, le daban muy grand favor a lo que fazía e dezía, más que a ningún de todos los otros. Ya tenemos todos los ingredientes para una novela o un culebrón jaja. Verdaderamente no podemos pasar inadvertido que nuestro protagonista contaba entonces con veinticinco años, está en el máximo apogeo físico, no era de extrañar que damas y doncellas bebieran los vientos por ese joven gentil, vigoroso, con gracia en las maneras y en el vestir, inteligencia, de buena familia, habilidoso en ejercicios físicos y en la música amén de un prometedor futuro... Debió tener muchas aventuras aquel joven galán -se le conocen hijos extramatrimoniales- con mujeres que bien buscaran un buen matrimonio o simplemente disfrutar de sus artes amorosas. He aquí más razones para envidias y deseos de verlo fuera de la corte.
Todo viene a estallar a raíz de la boda de la infanta María. El rey Fernando, al que dejamos en Valencia tratando el Cisma de la Iglesia, apremia a su cuñada a que le envíe a la infanta a sus reinos para realizar los deposorios con el príncipe Alfonso y cumplir con el testamento del rey Enrique III. Hay que decir que el negocio de esta boda fue política de Estado de altos vueltos, y tiene todo el sentido. Enrique III, muerto prematuramente como sabemos, dejó un solo hijo varón, el rey Juan, siendo un bebé. Teniendo el cuenta la enorme mortalidad infantil de la época, existía la posibilidad de que aquel niño no llegara a superar la infancia, por lo que, para garantizar la sucesión sin alteraciones y para evitar que el trono de Castilla cayera, como el navarro, en manos extranjeras se acordó el compromiso de la primogénita de los reyes, la infanta María, con el primogénito del infante, Alfonso; de la misma manera se hizo con la infanta Catalina y el infante Enrique, hermano de Alfonso. Teniendo esto en cuenta Fernando se decide a materializar el compromiso de su hijo, que ronda ya los diecinueve años mientras que la infanta ronda los trece, no sólo para que su heredero pudiera tener cuanto antes el suyo, sino porque estaba tremendamente necesitado de caudales ante la mala situación de la hacienda aragonesa y la dote de la infanta podía ser una remedio a tan precaria situación. En la dote iba el rico marquesado de Villena pero, ante la negativa del Consejo Real de dejar tan importante territorio en manos aragonesas, se canjeó por doscientas mil doblas de oro mayores castellanas.
...E como por estos días la Reyna doña Catalina, madre del Rey, enviase la infanta doña María, su fija, a casar con el príncipe don Alfonso, primogénito heredero del reyno de Aragón, algunos, por apartar a don Álvaro de Luna del Rey e de la su corte, toviron manera con la Reyna que don Álvaro de Luna fuesse con don Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo, e Juan Álvarez Osorio, señor de Villalobos, e otros grandes que iban con la infanta por la acompañar... (...) especialmente trató esta idea de don Álvaro de Luna, Juan Álvaro de Osorio, por quanto avía grandes celos de don Álvaro de Luna y de doña Inés de Torres, donzella de la Reyna, muy allegada a la voluntad de la Reyna. E deçíase este Juan Álvarez fazer de aquella doncella toda su voluntad, e por el grand amor que doña Inés de Torres mostraba a don Álvaro de Luna, Juan Álvarez avía dello grandes celos... (...) ella lo apiadaba e curaba con sus propias manos, no dando lugar a que otra ninguna tratase su persona salvo ella. E en aqueste tiempo doña Inés de Torres le movía muchas razones e fablas, dándole a entender cómo lo amaba muy de corazón. Esto es lo que recoge la
Crónica. Inés de Torres era la
favorita de la reina, sustituta de aquella Leonor de Córdoba, y pretendida o prometida de este Juan Álvarez de Osorio, señor de Villalobos e importante noble leonés bien posicionado en la corte. Afirma la
Crónica que este Juan, fruto de los celos, intriga para apartar a Álvaro de su amada y vaya en el cortejo que acompañe a la infanta hasta Aragón. Es perfectamente posible que existiera el romance entre Inés y Álvaro, amoríos compartidos con otras damas seguramente. Lo que no parece ser cierto es que aquello fuera la razón para que don Álvaro fuera en el cortejo, mandarlo a Aragón y apartarlo de la corte. Primero porque el viaje era temporal, era de acompañamiento, así que más pronto que tarde estaría de nuevo en palacio, y segundo porque teniendo en cuenta lo que acababa de suceder con el viaje a Toledo, resulta extraño que ahora la reina diera el visto bueno a aquella intriga, y menos el rey. Más bien pudiera ser que fuera el propio Álvaro el interesado en el viaje, el ir hasta Aragón podía significar reunirse con sus familiares aragoneses ahora que su valedor había muerto y poder ver o conocer, por ejemplo, al tío Papa, o que, más aún, fuera el mismísimo Papa el que le pidiera que aprovechara el viaje para venir a verle, dada su situación personal en esos momentos como veremos, no es descabellado pensar en que quiso ver a aquel sobrino bien situado en la corte castellana y servirse de él para sus negocios. Sea como fuere, quedó dentro don Álvaro dentro de aquel séquito que acompañaría a la infanta. No fue del agrado del monarca que...
El rey quando vido que todavía era despuesto don Álvaro de Luna de se partir, non pudo sofrir que las lágrimas no le viniesen a los ojos... e abraçándole muy amigablemente díxole que si todavía quería su serviçio se viniese luego para él.Vista actual de la catedral de Valencia. |
valencianews.es Tras esta entrañable escena, que acompañaría a la de la propia infanta con su madre y hermanos, partía la comitiva de Valladolid a Valencia. En Requena, antes de llegar a la raya valenciana, fueron recibidos con grandes festejos por el propio rey Fernando, caminando juntos el resto del trayecto. La boda tendría lugar el 10 de junio en la catedral de la ciudad y, dada que era la primera boda real de la que eran testigos los valencianos, no estimaron en gastos y celebraciones: hogueras, fuegos artificiales, bailes populares con participación de los novios, procesiones, torneos... Entre medio de las fiestas fue nuestro Álvaro recibido y agasajado por sus familiares Luna, especialmente para él fue la bendición que recibió de su tío el Papa. Sin embargo...
Ca después que se partiera don Álvaro del rey de Castilla en Valladolid, no pasaron muchos días que el rey le escribió mandándole e rogándole muy afincadamente que se viniese luego para él; e aun rogó el rey a la reyna, su madre, que aquello mesmo le escribiese e enviase a mandar.Así que poco pudo disfrutar del ambiente familiar cuando tuvo que partir de nuevo para Castilla. Y pasó que a su vuelta, más allá de alegrías y pesares de unos y otros, se armó
otra intriga cortesana. El acento se puso de nuevo en aquel señor de Villalobos -se ve que lo tenía entre ceja y ceja-, y éste logró convencer a la propia reina de que era conveniente casarlo cuanto antes para evitar que siguiera
escandalizando con sus galanteos. La dama propuesta fue Constanza Barba, al servicio de la infanta Catalina y
favorita de forma presunta de don Álvaro. Doña Catalina citó a ambos enamorados a la vez aunque primeramente tuvo audiencia con la dama y con su madre que, tras oír la proposición matrimonial, quedaron encantadas. No así don Álvaro que, según apuntan estas versiones, oyó desde la cámara contigua la conversación y partió de la corte sin permiso -y con real plantón- para Villadiego donde estuvo varios días
en su casa. Volvió a la corte tras un nuevo requerimiento del rey. De ser cierta esta historia, demuestra lo claro que tenía don Álvaro su futuro en cuanto al matrimonio, ya que una simple doncella, por la que perdía el seso, no fue del agrado del futuro condestable para un matrimonio, y seguramente menos fue de su agrado la conducta de la propia reina, sin una mísera consulta previa.
El Papa Luna. |
josecarlosrincon.blogspot.com.esPero pongamos ahora la vista en los importantes negocios que atañeron al rey Fernando en Aragón. A primeros de este año de 1415 la reina Juana II de Nápoles, hermana y heredera de Ladislao I, reclamaba al rey Fernando a su hijo el infante Juan para matrimonio. Esto suponía un gran negocio, puesto que era sentar a su segundogénito en el trono napolitano, y el mismo Papa así se lo hizo ver, harto interesado puesto que al ser el infante Juan rey de Nápoles y, por tanto señor de Roma, podría volver a la Ciudad Eterna y resolver el Cisma católico. Pero el problema residía, además de que Juana ya era cuarentona cuando el infante tenía poco más de dieciséis primaveras, en que ya existía el compromiso entre el infante y la infanta heredera de Navarra doña Blanca, viuda del rey Martín de Sicilia -el fallido heredero de Martín I de Aragón-, y los reyes navarros se opusioneron a romper aquel negocio. No obstante, envió el rey Fernando a su hijo hasta Sicilia con un gran séquito castellano.
Pero mientras se aclara el futuro de este desenvuelto infante, se sigueron negociando el asunto del Cisma en la Iglesia. Recordemos que Papa, Emperador y Rey habían acordado entrevistarse en la ciudad de Niza, mas de nuevo la delicada salud del rey aragonés hizo romper lo previsto puesto que no podía viajar por mar y acordaron verse en Perpiñán, en el reino de Aragón. Papa y Rey, una vez en Perpiñán en agosto de ese año y acompañados del príncipe Alfonso, recibieron y se entrevistaron con los embajadores imperiales a la espera del mismo emperador. Con ellos acordó el Papa, bajo petición imperial, que estaría dispuesto a renunciar a su dignidad -dignidad sólo reconocida en los reinos hispánicos, dicho sea de paso- si eso suponía el bien de la Iglesia y de la Cristiandad. Con esta buena voluntad se recibía al Emperador en septiembre de 1415 en medio de solemnes agasajos. El emperador se hizo acompañar de grandes señores que previamente habían visitado las cortes de Granada, Portugal y Castilla además de los embajadores de Inglaterra, Francia, Hungría, Polonia y Navarra. En medio todo ese increíble aparato se producirían las negociaciones y el propio emperador Segismundio pidió la renuncia al Papa Luna, cuya respuesta se hacía de forma ambigua. -Por cierto, en las reuniones entre el rey Fernando y el Emperador era el príncipe Alfonso quien, en latín, hacía de intérprete.- Impacientado, presentó Su Majestad las renuncias de los rivales, Juan y Gregorio, encima de la mesa de Su Santidad, mas la respuesta seguía siendo dilatoria, ninguna renuncia plena. Así que, ante el apremio de los conciliadores, presentó el emperador un ultimátum de cinco días al viejo Luna. Respondió el Papa que sólo renunciaría si se anulaba el proceso contra su persona por una junta de cardenales imparciales y en territorio imparcial, respuesta que conllevó un monumental enojo del emperador que no abandonó Perpiñán gracias a los ruegos del rey y los infantes. Intentó convencer el rey Fernando al Papa bajo la amenaza de retirarle obediencia mas una nueva evasiva agotó la paciencia imperial retirándose a Salses donde esperó a ruegos de Fernando. Tres veces más requirió el rey la renuncia en vano, puesto que el testarudo Luna evadió dar respuesta y se marchó a Peñíscola. Sintiéndose burlado envió una embajada a Peñíscola pidiendo la renuncia sin más mientras una junta de letrados recomendaba la retirada de la obediencia contando, incluso, con la aprobación de San Vicente Ferrer. En diciembre de 1415, tres meses después de negociar con Benedicto, Fernando acordaba con el Emperador que los reyes que obedecían a Benedicto XIII le retiraran la obedencia, dejando la obediencia castellana en manos del propio Fernando.