Levanten acta de que Sabba me ha dejado con la pregunta flotando en el aire, jajajaja.
Retomando...
...el tiempo fue transcurriendo, con un Alfonso cada vez más absorvido por su relación con Elena, que fue de alto voltaje erótico aparte de con un claro componente sentimental. Entre tanto, se avanzaba en la dirección de apañarle una segunda boda a Alfonso con una archiduquesa de Austria llamada María Christina, a quien en su casa denominaban, con afecto, Cristl o Christa, dependiendo del momento.
Los Sesto también estarían -¡cómo no!- metidos en ese berenjenal. El año 1879 avanzó del invierno a la primavera y luego de la primavera al verano (igual que todos los años, dirá alguien socarronamente). No fue un verano nada fácil para Pepe. Esperó, no sin cierta ansiedad, a que Sophie se marchase a París con los hijos, para una prolongada estancia en la capital francesa. Quería que ella se encontrase lejos en el momento en que él acometiese la dolorosa necesidad de enjuagar sus deudas, que alcanzaban la cifra astronómica de trece millones de reales, por el procedimiento de sacar a la venta el Palacio de Alcañices. Para Pepe, representó un suplicio pedirle a su administrador que hiciese un minucioso inventario de las pertenencias de Sophie, a fín de no incluírlas en el lote cuyo valor de conjunto establecería un tasador de gran probidad. Mientras el tasador trabajaba estableciendo un precio ajustado para el Palacio y su contenido, a excepción de las pertenencias inventariadas a solicitud de Pepe, el duque debió sentir que se estaba clavando a sí mismo un cuchillo en el estómago. Pero había tomado una decisión inevitable: las obligaciones crediticias amenazaban con llevarle a la ruína si seguía acumulando intereses de mora sobre el capital aún pendiente de devolución.
Pepe se había hecho a la idea de que aún dispondría de una residencia propia en Madrid: una casa que su padre, don Nicolás, había adquirido décadas atrás para incrementar su patrimonio, situada en el Paseo de Recoletos, al lado de la iglesia de San Pascual. Confiaba en que a Sophie, habituada a aquel impresionante Palacio de Alcañices, la casa de Recoletos le pareciese, por lo menos, apropiada. Y si a Sophie no le convencía esa vivienda...bueno, ya cruzarían ese puente cuando llegase el momento.
En ese estado de ánimo se encontraba Pepe cuando un telegrama le causó una especie de conmoción. El telegrama procedía de Inglaterra y daba cuenta de la muerte del Príncipe Imperial, el único hijo que había tenido Eugenia en su matrimonio con Napoleón III. Aquel chico que había sido instruído en la academia militar de Woolwich había querido pagar de alguna forma a los ingleses por la hospitalidad que les habían ofrecido a sus padres y a él mismo después del hundimiento del II Imperio Francés. Con la intención de saldar esa deuda -no económica, sino de honor- había insistido en darle uso a su rango de teniente marchando con las tropas británicas destinadas a librar las Guerras Zulúes en Sudáfrica. No pocos de sus camaradas de armas y amigos le habían advertido de que debía observar cierta precaución para evitarse heridas de consideración. Pero el joven juzgaba que la prudencia podía confundirse con la cobardía. Fue un soldado arrojado e incluso temerario; acabó recibiendo diecisiete heridas producidas por las flechas y los machetes de los zulúes, que le mataron en un recóndito lugar llamado Itelezi.
Pepe no podía evitar una sacudida emocional. Su existencia había estado inextricablemente ligada a las dos hermanas Montijo, Paca y Eugenia. Paca había sido su amor y Eugenia le había amado. Paca había muerto, pero Eugenia seguía viva, aunque era de preveer que, ante la noticia de la trágica desaparición de su único hijo, al que adoraba, hubiese deseado que la fulminase un rayo. La tristeza de Pepe era infinita. Simultáneamente, en París, Sophie se horrorizó al ser informada de lo acontecido. El Príncipe Imperial -no lo olvidaba- había sido primo carnal de sus hijos Charles, Serge, María y Missy. Era motivo más que suficiente para que Sophie, junto a los Morny, acudiese enlutada al funeral celebrado en la iglesia de San Agustín.
Y la muerte seguía rondando. A finales de julio, las tres hermanas menores de Alfonso -Pilar, Paz y Eulalia- fueron enviadas al balneario de Escoriaza, en Guipuzcoa. Pilar, una muchacha de aspecto encantador, suave y delicada, a quien en cierta época se había considerado destinada a casarse con el Príncipe Imperial, llevaba un tiempo mostrando una salud bastante endeble. Se suponía que tomar las aguas en un lugar de aire purísimo podía tener un efecto vigorizante en su persona.
Las chicas habían llegado a Escoriaza fatigadísimas, pues el viaje, incluso con escalas, se había hecho pesado debido al calor aplastante. Se animaron un poco cuando, recien instaladas en el balneario, supieron que unos mozos y mozas, ataviadas con trajes típicos de la zona, acudían para interpretar, debajo de las ventanas de los aposentos que ellas ocupaban, un tradicional zortziko. El tres de agosto, más descansadas, acudieron a una fiesta popular que incluyó una carrera de burros y una novillada antes del baile. El cuatro de agosto, Pilar se despertó aquejada de una gran debilidad; se atribuyó a la agitación de la víspera. Se quedó en su habitación, leyendo una novela de Lamartine titulada "Graziella", mientras la marquesa de Santa Cruz, sentada junto al ventanal, se dedicaba a las labores finas de aguja. De repente, la marquesa de Santa Cruz profirió un grito que rebotó en las paredes: las infantas Paz y Eulalia acudieron con el corazón en la boca. Pilar había caído en un estado de inconsciencia del que no saldría. Moriría a las siete y media de la mañana del 5 de agosto, de una meningitis tuberculosa. El diagnóstico que se ofreció a la nación fue otro, porque no se quería mencionar siquiera aquella enfermedad.
Alfonso e Isabel habían viajado apresuradamente a Escoriaza, pero Pilar estaba muerta cuando llegaron. Tuvieron que encargarse de consolar a Paz (había estado profundamente unida a Pilar) y a la pequeña Eulalia, tremendamente impactada. Luego, al frente del cortejo fúnebre, viajaron a El Escorial para dar sepultura a la infanta Pilar. Para rematar las cosas, concluídos los funerales, cuando viajaban a La Granja en coches, el carruaje que ocupaban sufrió un percance: una rueda rebotó contra una piedra, el eje se quebró y volcó el vehículo. El doctor Camisón, que estaba cerca, pudo actuar rápidamente para asistir a Alfonso y al general Echagüe, ambos heridos. En el caso de Alfonso, por suerte, sólo necesitaba llevar un brazo en cabestrillo por una temporada...
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