Amadeo I se largó, cansado de haber aguantado lo inaguantable durante años sin obtener nunca ni una mínima recompensa emocional. Congreso y Senado, reunidos en sesión conjunta mientras esperaban el comunicado de renuncia de aquel soberano que no había logrado nada excepto romperse la cabeza tratando de entender a un país como el nuestro, se habían constituído en una Asamblea Nacional, con potestad para proclamar la Primera República. Esa República se proclamó después de que los diputados hubiesen asistido a uno de los más memorables discursos de don Emilio Castelar:
Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria.
El encendido verbo de don Emilio Castelar le valió a la Primera República el respaldo de 258 diputados, mientras que solamente 32 votaron en contra. En la misma sesión de Cortes, se produjo la elección del "Presidente del Poder Ejecutivo", una fórmula novedosa, fruto de la necesidad de mezclar en una persona la jefatura de Estado y la jefatura de Gobierno dado que la Constitución vigente no preveía un presidente de República cohabitando con un primer ministro. Era, por demás, bastante natural, dado que la Constitución se había redactado pensando siempre en un Reino, no en una República.
Ese "Presidente del Poder Ejecutivo" resultó ser Estanislao Figueras y Moragas, un barcelonés que pertenecía al sector federal del republicanismo. No obstante, don Estanislao tenía claro que había que apostar por una Primera República centralizada, sin dar rienda suelta al anhelo federalista que había defendido vehementemente en numeros artículos publicados en los años anteriores. Había que contemporizar, debió pensar don Estanislao. A fín de cuentas, España estaba en una situación en que no se podía permitir ni un ligero incremento de la tensión social: déficit presupuestario galopante, obligaciones crediticias que no se podían atender, agudísima crisis económica en todo el país y una inestabilidad que a menudo estallaba en serios conflictos. Las cosas estaban rematadamente mal. Baste decir que a los doce DÍAS de haberse proclamado la República, don Estanislao firmó el decreto que acababa con el servicio militar por levas de carácter obligatorio. El ejército pasó a ser un cuerpo de voluntarios, en el que cada soldado recibiría al día un chusco de pan (sí, un chusco de pan, habéis leído bien) y una peseta. Pensándolo bien, era más rentable apuntarse a la Milicia de Voluntarios de la República: cuando te alistabas te daban cincuenta pesetillas del ala, mientras que, a continuación, te llevabas el chusco diario (os lo podéis creer, que no es ninguna gansada mía) y dos pesetas en vez de una peseta por jornada.
En Madrid, la gente, temerosa por la repentina falta de seguridad, que en buena medida se debían a las turbamultas de republicanos radicales con sus gorros colorados en la cabeza, pidió al Alcalde la creación de una Milicia para la capital. De pronto, bajo autorización, surgieron una serie de batallones, a cada cual más pintoresco. El marqués de Bogaraya, Francisco Javier Valera y Ramírez de Saavedra, decidió organizar un batallón en el que, para alivio de su madre doña Clemencia, se alistaban exclusivamente los más elegantes y refinados miembros masculinos de la gran nobleza española. Eran tan finos, pero tan finos, que enseguida se llamó a ese batallón de milicianos el batallón del Agua de Colonia (no os riáis demasiado). En cambio, los comerciantes, liderados por un tal Ortiz Casado, formaron un batallón de milicianos respetablemente burgués pero sin pretensiones, por lo que se les denominaba el batallón del Aguarrás.
Siendo un aristócrata con varias grandezas de España, lo lógico hubiese sido que Pepe se integrase en el batallón del Agua de Colonia. Pero el fino instinto político de Pepe le llevó a actuar de forma absolutamente original. Acordaos de que durante la tremenda epidemia de cólera morbo, en el verano de 1865, Pepe y sus padres, don Nicolás y doña Inés, se habían decantado por no hacer lo que hacían la inmensa mayoría de los aristócratas: alejarse raudos y veloces de la capital, para respirar aire puro y no contaminado en sus fincas de recreo de distintas provincias. Aquello le había conferido a Pepe una popularidad sorprendente, nadie había olvidado que había tomado partido "por quedarse con la gente de a pié". En la nueva tesitura política que se abría en el primer semestre de 1873, Pepe decidió mostrarse, de nuevo, anticonvencional. Fundó su propio batallón, bautizado batallón del Aguardiente. Pepe sería el comandante, colocando en el rango de capitán al político de peculiar trayectoria Francisco Romero Robledo, a quien los madrileños solían denominar con guasa "el pollo antequerano" (era de Antequera, sí). Los sargentos eran, por un lado, el torero "Pucheta" y, por otro lado, el controvertido Felipe Ducazcal, el mismo que, unos añitos antes, había organizado, para ridiculizar a las damas de la rebelión de las mantillas, la pantomima aquella de unas prostitutas hechas unos pimpollos paseándose en carreta por "el Salón" (el Prado). El cabo de gastadores era otro torero: Frascuelo. Otros toreros y banderilleros servían de cabos. A parte de esa "oficialidad", el batallón se componía principalmente de gente de los "barrios bajos" de la ciudad. Abundaban los carniceros, los tratantes de ganado, etc. Debía de ser la mar de divertido comparar al batallón del Agua de Colonia con el batallón del Aguardiente.
Evidentemente, Pepe no daba puntaba sin hilo. En el imaginario popular, el batallón del Aguardiente, formado por aquella amalgama de tipos curiosos que cada noche se daban la francachela en tabernas y posadas trasegando aguardiente puro, quedó asociado a la causa alfonsina. Entre las clases sencillas, los humildes, que, huelga decirlo, siempre conforman una mayoría social, resultaba halagador pensar que sus toreros, sus banderilleros y el carnicero de siempre, junto con el tratante de ganado que vivía en la casa de al lado, eran "camaradas de armas" del mismísimo duque de Sesto. Fue una excelente operación de marketing la que dirigió Pepe en ese aspecto.
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