Podéis imaginar el aprecio que los veteranos de Agincourt sentían por Enrique y, sin embargo, el pago de las soldadas era una manzana de la discordia entre el rey y sus soldados. Se trataba de un problema a la hora de hacer cuentas. Según las condiciones de los contratos que vimos, el pago debía hacerse por trimestre y por adelantado, pero sólo la mitad del primer pago se había hecho antes de partir para la expedición. Además para pagar el segundo trimestre se habían empeñado joyas y playa pero no había liquidez de dinero en metálico y encima, la mayor parte del ejército había regresado antes del final del segundo trimestre y en momentos distintos según la compañía.
Hacer las cuentas suponía comparar los documentos que aportaban los capitanes de las compañías con los contratos originales y con las listas de las asambleas de la campaña para comprobar los muertos o enfermos que habían vuelto a casa desde Harfleur. El asunto se volvió un caos así que Enrique, al que interesaba resolver el tema de forma justa y amistosa, se reunió en la Torre con su tesorero, el guardián del sello real, el arzobispo de Canterbury y sir Walter Hungerford. El rey decidió ignorar las distintas fechas de partida y llegada y fijar como fechas fijas de inicio y fin de la campaña del 6 de julio al 24 de noviembre de 1415. Es decir, un cómodo período de 140 días, lo que equivalía a 7 libras para cada hombre de armas y 3 libras y 10 chelines para cada arquero.
Aún así, y como las cosas en palacio van despacio, ocho años después de la batalla (y un año después de que Enrique hubiera muerto), a sir John Holland, a pesar de la estima que el monarca le tenía, se le debían 8.158 libras ( osea, 4 millones 56.000 € de los de ahora
) en concepto de pagas por la campaña de Agincourt (la guerra es un negocio caro...) Y no era el único, otros nobles tuvieron que hacer frente a las pérdidas de esas pagas. Eso podía suponer un tropiezo para las grandes fortunas de la época pero era un verdadero problema para la pequeña y mediana nobleza que 10 años después aún demandaba pequeñas cantidades en concepto de pagas, sobre todo las viudas de los veteranos se veían en dificultades.
Y todo este cacao maravillao se montó a pesar de la planificación cuidadosa de Enrique... imaginad lo que suponía ir a la batalla con un líder más desaprensivo que no se ocupaba de la intendencia o la financiación como había muchos. Se supone que tenías que ir a pelear por un rey que no te iba a dar nada a cambio y encima te iba a dejar hasta el cuello de deudas.
Al menos Enrique trató de compensar a sus caballeros cuando no podía pagarles con dinero. Al duque de Gloucester se le concedió el castillo y señorio de Lanstephan
A sir Gilbert Umfraville se le concedieó la tutoría y los derechos matrimoniales del hijo y heredero de sir John Mortymer.
A otros los nombró caballeros de la Orden de la Jarretera, una forma barata de premiar los servicios pero con mucho la más buscada y estimada por los hombres de armas. En teoría la orden no podía exceder los 26 miembros y 13 de ellos eran veteranos de Agincourt. A los caballeros y escuderos de menor rango se les recompensó de otro
modo: Enrique hizo la vista gorda ante la asunción no autorizada de escudos de armas por parte de algunos veteranos de la campaña. Durante años se asumió que todo el que había combatido en la batalla había sido elevado a la nobleza, incluso Skakespeare lo pensaba:
... pues el que hoy vierta conmigo su sangre será mi hermano: por villano que sea, este día le hará de noble rango...No es cierto, aunque algunos escuderos fueron nombrados caballeros durante esos meses, las filas de la nobleza no se vieron aumentadas inmediatamente por hordas de ambiciosos arqueros. Lo que pasa es que tras haber participado en una batalla de esa trascendencia hubo quien lo quiso reflejar de alguna manera en su escudo de armas y por ello lo cambió, pero sin pedir los permisos pertinentes y Enrique decidió pasarlo por alto. Un ejemplo: John de Wodehouse, cambió su divisa de armiño por una de oro con gotas de sangre esparcidas y el lema
Agincourt.
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La expresión suprema de la belleza es la sencillez.
Alberto Durero.