Se asumía, de forma tácita, que la comida era para los caballeros. Ellos, los próceres de la causa alfonsina, compartirían mesa y mantel, en ese caso un mantel de hilo blanco con flores de lis bordadas en hilo de plata. Luego, más tarde, en el baile, los señores se verían complementados por otros muchos caballeros que no pertenecían al círculo más relevante y, evidentemente, por las señoras, entre las que destacaría, de manera natural, la anfitriona.
Eso era lo que se asumía.
Por eso, Pepe se quedó de una pieza al revisar la lista entregada por Cánovas. El primer puesto, el del invitado más significativo, que cerraría el banquete con un discurso previo al brindis, no lo ocupaba ningún varón, sino una mujer: Sophie Troubetzkoi. Pepe estaba muy azorado, pensando en que Sophie sería la encargada de dirigir una mesa con treinta hombres. No obstante, Cánovas insistió en que era muy pertinente concederle esa posición a Sophie, que tanto se había sacrificado por la causa alfonsina. Por una vez, Sophie no sabía ni qué decir: la emoción le había nublado la vista y le trababa la lengua. No obstante, cuando Pepe y el secretario Zárate trataron de ofrecerle un asidero declarando que no tenía que ocuparse de nada excepto de planificar el menú porque ellos dos se encargarían de redactarle el discurso a pronunciar, Sophie se opuso vehementemente. Ella prepararía su discurso, ya que ella tendría que declamarlo. Esa reacción de Sophie es simpática, desde una mentalidad actual, porque refleja, de nuevo, su independencia. Le gustaba tener voz y voto, no quería parecer una linda marioneta en manos de Pepe y Zárate.
En el día señalado, Sophie se dirigió a su puesto en la mesa. Debió darle cierto vértigo aunque mantuviese una perfecta compostura, pensando que don Antonio la había distinguido a ella por encima del propio Pepe, del duque de Alba, del duque de Baena, del marqués de Monistrol, del marqués de Molins, del marqués de Bedmar, del marqués de Pidal, del conde de Heredia Spínola, del conde de Toreno y así hasta completar la lista de Cánovas. Cuando la comida tocó a su fín, Sophie cumplió de manera peculiar su cometido: había decidido obviar los discursos para optar por una alocución breve y directa, pero inspiradora. Erguida con la copa en la mano, se limitó a decir:
-Señores, os doy las gracias por haber venido hoy a comer conmigo y os aseguro que el año que viene será el rey quien os invitará a su mesa.
Me parece que todos la aplaudieron por ser ella quien era, porque componía una estampa muy atractiva con su bonito peinado, su bonito vestido y sus bonitas palabras. Pero no creo que nadie se tomase en serio su vaticinio. Se había avanzado bastante en el camino hacia la restauración, sin embargo ni siquiera don Antonio esperaba que se produjese en un plazo de tiempo tan breve como el que estaba profetizando Sophie Troubetzkoi.
Alfonso, al fín y al cabo, continuaba su vida de estudiante. En vísperas del Carnaval, de nuevo se había puesto de manifiesto la estrechez económica en la que vivía junto a Morphy y Ceferino en Viena. Le había explicado por carta a su madre, Isabel, que si hubiese tenido dinero, hubiese podido aprovechar las vacaciones escolares -Viena siempre se ha tomado muy en serio su Carnaval- para irse a Praga. Pero, sin dinero, se había quedado en Viena, estudiando, redactando cartas y yendo a patinar, una actividad barata.
A Isabel le había tocado la fibra sensible esa carta de su hijo, en tono triste pero filosófico. Al acercarse Semana Santa, la ex reina se anticipó a las vacaciones escolares mandando al chico un giro de mil francos. Es de suponer la alegría de Alfonso al pensar que con ese dinero podían permitirse una buena escapada el mismo, Guillermo y Ceferino. Se largaron a Insbruck, Trieste, Verona y, finalmente, Venecia, la Serenísima. Trataban de ahorrar en la clase de billetes y en los hoteles escogidos para pernoctar. Aún así, Alfonso hubo de confesar que no se había administrado lo suficientemente bien, porque había salido el viaje por mil quinientos francos.
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