Antes de dar la orden de fuego a los cañones, el rey, puntilloso como siempre, dio a la población la última oportunidad para rendirse. Aunque de Gaucourt y de Estouville conocían las consecuencias de su negativa, su deber y su honor no les permitían tomar otra decisión. Rechazaron la oferta al instante.
El asedio que siguió es, literalmente, de manual de guerra. De hecho, Enrique sigue al pie de la letra el
De Rei Militari de Vegecio, que data del siglo IV pero que fue traducido y glosado por gran cantidad de escritores medievales.
El asedio de Harfleur en una obra de 1449.
Los suburbios fueron incendiados y despejados para poder colocar sus cañones y máquinas sitiadoras, utilizando a todos los carpinteros que acompañaban al ejército en la labor de erigir enormes empalizadas para protegerlas. El asalto fue devastador: durante días enteros los 78 artificieros mantuvieron un bombardeo incesante, trabajando por turnos sin permitir un respiro a los sitiados. Los cañones y catapultas se dirigían al bastión que guardaba la entrada de Leure, las torres y las murallas que se desmoronaban bajo los 10.000 proyectiles de piedra. El ruido debía ser terrible.
Frente al ataque, de Gaucourt y sus hombres contaatacaban con un coraje y determinación que se ganó la admiración del capellán inglés que escribió la Crónica. Respondían con un bombardeo en represalia con cañones, catapultas y ballestas. Cuando se hizo imposible seguir defendiendo las destrozadas murallas, los franceses siguieron luchando obstinadamente entre las ruinas.
De noche, cuando los cañones hacían un alto y los ingleses dormían, los franceses procuraban reparar sus defensas con lo que podían, cubriendo las superficies de arcilla con la esperanza de amortiguar los golpes de los proyectiles.
Mientras, los mineros galeses trabajaban duramente excavando bajo las fortificaciones de Harfleur. El mayor esfuerzo se hizo bajo el camino de Rouen, donde estaban las tropas de Clarence, porque aquí no había foso que molestase. Estaban excavando una red ded túneles bajo el punto más débil de la fortificación, apuntalados con soportes de madera que, en el momento preciso, serían incendiados haciendo que el túnel se viniera abajo. La diferencia con una mina normal, donde se trabajaba incluso de rodillas, es que estos túneles tenían que ser lo suficientemente grandes como para derribar toneladas de mampostería, lo que quiere decir que los hombres podían permanecer de pie dentro.
Los sitiados sólo tenían una posiblidad, responder con una operación parecida, abriendo sus propios túneles por debajo y dentro de las minas enemigas para destrozarlas antes de que llegasen a las murallas. Si se daba el caso, que se daba, de que de repente abres un agujero y te encuentras cara a cara con el enemigo, se daba un combate singular pero bajo tierra, oportunidad muy estimada por caballeros y escuderos para demostrar un valor personal excepcional, puesto que el combate en estos confines tan estrechos y con cualquier arma al alcance entrañaba mucho peligro, lo que aumentaba su prestigio.
Se sabe que sir John Cornewaille por los ingleses y Raoul de Gaucourt por los franceses bajaron varias veces a las minas con la intención de entablar batalla con el enemigo.
De todas formas no se logró nada en claro con las operaciones mineras ya que la gracia del asunto está en cavar tu túnel sin que el otro te vea, pero la disposición de Harfleur no lo permitía, por lo que cada túnel inglés era destrozado por los franceses, que sabían dónde tenían que cavar. Lo único bueno es que de esta manera tenían de dividir sus fuerzas en la defensa de la ciudad y la distracción benefició a los ingleses.
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La expresión suprema de la belleza es la sencillez.
Alberto Durero.