Regresamos a Madrid...
En la tarde del jueves 31 de diciembre, el Prado había sido escenario de un paseo como no había habido otro en mucho tiempo. Cánovas ya era el hombre que tenía la misión de formar el primer gabinete alfonsino, mientras se aguardaba la llegada del flamante soberano. Martínez-Campos se había salido con la suya, para regocijo de su Ángeles. Pepe había salido del escondite, para alegría inmensa de Sophie. Naturalmente, esa tarde, a pesar del frío que picaba en la piel como alfileterazos, Sophie salió en su carruaje descubierto convenientemente envuelta en pieles, llevando consigo a sus hijas María y Missy. Ese carruaje se cruzaba con el de Angustia Heredia Spínola, Angustias y Narcisa, que agitaban pañuelos con entusiasmo. Tampoco se echaba en falta a Pepita, marquesa de Torrecilla, con su Casilda y su Lolita, otras que manifestaban bulliciosamente su satisfacción. Las principales damas de aquella recordaba rebelión de las mantillas se sentían protagonistas destacadas del vuelco histórico, por lo que habían querido que sus hijas, unas mocitas, estuviesen presentes en la celebración callejera. Una razón adicional para las sonrisas y las risas era el saber que Serrano, duque de la Torre, había decidido largarse de España con su esposa Antoñita, a quien imaginaban royendo el suelo con los dientes.
Un motivo de felicidad para Sophie fue el casi instantáneo reconocimiento oficial de Rusia al nuevo rey Alfonso XII. Sophie sentía que ella tenía mucho que ver, que había hecho bien los deberes para que los rusos dejasen de lado su tradicional afección por los carlistas. El nuevo gobierno español apreciaba el gesto ruso: el canciller Gortchakov, aquel que había tenido el honor de recibir una copia del Manifiesto de Sandhurst en el interior de una anguila de mazapán adquirida en Toledo por mandato de Sophie Troubetzkoi, se encontró con que se le hacía Grande de España. Para rematar la faena, la parienta y amiga de Sophie princesa Lise Troubetzkoi ofreció el 2 de enero en su mansión de París una gran fiesta en honor a Alfonso XII. Alfonso XII no compareció: estaba preparando su viaje a España. Pero ordenó que le representase el marqués de Elduayen, lo que satisfizo suficientemente a Lise. Por cierto, un Winterhalter que nos muestra a la atractiva Lise Troubetzkoi:
Estaba previsto que Alfonso saliese de París el 6 de enero, para llegar a Marseille el día 7 de enero. En la rada marsellesa, aguardaría un buque insignia de la armada española, el
"Navas de Tolosa", que debía conducirle hasta Cartagena, de dónde se seguiría viaje por tierra en dirección a Madrid con una escala significativa en Aranjuez. El plan se cumplió matemáticamente. Alfonso salió de París el 6, llegó a Marseille el 7 y no sólo encontró el
"Navas de Tolosa", sino también al conde de Mirasol, que había viajado desde Madrid llevando consigo un uniforme de gala de capitán general confeccionado en un tiempo récord por el más reputado sastre de la capital usando de maniquí de pruebas a Julito Benalúa. El
"Navas de Tolosa" se preparó para hacerse a la mar; Alfonso había mandado bajar el pendón de Castilla que ondeaba en el palo mayor para enviárselo, en un gesto afectuoso, a su madre Isabel. Desde la llegada a Cartagena, se sucedieron las escenas de puro jolgorio; el avance del nuevo soberano hasta Aranjuez fue una marcha triunfal. En Aranjuez le esperaba, reventando de orgullo, Pepe duque de Sesto, flanqueado por Charles de Morny, Julio Benalúa y Pepe Xifré. Siguieron en tren hasta Atocha, en dónde se produjo la llegada del convoy a la una de la tarde del día 13 de enero.
En el andén, Antonio Cánovas del Castillo se mantenía firme rodeado de sus ministros. Casi ninguno era desconocido para Alfonso. Alejandro Castro, el reciente ministro de Estado, era un gran amigo de los Sesto que además disfrutaba haciendo viajes frecuentes a París, por lo que alguna vez le había visto Alfonso en la casa de Sophie en la rue Gabriel. Don Pedro Salaverría, el ministro de Hacienda, había sido el controlador de finanzas de la monarquía española en el exilio; él tenía mucho que ver con las apreturas que había pasado Alfonso en Viena. El marqués de Molins ostentaba la cartera de Marina y Orovio la de fomento. Por tanto, Alfonso estaba en condiciones de hablarles a todos con la confianza de haberles visto anteriormente. Sólo le falló esa máxima con Francisco Romero Robledo, que llevaría Gobernación, y con Abelardo López de Ayala, titular de Ultramar, pero, al menos, le sonaban de oídas.
Uno de los momentos más singulares y emotivos se produjo cuando Alfonso, tras saludar a los miembros de su gobierno, fue desfilando ante las tropas que le rendían honores en la estación. Se detuvo con una sonrisa ante el Tercer Escuadrón de la Milicia Nacional: ése era el nombre pomposo del popular batallón del Aguardiente. Los milicianos del batallón del Aguardiente estaban ese día que no cabían en sus uniformes; a más de un torero o banderillero aguerrido se le saltaron las lágrimas mientras el rey les expresaba su simpatía.
Montando un caballo blanco de nombre
"Arrogante", Alfonso se dirigió a la basílica de Atocha para asistir a un Te Deum. Luego, a través del Prado, enfiló hacia el Palacio Real. Como es natural, pasó por delante de la extensa fachada plagada de ventanas y balcones del Palacio de Alcañices. Alfonso elevó la vista hacia esa residencia, que antaño se había mantenido a oscuras, cerrada a cal y canto, para el pobre Amadeo. Con Alfonso, Sophie había dado el do de pecho: los célebres reposteros de los Balbases, de enorme valor, colgaban de las balconadas, mientras que los alféizares de las ventanas se adornaban con guirnaldas. Sophie sonrió a Alfonso, situada al lado de la cuñada de Pepe, Mercedes Arenales, y de la hija de ésta, María Montserrat, marquesa de Navamorcuende. Tampoco faltaban el grupo María y Missy de Morny. Entre las invitadas de honor en el Palacio Alcañices, figuraba Manuela de Montijo: era ya muy anciana y estaba casi ciega, pero su presencia le daba un gran empaque a la ocasión.