Nadie en la Península era insensible al peligro almorávide. Es por eso que al-Mustain, rey de Zaragoza, solicitó una entrevista con Rodrigo a finales de 1091 con el fin de firmar una paz y una alianza contra el enemigo común. Este movimiento diplomático causó fuerte alarma en el rey Sancho Ramírez de Aragón, que se apresuró a enviar su propia embajada al Campeador y, más tarde, tuvieron un encuentro personal al que también asistió el príncipe Pedro, quien a sus 23 años ya era probado guerrero y contaba con la confianza de su padre en asuntos de gobierno. El tratado de paz y amistad de Sancho y Rodrigo incluía otro entre Aragón y Zaragoza de forma que los tres se comprometían para defenderse en común de los almorávides.
Así pues Rodrigo está muy satisfecho consigo mismo durante su estancia en Zaragoza, puesto que parece su único frente abierto es contra los invasores africanos, ya que sus dos enemigos naturales se han hecho sus colegas (qué remedio les quedaba). ¿Quién le iba a decir a nuestro protagonista que el peligro inesperado e inmediato, que amenaza con destruir la obra de toda su vida, vendría de la parte de Alfonso VI? Al monarca leonés le molesta la existencia de un protectorado ajeno a su poder en una zona de influencia de Castilla así que su plan es bien sencillo: una expedición que sustituya el gobierno de Rodrigo por el suyo propio. Para asegurar el éxito buscó la colaboración por tierra del conde de Barcelona, quien sólo atacaría Tortosa (taifa de Lérida) y así no incumpliría su tratado con el Cid, y por mar de las flotas de Génova y Pisa.
En verano de 1092 Alfonso se pone en marcha y, acampando en Puig, exige a todos los castillos del reino valenciano que le entregasen a él las parias que usualmente pagaban al de Vivar. Pues que nuestro protagonista ya no es vasallo del monarca leonés, está en su derecho de responder a este ataque con toda su furia. Y sin embargo, una vez más, renuncia a ese derecho, no acude a proteger Valencia y se limita a escribir a Alfonso quejándose de los daños y la injuria que le infería la actitud de su antiguo rey. También le insta a que deje de escuchar los malos consejos que provienen de su entorno y asegura que, aunque no se vea capaz de levantar la mano contra el que es su señor natural, ninguno de esos perversos y retorcidos cortesanos estará a salvo de su ira. Por suerte para nuestro protagonista, las cosas se le estaban torciendo al leonés: las flotas de Génova y Pisa tardaron tanto en llegar que la hueste se quedó sin comida por lo que tuvieron que volver, humillados y muertos de hambre, a Castilla.
Don Rodrigo nunca amenaza en vano y, mientras los castellanos vuelven a sus casas con las orejas gachas, él aumenta su mesnada con efectivos musulmanes de Zaragoza poniendo la vista en un único objetivo: su némesis el conde García Ordóñez, su viejo amigo, aquel que se convirtió en su peor pesadilla al creerse humillado en Sevilla. Puesto que desde 1076 era gobernador de La Rioja hacia allí dirige sus ataques el Cid, entrando por Calahorra y Nájera, conquistando Logroño a la que arrasó en un incendio, arrebatando todas las riquezas de las tierras por las que pasaba. La paciencia de nuestro protagonista estaba tan agotada que dio rienda suelta a su crueldad, provocando una devastación sin precedentes entre la población local. Mientras García Ordóñez convocó a todos sus parientes y aliados para enfrentarlo, reuniendo un ejército de consideración pero, juzgando que no sería suficiente para vérselas contra el mejor caballero de la cristiandad, dio media vuelta a la altura de Alberite y dispersó las tropas. Rodrigo no paró de reírse en todo el camino de Alfaro a Zaragoza.
Por cierto que el fuero de Logroño fue otorgado por Alfonso VI en 1092 pese a que esté redactado, firmado y sellado en 1095 ¿Por qué lo sabemos? Porque termina con esta frase:
Y yo, Alfonso rey, confirmé esta carta cuando fui en persona a socorrer al conde García en Campo Jerumi en Alberite… o sea, justo antes de huir con el rabo entre las piernas en vez de enfrentarse al Cid.
Y llegados a este punto, después de muchas idas y venidas, de malentendidos y broncas, de cotilleo e intrigas cortesanas, de campañas fracasadas y de condados devastados, Alfonso VI abre los ojos, deja de lado sus filias y sus fobias personales y empieza a actuar como se espera de un rey. Primero: después de haberlo visto en persona comprende la dificultad, por no decir imposibilidad, de controlar la comarca levantina sin la presencia del Campeador. Segundo: Rodrigo es el mejor guerrero y estratega de la Península, lo ha demostrado por activa y por pasiva, y ya no se pueden poner excusas ni negarlo. Tercero: la capacidad de convocatoria de Rodrigo es inmensa y su prestigio le permite poner en pie de guerra a una mesnada enorme y, lo que es mejor, perfectamente entrenada y mantenida por las parias que cobra.
Es hora, Alfonso, de que te rindas a la realidad y admitas que tu esposa Constanza tiene razón (la pobre tuvo la fortuna de ver sus deseos de reconciliación cumplidos un año antes de morir) Así, olvidando los pasados conflictos y agravios, envió a Rodrigo su perdón y el anuncio de que volvía a contar con la más amplia gracia y generosidad del monarca, reconociendo su parte de culpa en todo este entuerto por haber escuchado malos consejos. Además, todas sus posesiones castellanas estaban de nuevo a su disposición. En el verano de 1092 recibió Rodrigo la noticia e hizo saber a su señor que le alegraba que hubiese dejado de prestar oídos a las malas lenguas de la Corte y que nunca dudase de sus servicios a la corona.
Rodrigo estará muy feliz, pero entre una cosa y otra lleva mucho tiempo lejos de Valencia. El avance de los almorávides ponía nerviosa a la población mientras que alegraba a los residentes musulmanes. El Cid era cristiano sin lugar a dudas, pero no muy dado a tocarle las narices a los demás por sus otras confesiones, se conformaba con cobrarles un impuesto por ejercer su fe y punto. Sin embargo, los hombres que había dejado al cargo de la ciudad eran un poquito menos diplomáticos que él y, tanto los recaudadores como el señor obispo, se entretuvieron en fastidiar las buenas relaciones con la comunidad musulmana y un partido pro-almorávide empezó a salir a la luz. Probablemente lo mismo estaba sucediendo en Zaragoza y por eso Rodrigo permanecía allí, intentando calmar los ánimos, sin poder poner rumbo a Valencia para hacer lo propio en sus tierras.
La prolongada ausencia del Cid permitió que el cadí Ibn Yahhaf enviara emisarios al general almorávide Ibn Aisa, quien había conquistado Murcia recientemente, asegurando que tanto él como otras personalidades de la ciudad le abrirían las puertas de Valencia encantados de la vida y que, de paso, el tenente de la ciudad de Alcira y 19 de sus mejores hombres también se unían a su alianza. Ibn Aisa entró en el territorio, causando gran destrozo, y llegando a las puertas de la ciudad que atravesó gracias a la traición del cadí. Mientras, éste y sus colegas habían asesinado al rey Al-Qadir el 28 de octubre de 1092, aquel que había entregado la vieja capital visigoda al monarca leonés a cambio del señorío de Valencia, el nieto del rey de Toledo Al-Mamún, aquel buen amigo de Alfonso que le había dado cobijo de la ira de su hermano Sancho cuando era un príncipe exiliado. Realmente Al-Qadir era una sabandija cobarde que sólo buscaba su interés, humillándose ante unos y otros y haciéndose amigo de todos. De hecho, sus asesinos lo pillaron en el harén disfrazado de mujer cuando trataba de huir
Sorprendente es que hubiese conseguido sobrevivir tanto y, sin embargo, a Rodrigo no le hizo gracia que se cargasen a su marioneta real.
Para los amantes de las joyas de este foro os diré que se dice, se cuenta, se rumorea, que Al-Qadir, tras vestirse de mujer para escapar de los ojos vigilantes de sus enemigos, ciñó sus ropajes con un valiosísimo cinturón de piedras preciosas y perlas que había pertenecido a Zobeida, esposa del califa abasí de Bagdag Harún al-Rashid, un hombre culto que fue autor de Las Mil y una Noches. Su esposa y su Corte protagonizan muchas de las historias. También es famoso por haber recibido una embajada de Carlomagno en el año 807 enviando al Emperador, como regalo, las llaves del Santo Sepulcro. El extraordinario ceñidor de perlas llegó a manos de Abd-al-Rahman II, y pasó de mano en mano de sus descendientes, hasta derrumbarse el califato cuando pasó al rey de Toledo al-Mamun quien se lo entregó a su hija y ella a su hijo Al-Qadir. Además se habla de oro y plata y arcones repletos de piedras preciosas (no sé yo si es muy práctico huir cargando con arcones, claro que el rey de Valencia era famoso por su codicia y quizá el retraso provocado por sus ansias de reunir estos tesoros provocó finalmente su muerte)
El caso es que este asesinato dejó al cadí Ibn Yahhaf dueño de la ciudad. El tipo, que no era muy listo, comenzó a pavonearse muy satisfecho dándose aires de rey, dio orden de ampliar y mejorar sus casas, colocó a dedo a parientes y amigos aún más inútiles que él para llevar la administración de la ciudad, se paseaba rodeado de escoltas en lujosos ropajes y no era muy amable con el alcaide y los hombres que los almorávides habían dejado para proteger el alcázar, no es que los maltratase pero sí los ninguneaba. Los que fueron víctima de sus malos
modos fueron los amigos y sirvientes del rey asesinado que, hasta la coronilla del cadí, huyeron por el camino hacia Zaragoza en busca de Rodrigo.