Foro DINASTÍAS | La Realeza a Través de los Siglos.

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 09 Jul 2014 13:35 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXVIII)


Y allí estábamos, tocotoc, tocotoc, a caballo entre los siglos XVI y XVII, entre Felipe II y su hijo Felipe III, entre la España aún poderosa y temida, que con mérito propio y echándole huevos había llegado a ser dueña del mundo, y la España que, antes incluso de conseguir la plena unidad política como nación o conjunto de naciones -fueros y diversidad causaban desajustes que la monarquía de los Austrias fue incapaz de resolver con inteligencia-, era ya un cadáver desangrado por las guerras exteriores. La paradoja es que, en vez de alentar industria y riqueza, el oro y la plata americanos nos hicieron -a ver si les suena- fanfarrones, perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro. Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en coca y putas. O lo que equivalga. La gente joven se alistaba en los tercios a fin de comer y correr mundo, o procuraba irse a América; y quienes se quedaban, trampeaban cuanto podían. Intelectualmente aletargados desde el nefasto concilio de Trento, cerradas las ventanas y ahogados en agua bendita, con las universidades debatiendo sobre la virginidad de María o sobre si el infierno era líquido o sólido en vez de sobre ciencia y progreso, a los españoles de ambas orillas nos estrangulaban la burocracia y el fisco infame que, para alimentar esa máquina insaciable, dejaban libre de impuestos al noble y al eclesiástico pero se cebaban en el campesino humilde, el indio analfabeto, el trabajador modesto, el artesano, el comerciante; en aquellos que creaban prosperidad y riqueza mientras otros se rascaban el cimbel paseando con espada al cinto, dándose aires con el pretexto de que su tatarabuelo había estado en Covadonga, en las Navas de Tolosa o en Otumba. Y así, el trabajo y la honradez adquirieron mala imagen. Cualquier tiñalpa pretendía vivir del cuento porque se decía hidalgo, para todo honor o beneficio había que probar no tener sangre mora o judía ni haber currado nunca, y España entera se alquilaba y vendía en plan furcia, sin más Justicia -a ver si esto les suena también- que la que podías comprar con favores o dinero.

De ese modo, al socaire de un sistema corrupto alentado desde el trono mismo, la golfería nacional, el oportunismo, la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, y no el hombre valiente, digno u honrado, quien acabó como protagonista de la literatura de entonces, modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, el buscón Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias; y es revelador que el único héroe cuyo noble corazón voló por encima de todos ellos resultara ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos. Nunca hubo otra nación, si exceptuamos la Francia ilustrada del siglo XVIII, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. De talento y de gloria. Aquella España contradictoria alumbró obras soberbias en novela, teatro y poesía a ambos lados del Atlántico: Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto de la peña. Contemporáneos todos, o casi. Viviendo a veces en el mismo barrio, cruzándose en los portales, las tiendas y las tabernas. Hola, Lope; adiós, Cervantes; qué tal le va, Quevedo. Imaginen lo que fue aquello. Asombra la cantidad de grandes autores que en ese tiempo vivieron, escribieron, y también -inevitablemente españoles, todos- se envidiaron y odiaron con saña inaudita, dedicándose sátiras vitriólicas o denunciándose a la Inquisición mientras, cada uno a su aire, construían el monumento inmenso de una lengua que ahora hablan 500 millones de personas. Calculen lo que habría ocurrido si esos geniales hijos de puta hubiesen escrito en inglés o en gabacho: serían hoy clásicos universales, y sus huellas se conservarían como monumentos nacionales. Pero ya saben ustedes de qué va esto: cómo somos, cómo nos han hecho y cómo nos gusta ser. Para confirmarlo, basta visitar el barrio de las Letras de Madrid, donde en pocos metros vivieron Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas. Y lo peor, oigan, es que ni vergüenza nos da.

[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 25 Jul 2014 09:57 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXIX)

Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»). Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya. Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes. Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos. Aquello era inviable, como al cabo lo fue.

Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo. Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».


[Continuará].


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 10 Ago 2014 10:54 
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Arturo Pérez-Reverte
Una historia de España (XXX)


Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados. Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII. El prestigio no llena el estómago -y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo-, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas. Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera.

Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación -de buen grado o del ronzal- de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde -en palabras de Quevedo o uno de ésos- hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor.

Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera. Castilla -sus nobles y clases altas, más bien- era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras. El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle. Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal. Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas. Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco -que luego nos dejaron tirados-, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar.

Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces.

Castilla nos roba y tal. Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta.

Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes. Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal -a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse-, y aquello acabó a hostias. Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 25 Ago 2014 14:21 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXI)
XLSemanal - 25/8/2014

Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra. El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola. Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado. Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia. Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa).

Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia. Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica. Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas. Así que al fin se pudo concentrar la leña. Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir. Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo.

[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 08 Sep 2014 09:31 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXII)
XLSemanal - 08/9/2014

Y así, tacita a tacita, fue llegando el día en que el imperio de los Austrias, o más bien la hegemonía española en el mundo, el pisar fuerte y ganar todas las finales de liga, se fueron por la alcantarilla. Siglo y medio, más o menos. Demasiado había durado el asunto, si echamos cuentas, para tanta incompetencia, tanto gobernante mediocre, tanta gente -curas, monjas, frailes, nobles, hidalgos- que no trabajaba, tanta vileza interior y tanta metida de gamba. Lo de «muchos reinos pero una sola ley» era imposible de tragar, a tales alturas, por unos poderes periféricos acostumbrados durante más de un siglo a conservar sus fueros y privilegios intactos (lo mismo les suena a ustedes por familiar la situación). Así que la proyectada conversión de este putiferio marmotil en una nación unificada y solidaria se fue del todo al carajo. Estaba claro que aquella España no tenía arreglo, y que la futura, por ese camino, resultaba imposible. Felipe IV le dijo al conde duque de Olivares que se jubilara y se fuera a hacer rimas a Parla, y el intento de transformarnos en un estado moderno, económica, política y militarmente, fuerte y centralizado -justo lo que estaba haciendo Richelieu en Francia, para convertirla en nuevo árbitro de Europa-, acabó como el rosario de la aurora. En guerra con media Europa y vista con recelo por la otra media, desangrada por la guerra de los Treinta años, la guerra con Holanda y la guerra de Cataluña, a España le acabaron saliendo goteras por todas partes: sublevación de Nápoles, conspiraciones separatistas del duque de Medina Sidonia en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón y de Miguel Itúrbide en Navarra. Y como mazazo final, la guerra y separación de Portugal, que, alentada por Francia, Inglaterra y Holanda (a ninguno de ellos interesaba que la Península volviera a unificarse), nos abrió otra brecha en la retaguardia. Literalmente hasta el gorro del desastre español, marginados, cosidos a impuestos, desatendidos en sus derechos y pagando también el pato en sus posesiones ultramarinas acosadas por los piratas enemigos de España, con un imperio colonial propio que en teoría les daba recursos para rato, en 1640 los portugueses decidieron recobrar la independencia después de sesenta años bajo el trono español. Que os vayan dando, dijeron. Así que proclamaron rey a Juan IV, antes duque de Braganza, y empezó una guerra larga, veintiocho años nada menos, que acabó de capar al gorrino.

Al principio, tras hacer una buena montería general de españoles y españófilos -al secretario de Estado Vasconcelos lo tiraron por una ventana-, la guerra consistió en una larga sucesión de devastaciones locales, escaramuzas e incursiones, aprovechando que España, ocupada en todos los otros frentes, no podía destinar demasiadas tropas a Portugal. Fue una etapa de guerra menor pero cruel, llena de odio como las que se dan entre vecinos, con correrías, robos y asesinatos por todas partes, donde los campesinos, cual suele ocurrir, especialmente en la frontera y en Extremadura, sufrieron lo que no está escrito. Y que, abordada con extrema incompetencia por parte española, acabó con una serie de derrotas para las armas hispanas, que se comieron una sucesiva y espectacular serie de hostias en las batallas de Montijo, Elvas, Évora, Salgadela y Montes Claros. Que se dice pronto. Con lo que en 1668, tras firmar el tratado de Lisboa, Portugal volvió a ser independiente, ganándoselo a pulso. De todo su imperio sólo nos quedó Ceuta, que ahí sigue. Mientras tanto, a las armas españolas las cosas les habían seguido yendo fatal en la guerra europea; que al final, transacciones, claudicaciones y pérdidas aparte, quedó en lucha a cara de perro con la pujante Francia del jovencito Luis XIV. La ruta militar, el famoso Camino Español que por Génova, Milán y Suiza permitía enviar tropas a Flandes, se había mantenido con mucho sacrificio, y los tercios de infantería española, apoyados por soldados italianos y flamencos católicos, combatían a la desesperada en varios frentes distintos, yéndosenos ahí todo el dinero y la sangre. Al fin se dio una batalla, ganada por Francia, que aunque no tuvo la trascendencia que se dijo -después hubo otras victorias y derrotas-, quedaría como símbolo del ocaso español. Fue la batalla de Rocroi, donde nuestros veteranos tercios viejos, que durante siglo y medio habían hecho temblar a Europa, se dejaron destrozar silenciosos e impávidos en sus formaciones, en el campo de batalla. Fieles a su leyenda. Y fue de ese modo cuando, tras haber sido dueños de medio mundo -aún retuvimos un buen trozo durante dos siglos y pico más-, en Flandes se nos puso el sol.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 08 Sep 2014 15:37 
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Yo es que tengo unas ganas de que llegue a Fernando VII...
Pero unas ganas...
Debería dedicarle un monográfico de varios capítulos sucesivos.
:-)


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 08 Sep 2014 17:03 
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Minnie escribió:
Yo es que tengo unas ganas de que llegue a Fernando VII...
Pero unas ganas...
Debería dedicarle un monográfico de varios capítulos sucesivos.
:-)


Pues anda que yo, querida. :cool: Aunque quizá un pelín antes. :-D

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 06 Oct 2014 07:43 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXIII)
XLSemanal - 06/10/2014

Y llegó Carlos II. Dicho en corto, España por el puto suelo. Nunca, hasta su tatarabuelo Carlos V, país ninguno -quizá a excepción de Roma- había llegado tan alto, ni nunca, hasta el mísero Carlitos, tan bajo. La monarquía de dos hemisferios, en vez de un conjunto de reinos hispanos armónico, próspero y bien gobernado, era la descojonación de Espronceda: una Castilla agotada, una periferia que se apañaba a su aire y unas posesiones ultramarinas que a todos aquí importaban un pito excepto para la llegada periódica del oro y la plata con la que iba tirando quien podía tirar. Aun así, la crisis económica hizo que se construyeran menos barcos, el poderío naval se redujo mucho, y las comunicaciones americanas estaban machacadas por los piratas ingleses, franceses y holandeses. Ahora España ya no declaraba guerras, sino que se las declaraban a ella. En tierra, fuera de lo ultramarino, la península Ibérica -ya sin Portugal, por supuesto-, las posesiones de Italia, la actual Bélgica y algún detallito más, lo habíamos perdido casi todo. Tampoco es que España desapareciera del concierto internacional, claro; pero ante unas potencias europeas que habían alcanzado su pleno desarrollo, o estaban en ello, con gobiernos centralizados y fuertes, el viejo y cansado imperio hispánico se convirtió en potencia de segunda y hasta de tercera categoría. Pero es que tampoco había con qué: tres epidemias en un siglo, las guerras y el hambre habían reducido la población en millón y medio de almas, los daños causados por la expulsión de trescientos mil moriscos se notaban más que nunca, y media España procuraba hacerse fraile o monja para no dar golpe y comer caliente. Porque la Iglesia Católica era la única fuerza que no había mermado aquí, sino al contrario. Su peso en la vida diaria era enorme, todavía churruscaba herejes de vez en cuando, el rey Carlitos dormía con un confesor y dos curas en la alcoba para que lo protegieran del diablo, y el amago de auge intelectual que se registró más o menos hacia 1680 fue asfixiado por las mismas manos que cada noche rociaban de agua bendita y latines el lecho del monarca, a ver si por fin se animaba a procurarse descendencia. Porque el gran asunto que ocupó a los españoles de finales del XVII no fue que todo se fuera al carajo, como se iba, sino si la reina -las reinas, pues con Carlos II hubo dos- paría o no paría. El rey era enclenque, enfermizo y estaba medio majara, lo que no es de extrañar si consideramos que era hijo de tío y sobrina, y que cinco de sus ocho bisabuelos procedían por línea directa de Juana la Loca.

Así que imagínense el cuadro clínico. Además, era feo que te rilas. Aun así, como era rey y era todo lo que teníamos, le buscaron legítima. La primera fue la gabacha María Luisa de Orleáns, que murió joven y sin parir, posiblemente de asco y aburrimiento al cincuenta por ciento. La segunda fue la alemana Mariana de Neoburgo, reclutada en una familia de mujeres fértiles como conejas, a la que mi compadre Juan Eslava Galán, con su habitual finura psicológica, definió magistralmente como: «Ambiciosa, calculadora, altanera, desabrida e insatisfecha sexual, que hoy hubiera sido la gobernanta ideal de un local sado-maso». Nada queda por añadir a tan perfecta definición, excepto que la tudesca, pese a sus esfuerzos -espanto da imaginárselos- tampoco se quedó preñada, pese a tener a un jesuita por favorito y consejero, y Carlos II se fue muriendo sin vástago. España, como dijimos, era ya potencia secundaria, pero aún tenía peso, y lo de América prometía futuro si caía en buenas manos, como demostraban los ingleses en las colonias del norte, a la anglosajona, no dejando indio vivo y montando tinglados muy productivos. Así que los últimos años del piltrafilla Carlos se vieron amenizados por intrigas y conspiraciones de todas clases, protagonizadas por la reina y sus acólitos, por la Iglesia -siempre dispuesta a mojar bizcocho en el chocolate-, por los embajadores francés y austríaco, que aspiraban a suministrar nuevo monarca, y por la corrupta clase dirigente hispana, que se pasó el reinado de Carlos II trincando cuanto podía y dejándose sobornar, encantada de la vida, por unos y otros. Y así, en noviembre de 1700, último año de un siglo que los españoles habíamos empezado como amos del universo, como si aquello fuera una copla de Jorge Manrique -aquel famoso cantante de Operación Triunfo-, el último de los Austrias bajó a la tumba fría, el trono quedó vacante y España se vio de nuevo, para no perder la costumbre, en vísperas de otra bonita guerra civil. Que ya nos la estaba pidiendo el cuerpo.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 06 Oct 2014 11:16 
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Ya le falta nada nadita para llegar a los Borbones.
Qué ilusión más grande. Porque los Austrias quedan tan pero tan distantes en el tiempo, que al final hasta los peorcitos te caen bien. Los Borbones están más próximos, jejejeje. A ver cómo nos los pinta Arturo, que ardo de puritita curiosidad.


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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Ene 2015 21:54 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXIV)
XLSemanal - 20/10/2014

Murió Carlos II en 1700, como contábamos, y se lió otra. Antes de palmar sin hijos, con todo cristo comiéndole la oreja sobre a quién dejar el trono, si a los borbones de Francia o a los Austrias del otro sitio, firmó que se lo dejaba a los borbones y estiró la pata. El agraciado al que le tocó el trono de España -es una forma de decirlo, porque menudo regalo tuvo la criatura- fue un chico llamado Felipe V, nieto de Luis XIV, que vino de mala gana porque se olía el marrón que le iban a colocar. Por su parte, el candidato rechazado, que era el archiduque Carlos, se lo tomó fatal; y aun peor su familia, los reyes de Austria. Inglaterra no había entrado en el sorteo; pero, fiel a su eterna política de no consentir una potencia poderosa ni un buen gobierno en Europa -para eso se metieron luego en la UE, para reventarla desde dentro-, se alió con Austria para impedir que Francia, con España y la América hispana como pariente y aliada, se volviera demasiado fuerte. Así empezó la Guerra de Sucesión, que duró doce años y al final fue una guerra europea de órdago, pues la peña tomó partido por unos o por otros; y aunque todos mojaron en la salsa, al final, como de costumbre, la factura la pagamos nosotros: austríacos, ingleses y holandeses se lanzaron como buitres a ver qué podían rapiñar, invadieron nuestras posesiones en Italia, saquearon las costas andaluzas, atacaron las flotas de América y desembarcaron en Lisboa para conquistar la Península y poner en el trono al chaval austríaco. La escabechina fue larga, costosa y cruel, pues en gran parte se libró en suelo español, y además la gente se dividió aquí en cuanto a lealtades, como suele ocurrir, según el lado en el que tenían o creían tener la billetera. Castilla, Navarra y el País Vasco se apuntaron al bando francés de Felipe V, mientras que Valencia y el reino de Aragón, que incluía a Cataluña, se pronunciaron por el archiduque austríaco. Las tropas austracistas llegaron a ocupar Barcelona y Madrid, y hubo unas cuantas batallas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Al final, la España borbónica y su aliada Francia ganaron la guerra; pero éramos ya tal piltrafa militar y diplomática que hasta los vencidos ganaron más que nosotros, y la victoria de Felipe V nos costó un huevo de la cara.

Con la paz de Utrech, todos se beneficiaron menos el interesado. Francia mantuvo su influencia mundial, pero España perdió todas las posesiones europeas que le quedaban: Bélgica, Luxemburgo, Cerdeña, Nápoles y Milán; y de postre, Gibraltar y Menorca, retenidas por los ingleses como bases navales para su escuadra del Mediterráneo. Y además nos quedaron graves flecos internos, resumibles en la cuestión catalana. Durante la guerra, los de allí se habían declarado a favor del archiduque Carlos, entre otras cosas porque la invasión francesa de medio siglo atrás, cuando la guerra de Cataluña bajo Felipe IV, había hecho aborrecibles a los libertadores gabachos, y ya se sabía de sobra por dónde se pasaba Luis XIV los fueros catalanes y los otros. Y ahora, encima, decidido a convertir esta ancestral casa de putas en una monarquía moderna y centralizada, Felipe V había decretado eso de: «He juzgado conveniente (por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla), abolir y derogar enteramente todos los fueros». Así que lo que al principio fue una toma de postura catalana entre rey Borbón o rey austríaco, apostando -que ya es mala suerte- por el perdedor, acabó siendo una guerra civil local, otra para nuestro nutrido archivo de imbecilidades domésticas, cuando Aragón volvió a la obediencia nacional y toda España reconoció a Felipe V, excepto Cataluña y Baleares. Confiando en una ayuda inglesa que no llegó -al contrario, sus antiguos aliados contribuían ahora al bloqueo por mar de la ciudad- Barcelona, abandonada por todos, bombardeada, se enrocó en una defensa heroica y sentimental. Perdió, claro. Ahora hace justo trescientos de aquello. Y cuando uno pierde, toca fastidiarse: Felipe V, como castigo, quitó a los catalanes todos los fueros y privilegios -los conservaron, por su lealtad al borbón, vascos y navarros-, que no se recobrarían hasta la Segunda República. Sin embargo, envidiablemente fieles a sí mismos, al día siguiente de la derrota los vencidos ya estaban trabajando de nuevo, iniciándose (gracias al decreto que anulaba los fueros pero proveía otras ventajas, como la de comerciar con América), tres siglos de pujanza económica, en los que se afirmó la Cataluña laboriosa y próspera que hoy conocemos.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Ene 2015 21:56 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXV)
XLSemanal - 10/11/2014

Con Felipe V, el primer Borbón, tampoco es que nos tocara una joya. Acabó medio majareta, abdicó en su hijo Luis I, que nos salió golfo y putero pero por suerte murió pronto, a los 18 años, y Felipe V volvió a reinar de modo más bien nominal, pues la que se hizo cargo del cotarro fue su esposa, la reina Isabel de Farnesio, que gobernó a su aire, apoyada en dos favoritos que fueron, sucesivamente, el cardenal Alberoni y el barón de Riperdá. Todo podía haberse ido otra vez con mucha facilidad al carajo, pero esta vez hubo suerte porque los tiempos habían cambiado. Europa se movía despacio hacia la razón y el futuro, y la puerta que la nueva dinastía había abierto con Francia dejó entrar cosas interesantes. Como decía mi libro de texto de segundo de Bachillerato (1950, nihil obstat del censor, canónigo don Vicente Tena), «el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria». Lo cierto es que no se infiltraron todo lo que debían, que ojalá hubiera sido más; pero algo hubo, y no fue poco. La resistencia de los sectores más cerriles de la Iglesia y la aristocracia española no podía poner diques eternos al curso de la Historia. Había nuevas ideas galopando por Europa, así como hombres ilustrados, perspicaces e inteligentes, más interesados en estudiar los Principia Matematica de Newton que en discutir si el Purgatorio era sólido, líquido o gaseoso: gente que pretendía utilizar las ciencias y el progreso para modernizar, al fin, este oscuro patio de Monipodio situado al sur de los Pirineos. Poco a poco, eso fue creando el ambiente adecuado para un cierto progreso, que a medida que avanzó el siglo se hizo patente. Durante los dos reinados de Felipe V, vinculado a Francia por los pactos de familia, España se vio envuelta en varios conflictos europeos de los que no sacó, como era de esperar, sino los pies fríos y la cabeza caliente; pero en el interior las cosas acabaron mejorando mucho, o empezaron a hacerlo, en aquella primera mitad del siglo XVIII donde por primera vez en España se separaron religión y justicia, y se diferenció entre pecado y delito. O al menos, se intentó.

Fue llegando así al poder una interesante sucesión de funcionarios, ministros y hasta militares ilustrados, que leían libros, que estudiaban ciencias, que escuchaban más a los hombres sabios y a los filósofos que a los confesores, y se preocupaban más por la salvación del hombre en este mundo que en el otro. Y aquel país reducido a seis millones de habitantes, con una quinta parte de mendigos y otra de frailes, monjas, hidalgos, rentistas y holgazanes, la hacienda en bancarrota y el prestigio internacional por los suelos, empezó despacio a levantar la cabeza. La cosa se afianzó más a partir de 1746 con el nuevo rey, Fernando VI, hijo de Felipe, que dijo nones a las guerras y siguió con la costumbre de nombrar ministros competentes, gente capaz, ilustrada, con ganas de trabajar y visión de futuro, que pese a las contradicciones y vaivenes del poder y la política hizo de nuestro siglo XVIII, posiblemente, el más esperanzador de la dolorosa historia de España. En aquella primera media centuria se favorecieron las ciencias y las artes, se creó una marina moderna y competente, y bajo protección real y estatal -tome nota, mísero señor Rajoy- se fundaron las academias de la Lengua, de la Historia, de Medicina y la Biblioteca Nacional. Por ahí nos fueron llegando funcionarios eficaces y ministros brillantes como Patiño o el marqués de la Ensenada. Este último, por cierto, resultó un fuera de serie: fulano culto, competente, activo, prototipo del ministro ilustrado, que mantuvo contacto con los más destacados científicos y filósofos europeos, fomentó la agricultura nacional, abrió canales de riego, perfeccionó los transportes y comunicaciones, restauró la Real Armada y protegió cuanto tenía que ver con las artes y las ciencias: uno de esos grandes hombres, resumiendo, con los que España y los españoles tenemos una deuda inmensa y del que, por supuesto, para no faltar a la costumbre, ningún escolar español conoce hoy el nombre. Pero todos esos avances y modernidades, por supuesto, no se llevaron a cabo sin resistencia. Dos elementos, uno interior y otro exterior, se opusieron encarnizadamente a que la España del progreso y el futuro levantara la cabeza. Uno, exterior, fue Inglaterra: el peor y más vil enemigo que tuvimos durante todo el siglo XVIII. El otro, interior y no menos activo en vileza y maneras, fue el sector más extremo y reaccionario de la Iglesia católica, que veía la Ilustración como feudo de Satanás. Pero eso lo contaremos en el próximo capítulo.


[Continuará].

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 Asunto: Re: Una Historia de España ... (by Pérez-Reverte)
NotaPublicado: 07 Ene 2015 21:58 
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ARTURO PÉREZ-REVERTE
Una historia de España (XXXVI)
XLSemanal - 01/12/2014

Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda. Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos. Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno. Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto. Y esto cambiaba poco a poco. El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba. Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe. Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos. Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia: «Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica». Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-. Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo».

Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes. Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana. Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro. Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio. La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas. Pero eso se hallaba al alcance de pocos. La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso.


[Continuará].

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Traducción al español por Huan Manwë para phpbb-es.com


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