Registrado: 22 Abr 2015 17:57 Mensajes: 21333 Ubicación: España
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No te preocupes Sabbatical, a mi no me molesta. Es súper interesante que haya nacido un debate a raíz de propias vivencias de Emanuela. De hecho vienen, quizás, los capítulos más espinosos o que puedan herir más sensibilidades. Hoy en día ya carece de importancia, es mejor tomarlo como la opinión o realidad que ella y su hijo vivieron al respecto, aunque se basen en teorías de la conspiración varias. Aún así, si alguien puede o quiere aportar ejemplos sobre renuncias y abdicaciones parecidas a las del Infante Jaime, tenga en cuenta que esa cuestión llega justo después del capítulo que paso a transcribir ahora. Pero sería interesante hablar sobre ellos, sobre todo el tema renuncia de los derechos dinásticos de los hijos no nacidos. ¿Qué hubiese pasado si Eduardo VIII de Inglaterra llega a tener hijos? ¿Hay sustento para las quejas emitidas en su día por Emanuela y Alfonso? Una vez efectiva la renuncia del padre, ¿se pierde la vez, como en las colas, y se acabó todo? "Mis hijos, Alfonso y Gonzalo, fueron dos personas completamente diferentes. En numerosas ocasiones, tanto físicamente como por carácter, no parecían en absoluto hermanos. Alfonso era muy guapo y muy serio, y Gonzalo muy simpático y sociable. El primero tenía un excesivo sentido de la responsabilidad, mientras que mi hijo menor mostraba una cierta dosis de pragmatismo que yo consideraba muy inteligente, porque pienso que se trataba de una autodefensa. Gonzalo era un chico divertido que se fijaba mucho en todo aquello que, por alguna razón, resultaba ridículo. Su capacidad para captar momentos o situaciones absurdas era inmensa.
Siendo niños, y hasta que finalizaron el bachillerato, los dos estudiaron en Suiza. Después, en 1954, se trasladaron a Bilbao, a la Universidad de Deusto, con los jesuitas, y más tarde, en 1955, pasaron al CEU de Madrid. En aquella época -hablo de los años cuarenta y cincuenta-, educarse en un internado era más habitual de lo que pueda ser ahora, aunque a mí se me acusó de enviarlos a ese tipo de colegios. Yo nunca lo entendí y, por supuesto, continué haciendo lo que me parecía mejor para ellos. En mi opinión, no era comparable enviarlos al colegio en una ciudad, donde siempre hay mil cosas entretenidas para hacer, que tenerlos en un discreto y pequeño pueblo aislado, controlados y estudiando, su principal obligación. En un internado un chico tiene dos posibilidades: estudiar y hacer deporte.
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Existe otra razón que tuve muy en cuenta a la hora de tomar la decisión de internarlos. Mi matrimonio con Jaime no duró más de diez años. Alfonso y Gonzalo veían porquísimo a su padre y creo que no hay que ser una lumbrera para comprender que cualquier chico necesita un referente masculino para formarse de manera adecuada. Nuestra separación se produjo un día en el que decidí que ya no podía aguantar más. Así que cogí a mis hijos y los tres salimos del domicilio conyugal. Mal hecho. Hoy pienso que todo habría ido mejor si yo, controlando mi impetuoso hartazgo, me hubiera quedado allí.
De su abuela, la Reina Victoria Eugenia, y de mí recibían el calor familiar y la compañía. Asimismo, sus primos hermanos Torlonia se conviertieron en unos pilares sólidos para ellos. Marco era de la misma edad que Gonzalo, y Sandra, creo que tiene sólo un año más de los que ahora tendría Alfonso. Fueron, a su vez, muy amigos de las hijas de Crista y Enrico Marone. El largo periodo de tiempo que vivimos en Suiza lo pasaron todos juntos. Formaban un grupo nutrido y simpático de primos que, también, eran amigos.
Bajo mi responsabilidad entraron internos en el colegio Montana, cerca de Zurich, en la montaña. Y es que Jaime debía pensar que el hecho de elegir el centro en el que estudiarían sus hijos era un asunto menor, de pura intendencia. Cuando esto sucedió, Alfonso tenía once años y Gonzalo diez. Compartían la misma habitación y cada día, después de sus clases, practicaban deporte. Todos los meses yo iba un par de días a verlos, en tren, y me hospedaba junto al colegio en un hostal que no era, precismente, cómodo. El Montana era un centro muy bueno, pero a una hija, curiosamente, nunca la habría inscrito en un internado. Será por mi lado machista que apenas reconozco pero que sé que tengo.
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Gonzalo me dio siempre muchos más problemas con los estudios que su hermano. Los dos eran muy disciplinados, pero la realidad es que Alfonso estudiaba mucho más. Sabían que su obligación en aquellos tiempos consistía en ir al colegio y pasar de curso cada año. Y eso es lo que hacían.
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En una ocasión Jaime intentó que mis hijos se fueran a vivir a España. Mi negativa fue rotunda porque, si había una cosa que tenía clara es que, mientras fueran pequeños, trataría de evitar a toda costa que Alfonso y Gonzalo se convirtieran en juguetes al servicio de la política. Ahora bien, ello no significa que no me hubiera gustado que se instalaran en España antes de lo que lo hicieron, con dieciocho y diecisiete años respectivamente. A esas edades ya me parecían casi unos hombres, por lo que la adaptación a un país nuevo les podría resultar mucho más dura.
Recuerdo que un día Jaime mandó a alguien al colegio a recogerlos sin avisarme. Como en el Montana sabían de nuestro problemático matrimonio, reaccionaron de manera impecable: uno de los responsables los llevó escondidos en su coche hasta Milán, donde yo los recibí. Si les hubiera permitido ir a España, a lo mejor las cosas habrían salido de otro modo, pero con los hijos no se juega. Jaime no volvió a insistir y yo no supe nada más de esta historia.
Durante los años de adolescencia de Alfonso y Gonzalo fui yo quien se hizo cargo de todos sus gastos. Después, ya en España, fue Juan y creo también la Reina quienes se ocuparon de su mantenimiento, al menos de la Universidad y del piso en que vivían. Yo no recuerdo haber pagado nada cuando estaban allí. Alfonso, estoy segura, lo sabía, pero nunca me habló de ello porque, por principio, no hablaba conmigo de dinero. Sabía que mi economía era precaria y trataba con todas sus fuerzas de no hacerme pasar peores ratos de los que pasaba por no poder dar a mis hijos lo que necesitaban para sufragar sus gastos y, sobre todo, su formación. Esto era para mí algo primordial, ya que de ella dependería su futuro. Quizá fue Gonzalo quien me comentó en cierta ocasión que Juan y Doña Victoria Eugenia eran quienes se ocupaban de ellos dos en Madrid.
Mis hijos pasaban muchas de sus vacaciones en casa de su abuela, la Reina, y a veces también navegaban en el Saltillo, el barco de Juan. Un verano les mandé con mi madre a Bélgica, a casa de unas primas, y en otra ocasión a Gran Bretaña con el fin de que mejoraran su inglés, a casa de unos primos de la Reina de Inglaterra gracias a la mediación de la Reina Victoria Eugenia. Mi obsesión fue siempre que aprendieran varias lenguas a la perfección.
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El deseo de los legitimistas era que yo inscribiera a mis hijos en un colegio francés, cerca de Montpellier. Hablaron de este asunto con la Reina, quien se lavó las manos al respecto. Al llegar a este punto creo que debo contar algo sobre los legitimistas, ya que son ellos quienes apoyan los derechos de mi nieto Luis Alfonso al trono de Francia.
Los legitimistas defienden los principios sobre los que se sustentó la monarquía desde el primer rey de Francia, Hugo Capeto, en el siglo X. De acuerdo con estos principios, que se fueron estableciendo con el tiempo, el heredero de la Corona francesa debía ser el familiar primogénito, varón y católico más cercano al Rey. En la Revolución Francesa de 1789, Luis XVI fue condenado a muerte. En 1814, el pariente más cercano al malogrado Luis VI era su hermano Luis VIII, que murió sin descendencia. A éste le sucedió su hermano Carlos X, que tuvo que exiliarse juntamente con su heredero, el Conde de Chambord. Al morir éste también sin descendencia, la herencia francesa pasó a la segunda rama Borbón, la española. Cuando el pretendiente carlista Alfonso Carlos, Duque de Anjou y de San Jaime, murió en 1936, la jefatura de la Casa Borbón y el derecho al trono francés -según la doctrina legitimista- recayó en Alfonso XIII de España. A mi suegro le sucedería, en sus derechos, mi marido Jaime; a él mi hijo Alfonso y, a éste, mi nieto Luis Alfonso de Borbón.
No quisiera olvidar una mención sobre los orleansitas, defensores de los descendientes de Luis Felipe de Orleáns, hoy representados por el Conde de París".
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