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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 04 Abr 2014 21:11 
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Yo soy, en general, muy fan de Arturo, pero el capítulo XXI de su Historia de España me lo voy a saltar después de haberle echado una ojeada muy superficial y a haber constatado que, pese a la superficialidad de la ojeada, ya habían sufrido un daño considerable mis retinas con alguna que otra frasecita. Me resulta un poquito ofensivo y no quiero enervarme con él por un único capítulo de una obra de revisión histórica por fascículos que estoy siguiendo con entusiasmo.


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 04 Abr 2014 21:24 
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A Arturito es que le pierden las formas :lol: y en esta entrega además es que ha patinado de lo lindo (como en su día el rey con esas frases de 2001 que reproduce el tal Susín). Pretender que una lengua se impone arrolladoramente a sus vecinas y coetáneas de forma espontánea y natural, por su cara bonita, es de un simplismo que pasma en alguien como Reverte, que de tonto no tiene un pelo...

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 04 Abr 2014 23:55 
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Pues ahí puede haber un bonito debate, puesto que muchos van en la línea de Pérez-Reverte en cuanto a la expansión del castellano. A mí también me resulta sorprendente, pero parece que el despegue de la lengua castellana ya era muy anterior al momento de ser "lengua oficial" del imperio o monarquía. Muchos factores intervinieron, y de hecho todo le vino de cara, pero su expansión no ha sido tan "impuesta" como, creo, se ha hecho creer; ser lengua de una corte tiene muchas ventajas, pero el sentido de la práctica (administración, Iglesia, comercio, etc) hace mucho, sin contar con la moda o el prestigio de una lengua madura, con su gramática, y rica en composiciones y autores. Fenómeno parecido al francés o el italiano, al fin y al cabo.

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Abr 2014 08:01 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXII)
XLSemanal - 07/4/2014

Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares. Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera. Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso. Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría.

Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha. El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías. Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses. Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito.

[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Abr 2014 15:58 
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Godoy escribió:
Pues ahí puede haber un bonito debate, puesto que muchos van en la línea de Pérez-Reverte en cuanto a la expansión del castellano. A mí también me resulta sorprendente, pero parece que el despegue de la lengua castellana ya era muy anterior al momento de ser "lengua oficial" del imperio o monarquía. Muchos factores intervinieron, y de hecho todo le vino de cara, pero su expansión no ha sido tan "impuesta" como, creo, se ha hecho creer; ser lengua de una corte tiene muchas ventajas, pero el sentido de la práctica (administración, Iglesia, comercio, etc) hace mucho, sin contar con la moda o el prestigio de una lengua madura, con su gramática, y rica en composiciones y autores. Fenómeno parecido al francés o el italiano, al fin y al cabo.

Está claro que no se quemaba en la plaza del pueblo al que no quería hablar castellano, pero si esto no es imponer un idioma no sé qué es... “Por la presente ordeno y mando a mis Virreyes del Perú, Nueva Granada, Nuevo Reyno de Granada… guarden, cumplan y ejecuten, y hagan guardar, cumplir y ejecutar puntual y efectivamente [...] mi Real Resolución [...], para que de una vez se llegue a conseguir el que estingan los diferentes idiomas, de que se una en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano, como está mandado por repetidas Reales Cédulas y Órdenes expedidas en el asunto.” Pero vamos, que no es nada nuevo, ni nada que se salga de lo usual para estos casos en (casi) todas las épocas y (casi) todos los imperios, así que tampoco entiendo a los que se empeñan en dibujar esa estampa idílica de la expansión del castellano, Doña Historia no conoce la palabra 'idílico'...

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Abr 2014 19:09 
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Vandal escribió:
Está claro que no se quemaba en la plaza del pueblo al que no quería hablar castellano, pero si esto no es imponer un idioma no sé qué es... “Por la presente ordeno y mando a mis Virreyes del Perú, Nueva Granada, Nuevo Reyno de Granada… guarden, cumplan y ejecuten, y hagan guardar, cumplir y ejecutar puntual y efectivamente [...] mi Real Resolución [...], para que de una vez se llegue a conseguir el que estingan los diferentes idiomas, de que se una en los mismos dominios, y sólo se hable el castellano, como está mandado por repetidas Reales Cédulas y Órdenes expedidas en el asunto.” Pero vamos, que no es nada nuevo, ni nada que se salga de lo usual para estos casos en (casi) todas las épocas y (casi) todos los imperios, así que tampoco entiendo a los que se empeñan en dibujar esa estampa idílica de la expansión del castellano, Doña Historia no conoce la palabra 'idílico'...


Desde luego, no sabría decirte nada idílico en lo relacionado con la Historia del género humano. Pero si se descontextualizamos las cosas, mal vamos. Yo estaba haciendo alusión a España en su concepto moderno, europeo. La península, vamos. Tú haces mención al caso americano y por lo que podido averiguar esa Orden es de la época del padre de mi rey, Don Carlos III. El caso de América tiene unas connotaciones muy distintas y hasta singulares; para los gobiernos ilustrados de la época tendría que ser una auténtica locura implantar sus reformas y órdenes y llevar una mísera administración en poblaciones que no hablaban cristiano (lenguas europeas). Yo deduzco que la medida, dado su contexto, iba encaminada al buen gobierno en los virreinatos de la España del otro lado del Océano. Incluso puede que sea una medida educadora propia de la época. En aquellos días, la única forma de acceder a la cultura (y a la religión) de aquellas gentes (hablo de los que no tienen origen europeo) era por medio de la lengua, conocer el castellano (lengua de la corte y el imperio) o el latín; así que nada mejor que dar un golpe en la mesa y publicar una orden y establecer un imperativo para que pudieran llevarse a cabo los planes de aquellos gobiernos. Hoy nos puede parecer una barbaridad, pero hay que situarse en la mente de los hombres de aquellos siglos. Aquellos pobres indígenas tuvieron que 'tragar' y aprender castellano, portugués, francés e inglés. Bueno inglés no, ellos no perdían el tiempo en la instrucción, preferían pasar directamente al exterminio. De todos modos, no se debió cumplir la Orden al pie de la letra, puesto que me parece (que nuestros amigos americanos me corrijan), hoy se siguen hablando lenguas indígenas en ciertas zonas de la antigua América española.

En cuanto al castellano, los nacionalismos han intentado demostrar que éste fue impuesto a la fuerza, y claro, esa legítima postura llevada al delirio por la bandera les hace cometer meteduras de pata. Estoy aburrido de encontrarme en miles de blogs, páginas o tuits el viejo bulo de que yo impuse, con la aprobación de mi rey, el castellano en todos los teatros de España con la prohibición de usar otro idioma. Una verdad a medias que se convierte en la más absoluto bulo. Resulta que a finales del XVIII y principios del XIX existía una grandísima preocupación entre los sectores ilustrados porque en España no existía una ópera nacional como sí existía en otras naciones europeas, caso de la italiana, que tanto furor hacía en aquel siglo y que todavía seguiría en el siglo XIX. La moda era completamente la ópera italiana, todos la preferían, y la poca ópera española que había aun cantada en castellano tenía enormes influencias italianas. Claro, todo esto para queja de los músicos de la casa, que no podían competir con las grandes compañías italianas. Todo esto se traducía en un problema de identidad nacional que se haría más grave durante el siglo XIX en pleno apogeo de los nacionalismos. Es en este contexto cuando el gobierno de mi rey, yo estaba fuera del gobierno en ese momento, lanza lo siguiente: "En ningun Teatro de España se podrán representar, cantar, ni baylar piezas que no sean en idioma castellano, y actuadas por actores y actrices nacionales, ó naturalizados en estos Reynos, así como está mandado para los de Madrid en Real órden de 28 de diciembre de 1799". Fue el primer intento de nacionalizar la ópera, la música y el teatro españoles. Se buscaba la protección y el fomento de la industria nacional, y de paso de evitar la propaganda exterior (en ese momento la influencia del gran corso en Italia era para considerar). De todos modos, aquella acertada medida apenas tuvo vigencia hasta 1808, ya que posteriormente, entre los pormenores de la guerra, todo volvió a la situación inicial. Pero he de advertir que esa medida no significaba el fin de las otras lenguas españolas; sí, sí. Era el Antiguo Régimen, y existían las leyes privadas o privilegios, los conocidos regímenes forales; y, por ejemplo, la ciudad de Barcelona se acogió a él y no implantó tal medida. Pero no se crean que preferían las magníficas obras en catalán, no, en la ciudad condal querían seguir disfrutando el arte italiano, furor, como digo, de los hombres contemporáneos míos. Con ello quiero recalcar lo importante que es saber el contexto en el que nacen cada medida como esa y estudiar qué fin es el que se busca.

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Abr 2014 20:01 
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Claro que hay que conocer el contexto, por eso digo, igual no me he expresado bien, que en todas las épocas y todos los imperios han pasado cosas parecidas y no hay que rasgarse las vestiduras por reconocerlo, porque lo normal antes era imponer las cosas, que para eso eran monarquías absolutas; y naturalmente todo era cuestión de política, de interés, de pragmatismo, de lo que se quiera, siempre había una razón, no se trata de que hicieran las cosas porque eran así de malutos (como pretenden los nacionalismos sectarios), que yo ni demonizo a la monarquía hispánica por hacer esas cosas ni nada, pero lo que sí tengo claro es que no fue algo tan natural como dice Reverte y como decía el rey en aquel discurso. El ejemplo que he puesto es de Carlos III y de América, pero es que en el enlace hay más referencias de todo el Antiguo Régimen y de España peninsular, y todo en la misma línea de imposición del idioma.

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 21 Abr 2014 09:51 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXIII)
XLSemanal - 21/4/2014

Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia. Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión. Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado. De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia. Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-.

Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558. La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos. Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón. O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía. El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 04 May 2014 09:28 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXIV)


Y ya estamos aquí con Felipe II en persona, oigan, heredero del imperio donde no se ponía el sol: monarca siniestro para unos y estupendo para otros, según se mire la cosa; aunque, puestos a ser objetivos, o intentarlo, hay que reconocer que la Leyenda Negra, alimentada por los muchos a quienes la poderosa España daba por saco a diestro y siniestro, se cebó en él como si el resto de gobernantes europeos, desde la zorra pelirroja que gobernaba Inglaterra -Isabel I se llamaba, y nos tenía unas ganas horrorosas- hasta los protestantes, el rey gabacho Enrique II, el papa de Roma y demás elementos de cuidado, fuesen monjas de clausura. Aun así, con sus defectos, que fueron innumerables, y sus virtudes, que no fueron pocas, el pobre Felipe, casero, prudente, más bien tímido, marido y padre con poca suerte, heredero de medio mundo en una época en que no había Internet, ni teléfono, ni siquiera un servicio postal como Dios manda, hizo lo que pudo para gobernar aquel tinglado internacional que, como a cualquiera en su caso, le venía grande. Y la verdad (dicha en descargo del fulano) es que lo de ganarse el jornal de rey se le complicó de un modo horroroso durante sus largos cuarenta y dos años de reinado. Para ser pacífico, como era de natural, el tío anduvo de bronca en bronca. Guerras a lo bestia, para que se hagan ustedes idea, las tuvo con Francia, con Su Santidad, con los Países Bajos, con los moriscos de las Alpujarras, con los ingleses, con los turcos y con la madre que lo parió. Todo eso, sin contar disgustos familiares, matrimonios pintorescos -se casó cuatro veces, incluida una inglesa más rara que un perro verde-, un hijo, el infante don Carlos, que le salió majareta y conspirador, y un secretario golfo llamado Antonio Pérez que le jugó la del chino. Y encima, para un golpe bueno de verdad que tuvo, que fue heredar Portugal entero (su madre, la guapísima Isabel, era princesa de allí) tras hacer picadillo a los discrepantes en la batalla de Alcántara, Felipe II cometió, si me permiten una opinión personal e intransferible, uno de los mayores errores históricos de este putiferio secular donde malvivimos: en vez de llevarse la capital a Lisboa (antigua y señorial) y cantar fados mirando al Atlántico y a las posesiones de América, que eran el espléndido futuro -calculen lo que sumaron el imperio español y el portugués juntos en una misma monarquía-, nuestro timorato monarca se enrocó en el centro de la Península, en su monasterio-residencia de El Escorial, gastándose el dineral que venía de las posesiones ultramarinas hispanolusas, además de los impuestos con los que sangraba a Castilla en las contiendas antes citadas -Aragón, Cataluña y Valencia, enrocados en sus fueros, no soltaban un duro para guerras ni para nada-, y en pasear a sus embajadores vestidos de negro, arrogantes y soberbios, por una Europa a la que con nuestros tercios, nuestros aliados, nuestras estampitas de vírgenes y santos, nuestra chulería y tal, seguíamos teniendo acojonada.

Con lo que, para resumir el asunto, Felipe II nos salió buen funcionario, diestro en papeleo, y en lo personal un pavo con no pocas virtudes: meapilas pero culto, sobrio y poco amigo de lujos personales: es instructivo visitar la modesta habitación de El Escorial donde vivía y despachaba personalmente los asuntos de su inmenso imperio. Pero el marrón que le cayó encima superaba sus fuerzas y habilidad, así que demasiado hizo, el chaval, con ir tirando como pudo. De las guerras, que como dije fueron muchas, inútiles, variadas y emocionantes como finales de liga, hablaremos en el siguiente capítulo. Supongo. Del resto, lo más destacable es que si como funcionario Felipe era pasable, como economista y administrador fue para correrlo a gorrazos. Aparte de fundirse la viruta colonial en pólvora y arcabuces, nos endeudó hasta el prepucio con banqueros alemanes y genoveses. Hubo tres bancarrotas que dejaron España a punto de caramelo para el desastre económico y social del siglo siguiente. Y mientras la nobleza y el clero, veteranos surfistas sobre cualquier ola, gozaban de exención fiscal por la cara, la necesidad de dinero era tanta que se empezaron a vender títulos nobiliarios, cargos y toda clase de beneficios a quien podía pagarlos. Con el detalle de que los compradores, a su vez, los parcelaban y revendían para resarcirse. De manera que, poco a poco, entre el rey y la peña que de él medraba fueron montando un sistema nacional de robo y papeleo, o de papeleo para justificar el robo, origen de la infame burocracia que todavía hoy, casi cinco siglos después, nos sigue apretando el cogote.


(Continuará)

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 18 May 2014 11:12 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXV)

Habíamos dejado, creo recordar, a la España de Felipe II en guerra contra medio mundo y dueña del otro medio. Y en este punto conviene recordar la poca vista que los españoles hemos tenido siempre a la hora de buscar enemigos, o encontrarlos; con el resultado de que, habiendo sido todos los pueblos de la Historia exactamente igual de hijos de puta -lo mismo en el siglo XVI como ahora en la Europa comunitaria-, la mayor parte de las leyendas negras nos las comimos y nos las seguimos comiendo nosotros. Felipe II, por ejemplo, que aunque aburrido y meapilas hasta lo patológico era un chico eficaz y un competente funcionario, no mandó al cadalso a más gente de la que despacharon por el artículo catorce los luteranos, o Calvino, o el Gran Turco, o los gabachos la noche de San Bartolomé; o en Inglaterra María Tudor (Bloody Mary, de ahí viene), que se cargó a cuantos protestantes pudo, o Isabel I, que aparte de piratear con muy poca vergüenza y llevarse al catre a conspicuos delincuentes de los mares -hoy héroes nacionales allí- mandó matar de católicos lo que no está escrito. Sin embargo, todos esos bonitos currículums quedaron en segundo plano; porque cuanto la historia retuvo de ese siglo fue lo malos y chuletas que éramos los españoles, con nuestra Inquisición (como si los demás no la tuvieran), y nuestras colonias americanas (que los otros procuraban arrebatarnos) y nuestros tercios disciplinados, mortíferos y todavía imbatibles (que todos procuraban imitar). Pero eso es lo que pasa cuando, como fue el caso de la siempre torpe España, en vez de procurar hacerte buena propaganda escribiendo libros diciendo lo guapo y estupendo que eres y lo mucho que te quieren todos, eres tan gilipollas que dejas que los libros los escriban e impriman otros; y encima, que ya es el colmo, te enemistas con los tres o cuatro países donde el arte de imprimir está más desarrollado en el mundo, y no tienen a un obispo encima de la chepa diciéndoles lo que pueden y lo que no pueden publicar. El caso es que así fuimos comiéndonos marrón histórico tras marrón, aunque justo es reconocer que mucha fama la ganamos a pulso gracias a esta mezcla de vanidad, incultura, mala leche, violencia y fanatismo que nos meneaba y que aún colea hoy; aunque ahora el fanatismo -lo otro sigue igual- sea más de fútbol, demagogia política y nacionalismo miserable, centralista o autonómico, que de púlpitos y escapularios.

Y, en fin, de toda esa leyenda negra en general, buena parte de la que surgió en el XVI se la debemos a Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), donde nuestro muy piadoso rey Felipe metió la pata hasta la ingle: «No quiero ser rey de herejes -dijo, o algo así- aunque pierda todos mis estados». Y claro. Los perdió y de paso nos perdió a todos, porque Flandes fue una sangría de dinero y vidas que nos domiciliaría durante siglo y pico en la calle de la amargura. Los de allí no querían pagar impuestos -«España nos roba», quizás les suene-; y en vez de advertir que el futuro y la modernidad iban por ese lado, el rey prudente, que ahí lo fue poco, puso la oreja más cerca de los confesores que de los economistas. Además, a él que era pacato, soso, más aburrido y sin substancia que una novela de José Luis Corral o los diarios de Andrés Trapiello, los de por allí le caían mal, con sus kermeses, sus risas, sus jarras de cerveza y sus flamencas rubias y tetonas. Así que cuando asaltaron unas iglesias y negaron la virginidad de María, mandó al duque de Alba con los tercios -«Son como máquinas, con el diablo dentro», escribiría Goethe-, y ajustició rebeldes de quinientos en quinientos, incluidos los nobles Egmont y Horn, con la poca mano izquierda de convertirlos en mártires de la causa. Y así, tras una represión brutal de la que en Flandes todavía se acuerdan, hubo una serie de idas y venidas, de manejos que alternaron el palo con la zanahoria y acabaron separando los estados del norte en la nueva Holanda calvinista, por una parte, y en Bélgica por la otra, donde los católicos prefirieron seguir leales al rey de España, y lo fueron durante mucho tiempo. De cualquier modo, nuestro enlutado monarca, encerrado en su pétreo Escorial, nunca entendió a sus súbditos lejanos, ni lo intentó siquiera. Ahí se explican muchos males de la España de entonces y de la futura, cuya clave quizá esté en la muy española carta que el loco y criminal conquistador Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II poco antes de morir ejecutado: «Mira que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en esta tierra han trabajado y sudado sean gratificados».


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 29 May 2014 08:09 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXVI)

Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro. Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban). A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo. Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa. Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio. Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque.

Así que imaginen el pastel. Y el resultado. La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran. Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas. El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa. Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio. Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado. Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda». Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto. En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave. Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo. Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.


(Continuará)

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXVII)


Nos habíamos quedado con Cervantes manco. Y fue ahí, en el paso del siglo XVI al XVII, cuando España, dueña del mundo pero casi empezando a dejar de serlo, dio lo mejor que ha dado de sí: la cultura. Aquel tiempo asombroso en lo diplomático y lo militar, lo fue todavía mucho más en algo que, a diferencia del oro de América, las posesiones europeas y ultramarinas, la chulería de los viejos tercios, conservamos todavía como un tesoro magnífico, inagotable, a disposición de cualquiera que quiera disfrutarlo. Aquella España que equivalía en cuanto a poder e influencia a lo que hoy son los Estados Unidos, la potencia que dictaba las modas y el tono de la alta cultura en toda Europa, la nación -ya se llamaba así, aunque no con el sentido actual- que saqueaba, compraba o generaba cuanto de bello y eficaz destacaba en ese tiempo, parió o contrató a los mejores pintores, escultores y artistas, y arropó con el aplauso de los monarcas y del público a artistas y literatos españoles cuyos nombres se agolpan hoy, de modo abrumador, en la parte luminosa de nuestra por lo demás poco feliz historia. Aunque es cierto que la sobada expresión siglo de oro resulta inexacta -de oro vimos poco, y de plata la justa- pues todo se iba en guerras exteriores, fasto de reyes y holganza de nobles y clérigos, sería injusto no reconocer que en las artes y las letras -siempre que no topasen con la religión y la Inquisición que las pastoreaba- la España de los Austrias resultó espléndida. En lo tocante a ciencia y pensamiento moderno, sin embargo, las cosas fueron menos simpáticas. El peso de la Iglesia y su resistencia a cuanto vulnerase la ortodoxia cerró infinitas puertas y aplastó -cuando no achicharró- innumerables talentos. Y así, la España que un siglo antes era el más admirable lugar de Europa fue quedando al margen del progreso intelectual y científico. Felipe II -calculen el estrago- prohibió que los estudiantes españoles se formaran en otros países, y el obstat eclesiástico cerró la puerta a libros impresos fuera. Mucho antes, nada menos que en 1523, Luis Vives, que veía venir la tostada, había escrito: «Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores y taras judaicas. Esto ha impuesto silencio a los doctos».

El lastre del fanatismo religioso, la hipocresía social con que los poderes remojados en agua bendita -llámense Islam radical, judaísmo ultra o ultracatolicismo- envenenan cuanto se pone a tiro, se manifestó también con las artes plásticas, pintura y escultura. A diferencia de sus colegas franceses o italianos, los pintores españoles o a sueldo de España se dedicaron a pintar vírgenes, cristos, santos y monjes a lo Zurbarán y Ribera -salvo alguna espléndida transgresión como la Venus de Velázquez o la Dánae de Tiziano-, y sólo el talento de los más astutos hizo posible que, camufladas entre lienzos de simbología católica y Nuevo Testamento, Vírgenes dolorosas, Magdalenas penitentes y demás temas gratos al confesor del rey, despuntaran segundas lecturas para observadores perspicaces; consiguiendo a veces el talento del artista plasmar en vírgenes y santas, con pretexto del éxtasis divino y tal, el momento crucial de un orgasmo femenino de agárrate y no te sueltes -de ésos, el mejor fue el italiano Bernini, con un Éxtasis de Santa Teresa a punto de ser penetrada por la saeta de un guapo ángel, que te pone como una moto-. En todo caso, con santos o sin ellos, la nómina de artistas españoles de talento de la época es extraordinaria; y el sólo nombre de Velázquez -posiblemente el más grande pintor de todos los tiempos- bastaría para justificar el siglo. Pero es que en la parte literaria aún corrimos mejor suerte. Es cierto que también sobre nuestros plumillas y juntaletras planeó la censura eclesiástica como buitre meapilas al acecho; pero era tan copioso el caudal de la tropa, que lo que se hizo fue extraordinario. De eso hablaremos otro día, creo; aunque no podemos liquidar éste sin recordar que aquella España barroca y culta alumbró también la obra del único pensador cuya talla roza, aunque sea de refilón, la del monumental francés Montaigne: Baltasar Gracián, cuyo Oráculo manual y arte de prudencia sigue siendo de una modernidad absoluta, y lectura aconsejable para quien desee tener algo útil en la cabeza: «Vívese lo más de información, es lo menos lo que vemos; vivimos de la fe ajena. Es el oído la puerta segunda de la verdad, y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye. Raras veces llega en su elemento puro, y menos cuando viene de lejos; siempre tiene algo de mixta de los afectos por donde pasa». Por ejemplo.


[Continuará]

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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com


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