La partida de tenis entre el Maestre y el Rey duró algún tiempo más. Don Enrique, que tenía unas ganas cero de aparecer por la corte por miedo a represalias, pedía seguros para él y los suyos, que era menester tener rehenes para garantizar esos seguros y que no era honesto de su parte el nombrar a los enemigos que estaban junto al rey tal y como le demandaba. No daba ya para mucho la paciencia del rey que de nuevo se enfureció. Por ello suponemos que debieron trabajar mucho para convencerle y para que se doblegara a las peticiones del infante con tal de atraerlo. Así que prometió a don Enrique el seguro para él y para cuantos le acompañasen, que le daría por rehenes al sobrino del arzobispo de Toledo y a los hijos del almirante, de Mendoza, de Robles y del conde de Benavente, que llevaría a sus mesnadas fuera de la corte a excepción de las mil lanzas del conde de San Esteban -nuestro don Álvaro- del que no desconfiaba y que, fíjense, hasta incluso se mudaría de Toledo a otra villa o ciudad si ésta no le era de confianza. Pero siguió el infante pidiendo seguro no sólo para sus personas, sino también para sus mercedes, dignidades, tierras, etc. Pero el rey dio un puñetazo en la mesa, le ordenó que se dejara de porfías que él ya había hecho cuanto tenía que hacer. Luego don Enrique junto a su mayordomo Garci Fernández nombraron a los enemigos suyos que residían en la corte por los que ellos no era menester que se presentaran junto al rey, y venían a ser: el arzobispo Rojas, el adelantado Sandoval y el mayordomo Hurtado de Mendoza, los cuales no tardaron en defenderse ante el rey y consideraban que si por enemigos los tenía era por estar al servicio de la Corona. No le había dado tiempo a don Juan II a aplacar su ira cuando los mensajeros de Montiel alargaban la lista de enemigos: don Fadrique de Trastámara, el Maestre de Alcántara, el conde de Benavente, el contador Fernando Alonso de Robles así como todos aquellos que estaban en el Consejo desde Montalbán, y, por supuesto, al infante don Juan su hermano, por ser amigo íntimo del arzobispo y del adelantado de Castilla; sólo salvaba a don Álvaro de Luna y a algunos hombres más. Por tanto, si quería el rey que se presentaran ante él, estos hombres debían partir sin demora y entonces ellos acudirían sin pedir seguridades. El rey con gran enojo dijo al enviado de Montiel:
Quando vos ó otro alguno me dicese las desta enemistad é conociese que legítimas yo como Rey é Señor proveeria no solamente en lo que vos pedis de no haber consejo con ellos y en los hechos del mas aun pasaria contra aquellos por cuya culpa hallase ser estas enemistades ... é decid vos al Infante Don Enrique que pues él ha por enemigos los que a mí sirven que por esta mesma razon fiaré yo mas de ellos é á Garcifernandez respondido es por estos que nombra por enemigos. En todo ello yo proveeré como cunpla á mi servicio.
Ruinas del castillo de la Estrella, en Montiel.
El que sí terminó por salir de la corte fue el joven infante don Pedro, de diecisiete años -misma edad que el rey-, a ruegos del rey don Alfonso de Aragón, que hallado ya en Nápoles necesitaba a alguien con autoridad y confianza para defender los intereses de la corona aragonesa en aquellos territorios italianos. ¡¡Ya podía haber llamado al Maestre de Santiago!! Tuvo don Pedro licencia de su primo el rey, con la aquiescencia de su madre y de su hermano don Juan, al que le dio veinte mil florines para el viaje de su comitiva.
Total, que entre todos estos dimes y diretes nos plantamos en abril de 1422. Cansado, aburrido, enfurecido por la actitud del ambicioso infante, le envía una carta, otra más, con los seguros que pide y dándole una especie de ultimátum:
pór ende que le rogaba é mandaba que vista aquella -carta con seguros-
sin otro detenimiento ni larga se viniese para él á la villa de Madrit ó á otro qualquier lugar donde quiera que estuviese que él partiria luego de Toledo porque le habia enbiado decir el Infante que aquella cibdad le era sospechosa. ¡¡Qué más querías Enriquito de mi vida, si hasta los procuradores del reino se unieron a los ruegos!! Pues nada, para el señorito no era suficiente. No le valía un seguro real cuando por la corte pululaban sus enemigos. Así no le valía al muchacho... Y, claro, ¿qué creen que pasó? Pues que el rey don Juan, sí, era muy bueno, muy manso, muy tierno... Pero cuando te tocan la moral de semejante forma... ¡Al diablo con las cartas, los embajadores y tantas pamplinas que si quiere guerra la va a tener! Mandó reunir a su gente de armas y ordenó que partiría de inmediato para Montiel. El mensajero de don Enrique, alarmado -qué papelón el del muchacho este-, movió el cielo y la tierra en la corte, seguramente se dejaría las rodillas en el suelo ante el rey y ante don Álvaro con tal de que no partiera, y en resumen le pedía otro mensaje -estaba el rey como para más cartitas- con los seguros en la forma que el infante pedía para él y para sus caballeros, que hecho esto vendría don Enrique sin más dilación. Dicho esto el mensajero se envió, pero que el rey se movía lo tenía clarísimo, no se iba a matar por los caminos pero iba a ir, sin pausa pero sin prisa, como dándole una nueva oportunidad al infante a ver si es verdad que vendría. Así que se aposentó en Sisla a la espera de sus hombres de armas. El mensajero llegó a Montiel a la velocidad de la luz. Don Enrique ya vio que no tenía mayor margen de maniobra y mandó decir que sí, ¡¡por fin
!!, que lo esperaran en Madrid que el 14 de junio prometía estaría allí -tampoco se iba a matar por el camino- con sesenta hombre sin más armas que sus espadas. No obstante, no iba a ir don Enrique tan arropado como pensaba. Al condestable Dávalos y al adelantado Manrique debieron aflojárseles los intestinos... Puesto que le dijeron a su querido don Enrique con muy buenas palabras que todo muy bien, pero que el seguro que ellos tenían no era muy esperanzador, vamos que se lo veían venir. Así que dijeron los dos adiós muy buenas. El condestable se fue a Arjona, a sus tierras, y el adelantado a Yanguas, ¡a la frontera con Navarra!, porsiaca…
En cinco días se plantó el rey en Madrid a la espera de su primo. Se fue sin Rojas, que se quedó en su cama enfermo, y sin la reina María a la que mandó a Illescas seguramente para que pasara su embarazo -que ya para estas fechas debió ser público- lo más sosegadamente posible y alejada de acontecimientos desagradables como los que se iban a producir, no obstante don Enrique era su hermano. Cuando don Enrique, por su parte, se disponía a partir prohibió a su fiel Garci Fernández conde de Castañeda que le acompañase para evitarle el enojo que el rey tendría con él, mas don Garci le respondió
que no pluguiese á Dios que por mal que le pudiese venir él le dexase, produciéndose una enternecedora porfía entre ambos caballeros. Y se fueron juntos. Y ya el 12 de junio se plantaron en Pinto donde pernoctaron. El 13 después de la comida se dirigieron a Madrid donde solo fueron recibidos por el señor de Oropesa y por don Pedro de Portocarrero señor de Moguer, este, acuérdense, cuñado de don Álvaro de Luna. Y nadie más. Vamos, era una escena tal que me la imagino con la típica pelusa de desierto de las películas del oeste
... un frío recibimiento que podía presagiar lo que se avecinaba. ¿No se acuerdan cuando Fernando VII llegó a Bayona? Pues otro tanto.
Alcázar de Madrid antes de las enésimas reformas.
Estaba el rey preparado para la ocasión, en una rica sala de palacio con lo más granado de la corte: Luna, Robles, don Fadrique, Benavente, Enríquez, etc, etc -no así el infante don Juan, Sandoval, que andaban de caza
, ni el arzobispo-,
é quando el Infante llegó á la puerta de la quadra –que venía a ser como una gran sala, no donde se dejaban a los caballos jaja–
venian con él de los suyos Garcifernandez Manrique hasta veinte Caballeros de la Orden de Santiago. É Álvaro de Luna salió á él hasta los corredores y estuvo gran rato hasta entrar en la quadra por la mucha gente que le embargaba la entrada é como entró é vido al Rey, puso la rodilla en el suelo y el Rey hizo senblante de se levantar, é levantóse de vagar hasta quel Infante llegó cerca dél qual puso las rodillas en el suelo é besó mano al Rey el qual no le dió paz como solía -¡zasca!-
y el Infante puestas las rodillas en el suelo hizo su habla en esta guisa: -Muy alto dias ha que Vuestra Señoría me mandar que viniese a Vuestra lo qual yo no hice luego por algunos enbargos que en mi venida sentia de los quales asaz veces enbié hacer relacion á Vuestra Alteza ... é vengo como vasallo natural e obediente a vuestro mandamiento. Señor cerca de los hechos pasados de que Vuestra Merced tiene indignacion contra mí por contrarias informaciones Dios sabe que en todo ello fué mi intencion y es de vos servir parándome á qualesquier daños é peligros que me puedan venir pero Señor si por aventura de como los hechos pasaron Vuestra Merced algun enojo de mí hubo ó tiene suplícole humildemente lo quiera perder. Vasallo natural y obediente, dice… Encima con recochineo. Pero, sin más, el rey los despachó y don Álvaro los invitó a sus posadas acompañados por los mismos que los recibieron.
El domingo día 14 se celebró el Consejo. Don Enrique y Garci entraron en él y acto seguido lo hizo el rey, que tras tomar asiento invitó al resto a hacer lo propio. Allí fueron leídas por el secretario real una serie de cartas comprometedoras, que aparecían con el sello del condestable Dávalos, en las que se pedía al rey moro de Granada que se atacara al rey Juan, así como otras destinadas a caballeros del reino con el objetivo de crear discordias. ¡Alta traición! Don Enrique y Garci negaron aquellas acusaciones y rogaron al rey que se realizara una investigación. El monarca respondió afirmativamente pero, mientras, se iban a quedar un tiempo encerrados.
Muy bien dicho es que yo sepa la verdad deste hecho y esta es mi intencion é asi es mi merced de lo poner en obra pero en tanto que la verdad se sabe pues este caso a vos toca es mi merced que seais detenidos vos é Garcifernandez Manrique por ende vos primo id con Garciálvarez de Toledo-el de Oropesa-
é vos Garcifernandez con Pedro Portocarrero-el de Moguer-. El infante fue llevado a una torre que daba sobre la puerta del Alcázar y el conde de Castañeda fue enviado a otra que daba para lo que hoy es el Campo del Moro. Aquella noche llegó la noticia de la prisión a Ocaña donde estaba la infanta doña Catalina mujer de don Enrique,
la qual en sabiéndolo sin mas consejo tomar cavalgó en una mula é con muy poca gente. se fué camino de Segura -de la Sierra, feudo del maestrazgo-
donde llegó prestamente. Acto seguido mandó el rey requisar todos los documentos hallados en sus cámaras. De la misma manera envió órdenes de detención a caballeros de Córdoba y Jaén para el condestable Dávalos, encerrado en Arjona. Pero tan pronto éste lo supo salió pitando hasta la fortaleza de Segura donde estaba la infanta no sin antes escribir al rey declarándose inocente.
Castillo de Segura de la Sierra.
Hasta Segura envió embajadas el rey don Juan pidiéndole a su hermana que viniera para donde él estaba, que era lo mejor para el reino y para el futuro de su marido. Pero doña Catalina, que, ya saben, quien duerme en el mismo colchón…, se negó. El rey, muy enfadado, envió mesnadas para rodear la fortaleza y evitar que huyeran de allí. Mas, sin embargo,
el Condestable tuvo tal manera, que la Infanta salió é la llevó por montañas apartadas é se fué con ella á Aragon é aportó á un castillo del Reyno de Valencia que se llama Valvelda donde fuéron muy bien recebidos. -¿Soy el único que pienso que esto da para una serie?- En la huida fueron perseguidos por las tropas reales y a punto estuvieron de ser alcanzados, pero lograron cruzar la frontera justo antes de ello. Manrique, por su lado, consiguió pasar la frontera aragonesa y refugiarse primero en Tarazona y luego en Zaragoza. Como respuesta, el rey mandaba secuestrar todos los bienes del adelantado y del condestable.
Cinco o seis días después de la prisión de don Enrique llegaron a Madrid el arzobispo, Sandoval y el infante don Juan, enterados de todo en tanto en cuanto eran parte de aquel plan. Juntos pasaron el día de San Juan. Luego decidieron partir para Ocaña y hacerse cargo del control del maestrazgo de Santiago cuya maestre, don Enrique, estaba en prisión. También dispusieron que don Enrique fuera encerrado en el castillo de Mora a cargo del maestresala Pérez de Illescas. En este castillo estaba prisionero el ex conde Jaume de Urgel, ¿se acuerdan de él? Fue el que le disputó el trono armas en mano a Fernando de Aragón incluso una vez elegido este por los compromisarios de Caspe. Claro que no compartiría celda con el hijo de su enemigo y fue llevado en contrapartida a Madrid. En manos de Illescas se quedaría unos meses pero luego se descubrió un complot de sus hombres para liberar al infante, así que la custodia pasó al caballerizo mayor García de Hoyos. A Garci, después de unos días siguiendo el rastro de la corte, fue enviado a Ávila a casa de Gil González. Mientras, fue mandado Pedro de la Cerda, de la casa de don Álvaro y esto tiene su qué, a hacerse con todas las fortalezas fronterizas con Granada en posesión del condestable, el cual, finalmente, no fue acusado de traición, al demostrarse falsa la acusación, sino de desobediencia al rey.
Así que eso dio pie al despojo, así, a dolor. Primero el maestrazgo de Santiago. Retenido su maestre y fugitiva la
maestra había que atender a su administración. El rey se reunió con los trece comendadores-electores y, en definitiva, le dijeron por lo bajini que nombrase a maestre nuevo que estaban de don Enrique hasta el botafumeiro. Pero no lo quiso Juan II y eligió como administrador a Gonzalo Mexía, a la sazón comendador de Segura, donde se había atrincherado la
maestra. Las rentas fueron secuestradas a favor de la Corona eligiéndose una serie de recaudadores y, a cambio, el
sueldo de los comendadores y caballeros saldrían del tesoro real. En cuanto a las villas y fortalezas que tenía don Enrique en propiedad, por herencia, fueron entregas al heredero de Navarra su hermano, aunque hubo cierta resistencia en algunas como Alburquerque o Medellín. De la misma manera fue secuestrada la plata del condestable entre los firmantes de la prisión diviéndose en diez partes, dos para el infante y el resto para el arzobispo Rojas, el almirante Enríquez, el justicia Stúñiga, el conde de Benavente, el adelantado Sandoval, don Álvaro y el contador Robles. Por supuesto que estos se cubrieron bien las espaldas y pidieron al rey que si era su voluntad que se pusieran en libertad y volvieran a sus reinos el infante y compañía que no lo hiciese sin su consejo. Hay quien dice que don Álvaro no estuvo muy de acuerdo en ello... Pero como podría ser comprometedor tragó y se benefició tanto o más que el resto.
Y, claro, de todo esto había que dar cuenta al rey de Aragón, ya que don Enrique era su propio hermano y, más importante, había importantes fugitivos en sus reinos. Don Alfonso respondió a la embajada de su primo que sentía mucho lo ocurrido, que entendía que debía castigar los malos comportamientos pero... digamos que se lo tomó con calma, que ya le enviaría embajada. El de Castilla, viendo la excesiva diplomacia y enterado de los seguros de que gozaban Pero Manrique, Ruy López Dávalos y la infanta Catalina, estos últimos en la ciudad de Valencia bajo la protección del duque de Gandía y de la reina María, se enfadó y mucho. Y se quejó a su primo, pero éste, otra vez mansamente, le dijo que estudiaría el caso en Consejo y que en principio no debería oponerse a lo que la ciudad de Valencia había otorgado.
Celebráronse cortes en Ocaña aquel año de 1422. Y tratáronse temas cotidianos o tradicionales de las ciudades y el reino. Fueron hechas muchas concesiones a los procuradores que, a cambio, en cierta manera validaron lo ocurrido con don Enrique y los suyos obligándose el rey a que los procuradores fueran pagados por la Corona y no por las ciudades como hasta entonces se hacía, medida que causó no poca polémica, ya que era una medida de control descarada por parte de la Corona. Clausuradas marchó la corte a Alcalá de Henares donde el arzobispo Rojas se hallaba ya en las últimas, m
as en punto de muerte se hizo llevar en andas con gran deseo que tenia de estar y entende en la governacion, genio y figura. Allí moriría poco después, el 22 de octubre, el primado de las Españas a los cincuenta años de edad. Estuvo audaz el rey don Juan en la vacante de la sede primada. No queriendo que tan importante puesto fuera motivo de discordia entre las grandes familias de su reino y alteraran el orden que tanto le había faltado, hizo que el cabildo de Toledo eligiera como arzobispo al deán Juan Martínez de Contreras, no perteneciente a alta familia, con la aprobación papal.
En este tiempo, mientras se hallaba la corte en Alcalá, salía de cuentas la reina María, a la que dejamos si se acuerdan en Illescas en estado de buena esperanza y al margen de lo que sucedía en la corte. Siguiendo la costumbre con los partos de los primogénitos de reyes, don Juan II hizo mandar hasta su mujer a grandes caballeros, damas y prelados para que dieran cuenta de la buena nueva. Entre ellos fueron el obispo de Zamora, el maestre de Alcántara, doña Juana de Mendoza y doña Elvira de Portocarrero, mujeres de Enríquez y Luna respectivamente, o la monja doña María, hija del rey don Pedro. Allí parió a 5 de octubre de 1422 a una infanta a la que el rey ordenó que se la llamara Catalina, en memoria de su madre. Habría que esperar la llegada del heredero...