Ya me he perdido.
En fín...Alfonso se había casado con Mercedes, a pesar del berrinche de la reina Isabel, que se había negado en redondo a asistir a la boda aunque tuvo el detalle de enviar una carta muy afectuosa dirigida a sus hijas menores -quienes habían quedado en España bajo la tutela de los hermanos mayores...- acompañando unos preciosos vestidos blancos última
moda parisina que podían lucir en el evento. Francisco de Asís sí había viajado a Madrid, con su tía y suegra, la ex reina gobernadora María Cristina. Se esperaba que la anciana María Cristina, orgullosa abuela tanto del novio como de la novia, cumpliese el papel de madrina. Desgraciadamente, tantas emociones y nerviosismo la indispusieron, obligándola a quedarse en cama.
Pero Alfonso y Mercedes se habían casado, que era lo que contaba. Y se habían ído de luna de miel. Hay que admitir que no fueron nada extravagantes los chicos, nada de largarse de picos pardos por media Europa. Se quedaron en El Pardo, convenientemente cerca de Madrid. Os podéis imaginar que El Pardo no tenía nada que ver con Venecia, Viena, Baden Baden o Montecarlo. Ofrecía pocas distracciones, para entendernos. Por suerte, los recien casados se llevaron un séquito de amigos que incluía a los duques de Sesto. Alfonso podía salir de caza por los montes con su Pepe del alma, mientras Sophie planificaba las veladas, que solían consistir en partidas de naipes, pequeños tableaux vivants y repertorios de música interpretada al piano por ella misma mientras el resto bailaban animadamente.
El 14 de febrero, los reyes ya estaban de vuelta en Madrid: les tocaba inaugurar la sesión legislativa en Cortes. Tras ese evento, llegaría otro de gran significación cortesana: la entrega por parte de Alfonso del Toisón de Oro a dos aristócratas.
Por entrar en detalles, el primer agraciado con el Toisón de manos de Alfonso fue Juan de la Pezuela y Ceballos, conde de Cheste. El hombre había nacido en Lima, en la capital de Perú, allá por el año 1809; por tanto, en el año 1878, que es por dónde estamos ahora, tenía cumplidos los sesenta y nueve años, avanzando hacia los setenta años. Aquel ex militar que había combatido a los carlistas en la primera guerra civil y había dirigido por un largo período el ejército español acantonado en Puerto Rico, también había sido un notable político conservador, varias veces ministro (una vez de Marina, otra de Comercio, la tercera de Ultramar). A la sazón, era el orgulloso presidente de la Real Academia Española; eso le entusiasmaba porque se consideraba a sí mismo un literato, aunque su producción literaria tampoco es para tirar cohetes. De cualquier
modo, el conde de Cheste podía presumir de ser polifacético y con una biografía intensa. Dada su avanzada edad (en la época la esperanza media de vida ya la había rebasado ampliamente) otorgarle el Toisón era la forma de agradecerle años de lealtad a la corona antes de que se muriese. Un poco al estilo:
"vamos a premiarle mientras siga vivo, pobrecillo, que sería una pena honrarle cuando ya esté criando malvas y no se entere de nada". Lo cierto es que Cheste recibió su Toisón...y les demostró a todos que pensaba disfrutarlo muchos años, pues no se murió -agarraos- hasta haber cumplido los NOVENTA Y OCHO años, en 1906. Si nos hubiésemos descuidado, nos llegaba a centenario.
Pepe también recibió su Toisón hondamente conmovido. Ya sabéis todos que Pepe tenía colección de títulos: era el XVI duque de Alburquerque, VIII di Sesto y V de Algete; XVI marqués de Alcañices, XV de Cuéllar, X de Cadreita, IX de Montaos, VIII de los Balbases y V de Cullera; XVI conde de Huelma, XVI de Ledesma, XIII de Fuensaldaña, XIII de Grajal, IX de la Torre de Perafán, IX de Villanueva de Cañedo y IX de Villaumbrosa. Ahí es nada...¿eh? ¡Dos veces Grande de España! A pesar de tanto relumbre, más bien vivía con la creencia de que "nobleza obliga". Se mostraba cercano al pueblo, accesible y campechano; no le gustaba que le tratasen con especiales muestras de deferencia, lo que más ilusión le hacía era que la gente sencilla le llamase, simple y llanamente, "Duque Pepe". Las etiquetas, los protocolos, no le quitaban el sueño, excepto cuando tenía que cumplir su función de mayordomo mayor de Palacio (por sentido del deber y de la responsabilidad, exclusivamente).
Sin embargo, Pepe estaba muy pero muy orgulloso de su collar de la Orden del Toisón de Oro, cuyos orígenes se remontaban al siglo XV. Cuando Alfonso le colocó el
collar de eslabones entrelazados de pedernales o piedras centelleantes inflamadas de fuego con esmalte azul y rayos de rojo rematando con un cordero y el toisón todo de oro esmaltado (aviso, copiado palabra a palabra de la Wiki; ya sabéis que de órdenes no tengo ni pajolera idea, tristemente para mí) se sintió transido de un orgullo que nunca disminuyó. Cuando Pepe asistía a cualquier evento o fiesta SIN el toisón, no le importaba si le sentaban correcta o incorrectamente; le daba igual verse situado en un sitio de menor importancia del que le hubiera correspondido ocupar por su rango nobiliario. Pero cuando Pepe asistía a un evento o fiesta CON el toisón, le molestaba horrores que no el anfitrión o la persona encargada por el anfitrión de ajustarse a protocolo en la colocación de invitados IGNORASEN la precedencia que le otorgaba justamente esa insignia.
Esto viene a cuento por una graciosa anécdota. Una tarde-noche, Pepe asistió a una cena con velada posterior LLEVANDO su toisón de oro. Por eso, le tocó mucho pero mucho las narices ver que se le íba conduciendo, para que tomase asiento en la mesa, a un puesto que quedaba muy por debajo del que hubieran tenido que reservarle. De repente, se percató de que íban a situarle al lado de una dama de belleza extraordinaria; guapa, elegante, atractiva y en apariencia refinadísima. Su silla, por tanto, le íba a permitir disfrutar de una compañía sen-sa-cio-nal. Aún así, él no quería hacer de menos a su toisón. Para apaciguar su conciencia por no quejarse finalmente de que le llevaban a un lugar que desmerecía del toisón que colgaba de su cuello, Pepe miró a la dama, se quitó el toisón y lo guardó en un bolsillo interior de su chaqueta a la vez que se sentaba, diciendo en voz alta y resonante:
-Yo lo siento por el Vellocino, pero de aquí no me mueve nadie.Inciso: el episodio, si llegó a oídos de Sophie, no le haría gracia, fijo. Ella hubiese preferido que su esposo se empecinase en hacer valer el Vellocino renunciando al gustazo de sentarse junto a una hermosura. Ya sabéis que Sophie era celosa
Otra ceremonia impactante tuvo que ser la "toma de la almohada" por parte de Sophie. Muchas páginas atrás ya hablamos de lo que era y lo que significaba "tomar la almohada" ante la reina. Pues bien, Sophie no había llegado a "tomar la almohada" ante Isabel II, así que le correspondió hacerlo ante Mercedes. Parece ser que Mercedes estaba nerviosa pensando en que debía presidir una "toma de la almohada" el 8 de marzo de 1878, cuando aún no habían transcurrido dos meses de su boda. La corte en pleno estaría demasiado pendiente de si íba correctamente engalanada y vestida o de si cumplía con encanto el papel que le tocaba representar en esa ceremonia de profunda raigambre. Las damas también estaban muy agitadas, al punto de que se habían reunido para hacer una especie de ensayo en el palacio que tenían en las vistillas Mariano, duque de Osuna, y su esposa Eleonore de Salm-Salm (sí, la que heredaría del esposo años después una deuda fastuosa).
En el día 8 de marzo, las damas se dirigieron a palacio, ataviadas con traje escotado y de cola larga, luciendo sus mejores alhajas. Se las situó en un salón cuidadosamente preparado; debían quedarse de pié mientras no entrase la reina, quien se situaría en un cómodo sillón mientras su camarera mayor -en ese caso la marquesa de Santa Cruz- se acomodaba en una banqueta colocada al lado del sillón. Alrededor, formando una especie de amplio semicírculo en el suelo, se veían numerosas mullidas almohadas. Las damas que tenían que tomar la almohada íban desfilando de una en una, cada una escoltada por su madrina, hasta la reina; ejecutaban las reverencias de rigor y a continuación se colocaban en la almohada que les correspondiese.
La dama que inauguró la ceremonia fue precisamente Eleonore de Salm-Salm, duquesa de Osuna y condesa de Benavente, cuya madrina sería la propia marquesa de Santa Cruz. Después, le tocó turno a la segunda en rango: era Sophie Troubetzkoi en su calidad de duquesa de Alburquerque. La amadrinaba Pilar, duquesa de Fernán Núñez. Luego seguirían la duquesa de San Carlos y la condesa de la Corzana (esta última María de Morny, hija de Sophie). Más tarde, otras marquesas y condesas, títulos antiquísimos precediendo a los recientes. Entre mucho levantarse a hacer reverencias y sentarse, la infanta Paz calculó que habían hecho ejercicio gimnástico del bueno esa noche.
Para señalar ese día importante en la vida de Sophie y de María, Pepe había decidido que al concluír la ceremonia acudirían al teatro, lo que incluía en el lote a su sobrino José Ramón. Las dos parejas ocuparon el palco que tenían reservado. La gente que estaba presente observaba fascinada a Sophie, con su elaborado peinado, su elegantísimo vestido de gala y el collar de perlas de los Balbases rodeando su cuello. No parecía la madre de María, decían, a lo sumo podía pasar por la hermana mayor de la condesa de la Corzana, de rasgos tan delicados y expresión permanentemente melancólica.