Los cruzados avanzaron en posición de batalla con sus tres haces después de atravesar el río Louge. Salir de Muret mientras las tropas de Pedro se dedicaban a su refrigerio, permitió a Montfort marcar el tempo de la batalla. Se dirigieron al campamento occitano, sin embargo su intención no era atacarlo sino sacar a los caballeros del rey de él, a campo abierto, donde la caballería francesa tenía ventaja. Puesto que pillaron al grueso de las tropas de Pedro comiendo relajadamente, hubo un momento de sorpresa y precipitación que quizá fue lo que motivó que en los cronistas se asentase la idea de que el orden de batalla hispano era un caos.
En cualquier caso, el ejército de Pedro dispuso de tiempo de sobra para formar en varios haces de batalla sobre el campo antes de que llegase Simón. Pero lo hicieron movidos por el nerviosismo y la precipitación, mal coordinados, es decir, que Montfort empieza con ventaja. Las tácticas de combate de caballería requieren un alto grado de disciplina y autocontrol, pero no es fácil de lograr en un ejército compuesto por guerreros individualistas, cuando muchos apenas acaban de conocerse, gente que busca el propio honor, fama y botín. La ética caballeresca exaltaba las hazañas individuales y mantener la disciplina es el gran reto de cualquier caudillo medieval. Así pues, cuando hablamos de tácticas de combate del siglo XIII, tan sólo estamos reflejando una teoría de cómo debían ser, no de cómo realmente eran los campos de batalla, un lugar donde los planes de un rey y su consejo se iban al traste cuando un caballero que aspiraba a la gloria se lanzaba a la carga y el resto lo seguía por inercia.
El caso es que eran perfectamente conscientes de que la desorganización de una hueste conducía al desastre y que la disciplina y el autocontrol jugaban un papel crucial en la victoria. Pero es que no podían evitarlo, su mentalidad de caballeros, esa pulsión que los empujaba a destacarse del resto en sus acciones, ese complejo de superioridad en el que eran educados, entrenados desde niños en un arte militar exclusivo al alcance de unos pocos privilegiados por sangre, se creían invulnerables… y pagaron su impaciencia y su insubordinación con docenas de derrotas a lo largo de toda la Edad Media.
En primera fila estaban los catalanes y aragoneses viendo a sus enemigos acercándose en formación. Se sentían seguros: eran más, mejor equipados, su rey era un héroe de la cristiandad y ellos habían vencido con él en las Navas. Los occitanos que los acompañaban veían llegado el día de la venganza tras el horror de muertes que la Cruzada había sembrado. Simón los había tomado por sorpresa, pero ellos se lo tenían muy creído, y es por eso que se lanzaron a la lucha deprisa y corriendo, cada uno pensando en lo suyo, incapaces de formar un orden de combate bien sólido con el que resistir la carga francesa.
A una señal de Guillermo de Barras, la caballería francesa carga al galope, manteniendo unida su formación de forma extraordinaria. Su objetivo es quebrar las líneas enemigas, hasta desintegrar la formación y forzar la huida, y para ello hay que cargar las veces que haga falta, pero siempre juntos. Tan pegados que, si uno lanzaba una manzana entre dos guerreros, ésta no debía caer al suelo. Los caballeros maniobraban unidos, al mismo tiempo los conroi debían avanzar juntos para no romper la formación del haz y los haces avanzaban a la vez para garantizar la máxima solidez y potencia en el momento del choque. La carga masiva de caballería exige que unos jinetes excepcionales se coordinen durante muchas horas de entrenamiento. Y así, no tienen rival.
Eso es lo que el comandante de la vanguardia de Pedro, Raimon Rotger de Foix, y sus 400 caballeros vieron venir de frente. Oleada tras oleada, primero Guillermo de Barres y luego Bouchard de Marly, turnándose y sincronizando sus cargas, trataban de infligir el mayor daño posible a un ejército que sabían que era superior en número. Frente a la habilidad de la caballería francesa, los caballeros catalanes y occitanos demostraron no estar a la altura de las circunstancias: no mantuvieron la cohesión de la formación, sus haces estaban estáticos por la sorpresa y no pudieron resistir el impacto. Fueron barridos del campo como polvo, muertos y malheridos, y los supervivientes empujados hacia las líneas retrasadas de su ejército.
Desbaratada la vanguardia, sin respiro, los cruzados fueron a por el segundo cuerpo, unos 600 o 700 caballeros, comandado por el rey Pedro en persona. ¿Qué hacía el monarca aragonés en medio del cotarro, en vez de estar en la zaga como hacían todos los prudentes? Según las crónicas fue la soberbia la que movió al rey a violar la costumbre de los caudillos y exponerse a la muerte. Sin embargo, parece que durante el consejo de guerra Pedro preguntó a quién dar el mando del centro del ejército, posición tácticamente vital, ya que por lógica tal cargo debía corresponder al conde de Tolosa, cuya escasa talla guerrera inspiraba poca confianza. Por eso le dejó en la zaga, posición menos comprometida, junto al conde de Comminges. El problema es que colocar a cualquier otro noble de menor rango en el centro sería un insulto a los tolosanos, habiendo puesto al leal conde de Foix en vanguardia y al de Tolosa detrás, o colocaba a Comminges en el puesto de Raimundo y ofendía a la mitad de sus occitanos, o se colocaba él en el centro y todos contentos. Su posición no fue debida al orgullo, sino a la pura necesidad.
Este segundo cuerpo de aragoneses, más los catalanes y occitanos supervivientes de la vanguardia, fue atacado por los dos primeros cuerpos cruzados, que cargaron contra ellos tomando como referencia el estandarte del rey. El impacto fue brutal y la batalla se transformó en una mezcolanza de caballeros de uno y otro lado, luchando cuerpo a cuerpo con lanzas, espadas y mazas, cargando unos contra otros pero las líneas francesas siempre sólidas, las líneas hispano-occitanas siempre descoordinadas.
Pedro y Simón nunca se enfrentaron personalmente, es más, ni se vieron. Todo sucedió de forma rápida y simple, en medio del lío y entre carga y carga, el rey Pedro murió.
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La expresión suprema de la belleza es la sencillez.
Alberto Durero.