Lucio Tarquinio Prisco, en adelante Tarquinio el Viejo, era un tipo distinto del que los romanos solían elegir como magistrado. Para empezar, no tenía pasaporte ciudadano: hijo de un refugiado griego, llamado Demarato, que se instaló en la ciudad etrusca de Tarquinia y se casó con una chica de allí. Demarato era parte de la familia de los báquidas, que llevaba más de cien años gobernando en Corinto hasta que el tirano Cipselo los expulsó. Los etruscos lo recibieron bien a causa de sus riquezas y le mantuvieron el tratamiento real. Y así nació un niño brillante y ambicioso, educado a la griega (filosofía, geografía, matemáticas) que llegó a Roma entre la admiración, la envidia y la desconfianza de los oriundos.
Como detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, detrás de Tarquinio iba su esposa Tanaquil (Gaia Cecilia para los romanos). Una mujer con fama de entender augurios celestes, o sea, una sacerdotisa que al parecer se vio venir el grandioso futuro de su marido, que para eso era adivina. Fue ella quien le animó a trasladarse a la ciudad del Tíber porque, siendo extranjero, jamás sería capaz de hacerse con el poder en Tarquinia. En su nuevo hogar, en cambio, la aristocracia local no tenía tanto poder. Empezaron por hacerse un hueco en el círculo de amigos del rey Anco Marcio, quien hizo a Lucio Tarquinio tutor de sus hijos. Cuando el rey murió antes de que los chicos tuvieran la edad suficiente para ser sucesores al trono, Tarquinio utilizó su popularidad en los comicios para ser elegido el quinto rey de Roma. Los romanos fliparon en colores con él. Rico y despilfarrador entre gente pobre y tacaña, elegante en medio de palurdos, instruido en medio de analfabetos, un político griego en realidad, lo que lo convertía en un diplomático de mil recursos. Las familias etruscas, minoría rica pero influyente, comprendieron que él era su hombre, cansadas como estaban de ser gobernadas por pastores.
Y pronunciaba discursos ante la plebe, lo nunca visto. Y esa es la clave, el elemento nuevo de la historia de la ciudad que por primera vez se hace notar en los comicios curiados en los que los ciudadanos invisten al soberano, donde todos tenían el mismo voto, los mismos derechos y todos valían lo mismo. Una democracia casera, donde todo se discutía abiertamente entre ciudadanos iguales que se han criado juntos y conocen el prestigio y la estima de aquel que eligen para un cargo. En aquella Roma original, con sus angostas casuchas, vivían gentes que eran prácticamente familiares entre ellos, que sabían de quién era hijo cada cual, a qué dedicaba su tiempo libre, cuánto gastaba para comer, qué sacrificios había hecho en nombre de los dioses o si zurraba a su mujer. Pero para cuando Anco Marcio murió, la cosa ya no era así. Las necesidades bélicas habían estimulado la industria y favorecido a los etruscos (carpinteros, herreros, armeros y mercaderes) Llegados de Tarquinia, Arezzo o Veyes, sus tiendas se llenaron de dependientes y aprendices que, una vez liberados de su contrato, montaron otras tiendas. Los buenos salarios atrajeron mano de obra campesina a la urbe; los soldados una vez licenciados volvían con desgana al campo y preferían quedarse en Roma, donde había marcha y prostíbulos. Y torrentes de esclavos de guerra que luego de un tiempo podían comprar su libertad o ser manumitidos. En resumen, una multitud forastera que formaba el
plenum, la plebe.
Tarquinio y sus colegas etruscos se frotaron las manos pensando en el provecho que se podía sacar de aquella multitud, en su mayoría excluida de los comicios, si conseguían convencerlos de que un rey forastero podía hacer valer sus derechos. Respaldado por el establishment económico, les prometió el oro y el moro en la primera campaña con propaganda electoral conocida. Y lo logró, gobernando 38 años, y los patricios sólo consiguieron librarse de él asesinándolo. El regicidio no les sirvió de nada, ya veremos por qué.
Las casi cuatro décadas de gobierno de Lucio fueron el primer impulso de la Roma que todos conocemos. Fue autoritario, guerrero, planificador y demagogo. Quiso un palacio y se lo hizo al estilo etrusco, nada de casucha de barro, y mandó que le fabricasen un trono ostentoso donde se sentaba siempre con el cetro de mando en la mano y en la cabeza un yelmo con adornos de plumas. Le gustaba la pompa y el boato pero también se conocía el percal y sabía que la plebe se entusiasmaba cuando veía a su “valedor” en uniforme de gran gala rodeado por su guardia. Que se enteren esos campesinuchos patricios con quién están tratando. Pese a ser tan sacerdote como sus predecesores, pasó sacrificios y horóscopos y se dedicó al gobierno terrenal: política y guerras. Subyugó a todo el Lacio y les quitó tierras a los sabinos, los etruscos hicieron negocio con la industria pesada, los mercaderes hacían fluir los suministros. El historiador Tito Livio, que le odiaba, nos dice que fue un reinado de mordidas, sobrecitos, propinas, corrupción, sobrecargos al tesoro y
¿qué hay de lo mío? Es posible, después de todo somos latinos y el trapicheo lo llevamos en la sangre, pero aun así Roma dio un salto adelante en monumentos y urbanizaciones: ordenó trazar calles nuevas, barrios, un foro o plaza central y mandó construir auténticas casas en sustitución de las cabañas habituales (con techos inclinados, ventanas y atrio), el Circo Máximo y el templo de Júpiter en el Capitolio.
Pero la gran idea de Tarquinio, y probablemente la cosa que hizo que Roma sobreviviese al paso de los siglos, fue la Cloaca Máxima, que impidió que a los ciudadanos se los comiese la mierda con la que hasta entonces habían convivido. El nombre significa literalmente "La Alcantarilla Mayor" pese a que su propósito inicial era drenar las zonas pantanosas, algo imposible de conseguir sin la dirección de los ingenieros etruscos. El sistema original se basaba en un canal a cielo abierto que recogía las aguas de los cursos naturales descendentes de las colinas, drenando también la planicie del Foro Romano; este canal, algunas veces excavado por debajo del nivel del suelo, fue cubierto progresivamente debido a las exigencias de espacio del centro de la ciudad. Tenía su propia diosa, Cloacina, quien era también protectora del coito en el matrimonio (no sé si es un paralelismo acertado pero bueno, allá los etruscos
) Aquí tenéis el trazado original. A la cloaca sólo se podían conectar edificios con usos “oficiales” incluidas termas y letrinas públicas, las casas particulares, por rico que fueras, se las arreglaban con pozos negros. Más tarde se ramificó por varias zonas de la ciudad.
Como siempre que uno intenta avanzar y
modernizarse, cambiando de paso la cara de la ciudad pero también su
modo de vida ancestral, te topas de morros con los retrógrados; en este caso el Senado, depositario de la antigua tradición pero, sobre todo, con pocas ganas de aflojar su derecho a controlar al rey. En otros tiempos, lo hubiesen depuesto o hecho dimitir. Pero ahora hay que tener en cuenta a la plebe, que aún no tenía representación política pero que esperaba que Tarquinio se la concediese eventualmente, y que estaba dispuesta a sostenerle incluso por la fuerza. Era más fácil asesinarlo y eso hicieron. Pero como os dije no les sirvió de nada porque cometieron el error de olvidarse de su viuda, Tanaquil, convencidos de que por sus sexo no podría mantener el poder. Cosa que hubiera sido cierta si la dama hubiese sido romana, o sea, obediente, pero era etrusca, o sea, había estudiado y compartido con su marido el trabajo, estaba interesada en administración y política exterior y, ante todo, era más lista que los analfabetos senadores. Tanaquil ordenó retrasar el anuncio del fallecimiento del rey y comunicó al pueblo asomada a una ventana que, mientras se restablecía, el monarca había elegido a Servio Tulio, casado con su hija, para que gobernara en su nombre. Mientras tanto desterraron a los hijos de Anco Marcio, impulsores del complot, y al cabo de unos días, controlada la situación, se hizo el anuncio oficial del fallecimiento del rey, cuyos funerales presidió Servio Tulio en su primer acto oficial. Así, el ascenso al trono se efectuó de forma irregular, sin respetar el
interregnum (periodo de un año de reflexión que los comicios se tomaban antes de la elección del siguiente gobernante), sin el voto del pueblo y sin la ratificación del Senado. Hereditario, por primera vez.